04 noviembre 2011

La vida no es muy seria sus cosas

(Juan Rulfo)


AQUELLA cuna donde Crispín dormía por entonces, era más que grande para su pequeño cuerpecito. Él sin conocer todavía la luz, puesto que aún no nacía, se dedicaba sólo a vivir en medio de aquella oscuridad y a hacer, sin saberlo, más y más lentos cada vez los pasos que daba su madre al caminar por los corredores, por el pasillo y, a veces, en alguna mañana limpia, yendo a visitar el corral, donde ella se confortaba haciendo renegar a las gallinas robándoles los pollitos, y escondiéndose dos o tres abajito del seno, quizá con la esperanza de que a su hijito se le hiciera la vida menos pesada oyendo algo de los ruidos del mundo.
Por otra parte, Crispín, a pesar de tener ocho meses ahí dentro, no había abierto ni por una sola vez los ojos. Hasta se adivinaba que, acurrucado siempre, no había intentado estirar un brazo o alguna de sus piernitas. No, por ese lado no daba señales de vida. Y de no haber sido porque su corazón tocaba con unos golpecitos suaves la pared que lo separaba de los ojos de su madre, ella se hubiera creído engañada por Dios, y no faltaría, ni así tantito, para que llegara a reclamarle aunque sólo fuera el secreto.
__ El señor me perdone __se decía__; pro yo tendría que hacerlo, si él no estuviera vivo.
Con todo, él estaba bien vivo. Cierto es que se sentía un poco molesto de estar enrollado como un caracol, pero, sin embargo, se vivía a gusto ahí, durmiendo sin parar y sobre todo, lleno de confianza; con la confianza que da el mecerse dentro de esa grande y segura cuna que era su madre.
La madre consideró la existencia de Crispín como un consuelo para ella. Todavía no descansaba de sus lágrimas; todavía había largos ratos en los cuales apretábase al recuerdo del Crispín que se le había muerto. Todavía, y esto era lo peor para ella, no se atrevía a cantar una canción que sabía para dormir a los niños. Con todo, en ocasiones, ella le cantaba en voz baja, como para sí misma; pero en seguida, se veía rodeada por unas ganas locas de llorar, y lloraba, como sólo la ausencia de “aquel” podía merecerlo.
Luego se acariciaba su vientre y le pedía perdón a su hijo.
En otras, se olvidaba por completo de que su hijo existía. Cualquier cosa venía a poner frente a ella la figura de Crispín el mayor. Entonces entrecerraba los ojos, soltaba el pensamiento y, de ese modo, se le iban las horas correteando tras de sus buenos recuerdos. Y era en aquellos momentos sin conciencia, cuando Crispín golpeaba con más fuerza en el vientre de ella y la despertaba. Luego a ella se le ocurría que los latidos del corazón de su hijo no eran latidos, sino más bien, era una llamada que él le hacía como regañándola por solo e irse tan lejos. Y se ponía en seguida a conseguir un montón de reproches que se daba a sí misma, no parando de hacerlo hasta sentirse tranquila y sin miedo.
Porque eso sí, tenía un miedo muy grande de que algo le sucediera a su hijo, mientras ella se la pasaba sueñe y sueñe con el otro. Y no le cabía en la cabeza sino desesperarse al no poder saber nada. “Acaso sufra”, se decía. “Acaso se esté ahogando ahí dentro, sin aire; o tal vez tenga miedo de la oscuridad. Todos los niños se asustan cuando están a oscuras. Todos. Y él también. ¿Por qué no se iba a asustar él? ¡Ah!, si estuviera acá afuera, yo sabría defenderlo; o al menos, vería si su carita se ponía pálida o si sus ojos se hacían tristes. Entonces yo sabría como hacer. Pero ahora no; no donde él está. Ahí no.” Eso se decía.
Crispín no vivía enterado de eso. Sólo se movía un poquito, al sentir el vacío que los suspiros de su madre producían a un lado de él. Por otra parte, hasta parecían acomodarlo mejor, de modo de poder seguir durmiendo, arrullado a la vez por el sonido parejo y repetido que la sangre ahí cerca hacía al subir y bajar una hora tras otra hora.
Así iba el asunto. Ella, fuera de sus ratos malos, se sentía encariñada a los días que vendrían. Y era para azorarse verla hacer los gestos de alegría que todas las madres aprenden tantito antes, para estar prevenidas. Y el modo de cuidar sus manos, alísanoslas, con el fin de no lastimar mucho aquella carne casi quebradiza que pasearía hecha un nudo sobre sus brazos.
Así iba el asunto.
Sin embargo, la vida no es muy seria en sus cosas. Es de suponerse que ella ya sabía esto, pues la había visto jugar con Crispín el mayor, escondiéndose de él, hasta dar por resultado que ninguno de los dos volvieron a encontrarse. Eso había sucedido. Pero, por otra parte, ella no se imaginaba a la muerte sino de un modo tranquilo. Tal como un río que va creciendo paso a paso, y va empujando las aguas viejas y las cubre lentamente; mas sin precipitarse como lo haría un arroyo nuevo. Así se imaginaba ella a la muerte, porque más de una vez la vio acercarse. La vio también en Crispín, su esposo, y, aunque al principio no le fue posible reconocerla, al fin y al cabo, cuando notó que todo en él se maltrataba, no dudó que ella era.
Así pues, ella bien se daba cuenta de lo que la vida acostumbra a hacer con uno, cuando uno está más descuidado.
Aquella mañana, ella quiso ir al camposanto. Como siempre solía preguntar a Crispín, el no nacido, si estaba de acuerdo, lo hizo: “Crispín, le dijo, ¿te parece bien que vayamos? Te prometo que no lloraré. Sólo nos sentaremos un ratito a platicar con tu padre y después volveremos; nos servirá a los dos; ¿quieres?” Luego, tratando de adivinar en que lugar podía tener sus manitas aquel hijo suyo: “Te llevaré de la mano todo el tiempo.” Esto le dijo.
Abrió la puerta para salir; pero enseguida sintió un viento frio, agachado al suelo, como si anduviera barriendo las calles. Entonces regresó por un abrigo, ¿pues qué pasaría si él sintiera frio? Lo buscó entre las ropas de la cama; lo buscó en el ropero; lo halló allá arriba, en un rinconcito. Pero el ropero estaba mucho más alto que ella y tuvo que subir al primer peldaño, después pudo la rodilla en el segundo y alcanzó el abrigo con la puntita de los dedos. En ese momento, pensó que tal vez Crispín se habría despertado por aquel esfuerzo y bajó a toda prisa…
Bajó muy hondo. Algo la empujaba. Debajo de ella, el suelo estaba lejos, sin alcance…

25 octubre 2011

Un pedazo de noche**

(Juan Rulfo)
(Fragmento)

ALGUIEN me avisó que en el callejón de Valerio Trujano había un campo libre, pero que antes de conseguirlo tenía que dejarme “tronar la nuez”. No quiero decir en qué consistía aquello, porque todavía, calculando que no me quede ni un pedazo de vergüenza, hay algo dentro de mí que busca desbaratar los malos recuerdos.
Yo estaba entonces en mis comienzos. Apenas unos días antes había agarrado la cuerda, cuando las muchachas de Trujano me dieron la oportunidad, haciéndome un campito a su alrededor. Y a pesar del contrapeso que era tener siempre delante de una al sujeto que tronaba las nueces; a riesgo de estar viendo a todas horas su cara seca y sus ojos sin zumo y sin pestañas y su carcaje huesudo, era mucho mejor estar aquí, trabajando en chorcha, que andar derramada por las calles.
Además, en Valerio Trujano se me desterró el miedo. Al cabo de dos o tres semanas ya no lo sentí, como si se hubiera dado cuenta de que conmigo salía sobrando. Y aunque en muchas ocasiones noté sus temblores, procuraba esconderse cuando veía mis necesidades, tal vez y seguramente por miedo a que lo mandara a vivir solo, porque el miedo es la cosa que más miedo le tiene a la soledad, según yo sé.
Así en esas andanzas, fue cuando conocí al que después fue mi marido…
Una noche se me acercó un hombre. Esto no tenía importancia, pues para eso estaba yo allí, para que me buscaran los hombres. Pero el que se arrimó esa noche se distinguía de los demás en que traía un niño en brazos. Un niño pequeño, de los que todavía se valen de la gente para ir de un lado a otro.
Al verlo junto a mí, pensé que venía a limosnear, porque alargó la mano como pidiendo dinero. Estaba yo por darle unos centavos, cuando inquirió por el precio.
__ ¡No! __ le dije yo__. Así no.
__ Así no ¿que?
__ Con eso que llevas encima.
__ A él no le interesan todavía estas cosas. __respondió__. Ahora que no estaría por demás que ya se fuera instruyendo.
Desentendiéndome de él, miré a todas partes buscando con los ojos alguna muchacha que me viniera a sacar del apuro. Pero las pocas que andaban por allí, estaban aparejadas.
__ Tal vez vienes buscando a alguien en especial __le dije__. Alguna con quien ya has estado otras veces.
__ Vengo por ti __me contestó__. Nomás dime cuánto cobras.
Parecía no entender que yo no iría con él a ninguna parte mientras cargara a su criatura.
__ Nomás dime__ volvió a decir.
Entonces le señalé un precio muy alto, quizá diez veces mayor del que acostumbrábamos pedir.
__ Está bien__ dijo__. ¡Vamos!
Yo pensé que aquello no estaba nada bien. Pero también pensé que el que “tronaba las nueces” no nos daría cuarto en el hotel. Y así sucedió. En cuanto cruzamos el pasillo, sentimos el aire de su mano huesuda que nos echaba fuera.
__ Ya ves__ le dije__, ya ves que no se puede.
__ Se podrá__ contestó él__. No faltaba más.
Estábamos otra vez en la calle. Me rodeó la cintura y me fue llevando.
__ Conozco un sitio medio oscuro… el encargado es un “tú-la-trais”. Allí si nos dejarán entrar.
Yo miraba al niño que se retorcía en sus brazos. Tenía los ojos como de gente grande, llenos de malicia o de malas intenciones. Pensé que tal vez fuera el puro reflejo de nuestros vicios.
Me hubiera gustado que se soltara berreando para que su padre le echara tierra a este negocio y se fuera con todo y niño a descansar en paz. Pensaba en eso, cuando los ojos del muchachito empezaron a reír. Me tendió los brazos y brincaba y se reía conmigo, enseñándome el único diente de su boca.
__ ¿Ya ves? __ dijo el fulano__. También él quiere ir contigo.
El chamaco estaba envuelto como tamal, enrollado en un jorongo. Lo apreté contra mi cuello dándole de nalgaditas para que de durmiera. Pero aquel niño no tenía sueño; se revolvía como gusano y buscaba con su boca allí donde sabía que estaba la comida. A rasguño y rasguño fue abriéndome la blusa hasta que sus manos se agarraron a mis senos.
__ Esta criatura tiene hambre__ le dije al tipo aquel.
__ Tenemos tiempo __contestó__. Después le daremos de comer.
Llegamos a la puerta de un hotel donde él me detuvo:
__ ¿Aquí es?__ le pregunté.
__ Si, aquí mero.
Pasamos. Atravesamos un patio donde había un tendedero de sábanas, y al comenzar a subir la escalera, oímos una voz chillona que nos gritaba que allí no era casa de cuna.
Entonces fuimos más lejos, como por allá, por las calles de Ogazón. Él se llamaba Claudio Marcos. No, el niño no era suyo. Era de un compadre. Nomás que él se había acomedido a cuidarlo porque hoy la estaba celebrando. Bueno, todos los días se las colocaba, pero nunca se había puesto tan necio como ahora.
Por eso había sacado al niño de la cantina, para que no siguiera aporreándose la cabeza cada vez que el compadre se caía al suelo. Y como ya estaba desentendido, fue fácil quitárselo. Lo bueno va a estar mañana cuando recuerde y no dé con el muchachito ni se las huela dónde lo dejó.
__ ¿No lo vas a llevar a su casa?
__para allá iba. Pero al verte varié de opinión. Se me ocurrió que el niño pasaría bien la noche con nosotros.
__ ¿Te divierte hacer eso?
__ ¿Qué dices?
__ Nada.
__ Yo a ti ya te había echado el ojo__ siguió diciendo__. Pero no me animaba a hablarte. Con esa cara no pareces de la misma raza que las otras. Si hasta creí que andarías por esos barrios nomás de visita.
__ Bueno, ¿adónde vamos?__ pregunté yo.
Él no hizo caso. Siguió caminando sin dejar de hablar.
__ Lo mejor es que lleves al niño con su madre__ le dije.
__ No ganaríamos nada con eso__ respondió__. No es ella la que le da de mamar.
Torcimos por una calle plana, desalumbrada. Al entrar a la placita de los Ángeles, un policía alcanzó a conocerme:
__no te desparrames, Olga__ dijo.
__ ¿A quién le dicen así?__ me preguntó Claudio Marcos.
__ A mí.
__ ¿No que te llamabas Pilar?
__ Da lo mismo un nombre que otro. Para lo que sirve__ le contesté, ya medio fastidiada__. Lo que tenemos que hacer es regresarnos, ando lejos de mi zona.
Llegamos al jardín de Santiago y nos sentamos en una banca.
El chiquillo se había dormido sobre mis hombros. Y aunque casi no pesaba de tan flaco, de cualquier manera no hallaba cómo deshacerme de él. No me explicaba tampoco por qué razón seguía yo allí, y mucho menos me pasaba por la cabeza que fuéramos a acostarnos juntos, con aquel recién nacido en medio de nosotros. Con todo, el hombre no daba trazas de terminar la plática.
__ Oiga__ le dije, poniéndome seria__, este niño debía estar ya dormido en su cama. Haría bien en llevárselo. Y si la madre no le da de mamar, pues hágalo usted, aunque sea nada más por consideración.
__ ¿Cree que ya es hora de que le toque?
__ Yo no sé__ le contesté__. Pero por lo flaco que está, pienso que no ha probado bocado en toda su vida.
__ Ah, no. Eso sí que no. En eso sí que no estoy de acuerdo. El niño come. Y come un resto. Nada menos hoy al mediodía se zampó media docena de tortillas. También le gusta el chile y el caldito de frijoles. Todo eso se come. Ahora que si tú no me crees, vamos a algún lado. Aquí traigo cincuenta pesos. Entramos a un merendero y pedimos cincuenta pesos de cosas y nos las comemos entre los tres. ¿Quieres?
La verdad es que yo tenía hambre. Nos metimos a la primera tortería que encontramos. Ya allí, entre tanta gente, entre el olor agarroso del chorizo frito, se me olvidó lo que andaba haciendo con aquel fulano que tenía enfrente. Y se me ocurrió pensar que a él se le había olvidado hacía rato el motivo por el que me levantó de la calle.
Comimos. Él, aparte de lo suyo, pidió un vaso de leche y unas semitas.
Sentó al niño en sus piernas y le fue dando un bocado tras otro remojado en leche. Cuando dio fin a la primera semita, tomó otra y así siguió con la tercera. El niño mordisqueaba con su único diente hasta ir achicando el pan, luego amasaba el migajón granuloso y de pronto se lo tragaba de un tirón.
__ ¿Ya ves como si se atraganta?__ me decía aquel sujeto riéndose__. Sus padres le hicieron el cogote así de grande a fuerza de embutirle, desde recién hecho, cuanta botana les daban en las cantinas. Y no cabe duda que sirve de mucho tener el cogote de este tamaño.
__ Ya que estamos en esto__ le dije__, ¿qué demontres andas haciendo tú con ese muchacho, si tiene madre que se encargue de cuidarlo?
__ ¿Te refieres a mi comadre Flaviana?
__ No sé a cuál de todas tus comadres me refiero. Pero a mí no me va a ir muy bien esta noche. No ganaré ni para vergüenzas.
__ Pienso pagarte. ¿O qué quieres que lo haga por adelantado?
__ No__ le dije__, lo que quiero es ir a cuidar mi pedazo de pared. Tal vez esté algún amigo esperándome.
En realidad, tenía miedo del “quiebranueces”. Tanto por haberme dejado ver con aquel cliente del niño, que de seguro era ir contra las reglas como por la idea que ha de haber tenido en mí, pensando que le quise meter un cachirul. Y luego estaba lo del impuesto del día, que jamás perdonaba, así una estuviera vomitando sangre.
El que decía llamarse Claudio Marcos también se había quedado pensativo. Luego dijo:
__ Soy sepulturero. ¿No te asustas si te digo que soy sepulturero? Pues bien, eso soy yo. Y nunca he dicho que con ese trabajo no gano ni para vergüenzas. Es como cualquier otro. Con la ventaja de darse muy seguido el gusto de enterrar a la gente. Te digo esto porque tú, igual que yo, debes odiar a la gente. Tal vez mucho más que yo. Y sobre este asunto quisiera darte un consejo: nunca quieras a nadie. Deja en paz esa cosa con que se quiere a los demás. Me acuerdo que yo tuve una tía a quien quise mucho. Se murió de repente, cuando yo estaba más encariñado con ella, y lo único que conseguí con todo eso fue que el corazón se me llenara de agujeros.
Lo oía. Pero eso no me quitaba del pensamiento al “quiebranueces” con sus ojos hundidos y como mudos. Mientras aquí, este tipo me estaba platicando que odiaba a media humanidad y que era muy bonito saber cómo enterraría uno a uno a los que él veía a diario. Y que cuando alguien de aquí o de por allá le decía o le hacía alguna maldad, él no se enojaba; pero callada la boca se prometía dejarlos quietos una temporada muy larga cuando cayeran en sus manos.
__... No, no me dan pena los muertos, y mucho menos los vivos. Desde hace quince años acabé con eso. Al principio, me entristecía mucho cuando a raíz de sepultar a la madre de un montón de hijos, ellos se soltaban dando unos alaridos espantosos, y se abrazaban al cajón como ladillas sin que fuera suficiente la fuerza de tres ni cuatro hombres para despegarlos. Me ha tocado asistir a infinidad de casos por el estilo. Pero ahora eso ya se murió. Cuando uno es sepulturero hay que enterrar la lástima con cada muerto que uno entierra.
“… Los vivos son los que son una vergüenza. ¿No lo crees tú así? Los muertos no le dan guerra a nadie; pero lo que es los vivos, no encuentran cómo mortificarle la vida a los demás. Si hasta se medio matan por acabar con el corazón del prójimo. Con eso te digo todo. En cambio, a los muertos no hay por qué aborrecerlos. Son la gran cosa. Son buenos. Los seres más buenos de la tierra.”
__ Salgamos fuera __le dije__. Me siento sofocada. Vamos a donde nos dé el aire.
Cuando estuvimos en la calle, todavía nos siguió por un rato el humo rancio de las fritangas. Él había escondido al niño debajo del saco, seguramente del viento de la noche.
__ Ahorita que te levantaste, me acordé de una cosa __dijo__. De que mi comadre Flaviana no tiene nada aquí __siguió diciendo, mientras se tallaba el pecho__. Ahora que si los tuviera como tú, a lo mejor estarían llenos de pulque, así que no le servirían de ningún modo para engordar a una criatura.
Entonces yo le pregunté si no tenía él por costumbre aprovecharse de la tal Flaviana cuando su compadre pasaba las noches enteras en la cantina.
Luego luego me respondió que no. Porque no había modo, pues ella no se separaba nunca del marido.
__ Los dos se emborrachan juntos y por todas partes andan juntos, hasta que se les cae o se les pierde la memoria a los dos por igual.
Casi no lo oía. Pensé ir a dormir. Pero a él se le ocurrió que nos arrinconáramos un rato a la entrada de cualquier zaguán, donde estuviéramos solos y como fuera de este mundo:
__ Me haré a la idea de que te soñé __dijo__. Porque la verdad es que te conozco de vista desde hace mucho tiempo, pero me gustas más cuando te sueño… Entonces hago de ti lo que quiero. No como ahora que, como tú ves, no hemos podido hacer nada.
Ya casi era de día. Olía a día, aunque la tierra, las puertas y las casas seguían a oscuras.
El sueño me hizo cruzar la calle y buscar algún hotel. El hombre se vino tras de mí. Me detuvo:

__ ¿Te debo algo?
__ No nada__ le contesté.
__ Te hice perder tu tiempo. Debes cobrarme lo que sepas cobrar por una noche.
Me zafé de él. Abrí la puerta y busqué el primer cuarto desocupado. Me eché vestida sobre la cama, apreté los ojos y, aflojando el cuerpo, me fui quedando dormida. Alguien rasguñaba la calle con una escoba. Alguien aquí dentro preguntó:
__ ¿Nos volveremos a ver algún día? Me quedaron ganas de platicar contigo.
Sentí que se sentaba al pie de la cama…
Es el mismo que está sentado ahora al borde de mi cama, en silencio, con la cabeza entre las manos. Acaba de despegarse de las rejas de la ventana donde acostumbra pasar las noches esperando mi regreso. Me ha dicho muchas veces que no soy yo la que llega a estas horas, que nunca acabaremos por encontrarnos:
__...o tal vez sí __dice__; quizá cuando te asegure bajo tierra el día que me toque enterrarte.
Lo que él no sabe es que quiero dormir. Que estoy cansada. Parece como si se le hubiera olvidado el trato que hicimos cuando me casé con él: que me dejaría descansar; de otra manera acabaría por perderse entre los agujeros de una mujer desbaratada por el desgaste de los hombres…



**aunque escrito en enero de 1940, como parte de la novela El hijo del desaliento, Rulfo no dio a la publicidad este fragmento hasta setiembre de 1959, en la Revista Mexicana de Literatura (nueva época, núm. 3). Reaparece en la Obras de Juan Rulfo, México, FCE, 1987. (Letras mexicanas)

05 octubre 2011

Duelo a cuarto cerrado

(Manuel Mejía Vallejo)

Ya era tarde cuando el muchacho recorrió la plaza de Balandú.
— ¡Se van a matar! —gritó con orgullo desesperado en la manera de anunciarlo.
Fue también tarde cuando el teniente salió al trote elegante hacia el local. Y tarde cuando golpeó a la puerta y la gente se apretujaba por presenciar lo que era imposible de ser presenciado.
Todos se hundieron en esa espera corta y respetuosa que intuye el ruido que debería producir la muerte: adentro el duelo era silencioso e implacable.
— ¿Quiénes?
—Ellos. Juraron darse cuchillo agarrados a un pañuelo.
En un principio fueron amigos extremos. Sólo ellos podían llegar a ser enemigos hasta la obsesión, unidos en la vida y en la muerte por ese rencor que les llenaba las horas.
Nadie respondió a los golpes del teniente, nadie respondió a los llamados del muchacho ni de la mujer vestida de negro que ponía en el grito su último vigor.
— ¡Abran la puerta!
En medio del silencio pareció abrirse paso un ruido sordo que salía del cuarto, dos respiraciones apretadas, zapatos que pisaban el suelo macizo.
— ¡Apagaron la luz!
—Se están matando en el oscuro.
El oficial hizo una seña al agente que llegó a su lado; cuando el agente regresó con un hacha y una barra, el oficial llamó de nuevo. Nadie adentro se acercó a la puerta. La mujer de negro miró al muchacho, miró al oficial, miró a la puerta. Después los ojos se sacudieron como si las miradas quisieran salir juntas.
— ¡Brutos! —dijo, y con sus manos abiertas se tapó lo que pudo de la cara. El muchacho se arrimó con la cabeza caída.
— ¡Véanla! —señaló alguien cuando el primer hachazo dio contra el borde de la chapa de gruesa llave. Unos rostros se empinaron sobre las cabezas para ver dos caminos de sangre que resbalaban debajo del portón y caían lentos al escalón del quicio. Ni una queja salía del cuarto, ni una protesta: sólo movimientos sordos, el jadeo de dos hombres en duelo a muerte.
Los de afuera empuñaron sus dedos violentamente como para no soltar el cuchillo que no empuñaban. Cuando la puerta crujió con más violencia al abrirse, empezó a crecer la sangre junto a una bota del teniente; la otra bota pisó el quicio, avanzó una mano en la oscuridad y soltó la luz.
De espaldas a lo que se volvió murmullo, el oficial ordenó al agente:
—Haga retirar a los demás.
Se fijó en el pañuelo lleno de sangre que todavía apretaban los puños de los cuerpos tendidos y que no soltaron con las cuchilladas. Sólo agregó, casi en silueta, la luz contra el poderío de su quijada:
—Estos dos ya se mataron.

20 septiembre 2011

La Venganza

Manuel Mejía Vallejo.


A veces trataba de olvidar que buscaba a un hombre para matarlo. Sin embargo, seguía de pueblo en pueblo, de hacienda en hacienda, con un odio que ya me cansaba los ojos.
—Se necesita querer mucho a una persona para buscarla tanto —opinó alguien.
—Tal vez odiarla mucho —dudó otro. Y a mi pregunta respondían: “¿Un gallero de cuarenta y cinco años? Hay tantos galleros de cuarenta y cinco años. En algún cruce tropezará con él”.
Por eso, continuaba trillando caminos de pueblo en pueblo, de finca en finca: tal vez esos caminos me han dañado: en ellos recogí emociones que me hicieron más hombre. O menos hombre, según se mire. A veces se pegaban dentro, sin maltratar; otras me incomodaban, se hacían cuerpos extraños, pero de nadie más, como remordimientos.
—A las ferias de Tambo irán los mejores galleros —dijo alguien.
Y cuando tuve la seguridad de que allí encontraría al que debía morir, con la yema de un pulgar probé largo rato la punta de mi cuchillo.
“Los mejores galleros…”. Desde pequeño me despertaban los cantos de los gallos, entre ellos crecía, ellos me fueron enseñando el camino del hombre. Diariamente mi madre les echaba maíz como si alimentara recuerdos. Días. Meses. Años.
—Deberías venderlos —le dije por decir.
Terca en la fidelidad a su pobre historia respondió:
—Él vendrá por sus gallos cualquier día. Aguilán sigue cantando.
Toda ella parecía irse al mirar por la ventana.
—”Mañana volveré. No hay uno igual” —le dijo el desconocido años atrás.
Nunca regresó el hombre por su gallo. Nunca regresó por ella.
Y se arrastró el tiempo, y Aguilán no atacó más su sombra, y se mellaron las espuelas, perdió las plumas negras de su cola roja, y una mañana el pico amaneció clavado en el polvo. Mi madre lloró, cortó las espuelas y las clavó en la pared, junto a las del desconocido. Pero otros hijos de Aguilán cantaron en los corrales y mi madre los crió empecinada.
—Algún día vendrá por ellos.
—No vendrá, madre.
— ¿Iba a dejar olvidado su mejor animal de pelea?
—Madre, ya murió. Aguilán está muerto.
—Qué sabe uno…
Este hombre se había dañado su destino, había dañado el mío. Desde que oí por primera vez el canto de los gallos, desde que una vez empezó a contestar dentro, como si aquel canto me perteneciera. Tardes y tardes pasé en los corrales espantando esa voz, pero el camino estaba marcado: también yo sería gallero.
(De ahí en adelante, la vida fue espuelas, crestas, picos, plumas. Plumas de rojo quemado. Plumas jaspeadas. Plumas saraviadas. Plumas de gallo peleador. Y seleccionaba los que a picotazos destruían su imagen en los charcos, los que atacaban su sombra y curvaban cuatro plumas negras en su cola roja. Al verme adiestrándolos, mi madre pronunciaba un “igual al otro” con vaivén de cabeza. Ignoré si se refería a mí o al gallo de turno).
Por instinto sabía volverlos más combativos. Ella observaba, se enteraba de que era el ganador en el vecindario, y de su silencio saltaban palabras que formaban parte de ese mismo silencio: “Tenía que ser así”. Porque yo estaba marcado. Como los gallos que nacen para matar o para morir peleando. Y no reclamaba. Sabía que alguien torció nuestro camino, que nosotros torceríamos el de alguien con o sin culpa.
Aunque la vida era amable al tender la soga a las reses en estampida, al oír el viento en la crin de los caballos, al sentir el olor de la madera, no dejaba de transferir mi odio, por eso, al lidiar toros y muletos duplicaba mi fuerza, imaginando que dominaba al desconocido.
Hasta los picotazos de mis gallos me vengaban; era él quien los sufría. “El día señalado nos veremos frente a frente, y morirá”, juré todavía niño. Y amolaba despaciosamente espolones y cuchillos mientras miraba a cualquier punto.
Días. Meses. Años.
Aún creo recordar el brillante sonar de las espuelas de mi padre sin figura, las de los vaqueros, las corvas espuelas de Aguilán. Cuando en las noches me tendía sobre la hierba, fijaba en una estrella los ojos, porque las estrellas me hacían rodajas metálicas. Entonces rayaba la hierba con los talones, vengativo.
Sin embargo, en ocasiones luchaba por resignarme a oír hablar a mi madre de cuando el desconocido le entregó el gallo y le dijo: “Es de la mejor cuerda, volveré…”.
Pero detrás de mi sombra decía: “hay que encontrarlo”. Porque al formarme en el odio tuve que aceptar el engranaje y vivir en mí mismo, como en casa ajena. Por lo menos esto había llegado a comprender: debía recorrer mi pesadilla, hundirme en cada hora como en el barro, llenar este espacio para el grito.
Y lo llené con odio, desde que oí cantar los gallos, desde que vi a mi madre echarles maíz, como si se desgranara, desde que me hice vaquero. Por eso, cuando dijeron: “Irán los grandes apostadores a las ferias de Tambo”, con una alegría cansada agarré camino, el gallo bajo el poncho veranero, entre el cinturón y mi piel el cuchillo, para el que un día prometió mentirosamente: “dejo el cuatroplumas en prueba de que volveré”. Porque desde esa promesa, mi madre no tuvo otra vida que la de Aguilán. Meses, años de diálogos sin objeto. “¿No oyes zumbar la candela?”. “¿No te lo dije? Es señal de que vendrá”, y descolgaba las espuelas del muro. Yo alzaba la voz al verla tan ingenua.
“Nadie llegará, madre. Estamos solos. ¡Solos!”.
Y nadie llegaría. Comíamos pan duro, comíamos silencios, duros, con la sopa sobre un mantel de cuadros amarillos y rojos, remendado una y cien veces junto a la ventana. Nunca la ausencia de aquel hombre dejó de llenar el rancho, nunca una alegría sin mancha llegó a nuestra mesa gris.
Y cuando las afueras del pueblo se hicieron pequeñas, salí lejos para ganar con qué apostar a mi gallo. Amansaba potros y muletos, arreaba ganado, organizaba tandas de cartas y dados, no perdía carnavales ni ferias, para decir cuando encontrara al desconocido: “Lo juego todo a mi gallo”.
En Aguilán habría de jugarme esa cosa amarga que era mi vida.
Y ahora el día estaba conmigo, con las primeras casuchas de Tambo a medio destruir por los terremotos. En las arenas del cauce saqué el gallo para darle aire, para que se desentumeciera y mandara un canto al rescoldo del mediodía.
Sobre un filón de lava una iguana se secaba al sol, tostado ya su color verde. Cuando le arrojé un pedrusco, se escabulló por el cauce. También en el pueblo estarían durmiendo como iguanas la siesta, sobresaltada por los cohetes. Cualquiera hora sería de siesta en la modorra de Tambo.
—Aguilán —dije levantándome—. Se acerca la hora.
Del pueblo rodaba el eco de una rara canción. “La cantará uno que no quiere llorar, ni morirse”, reflexioné avanzando por sobre troncos de lava: “Milagro que viva el pueblo tan cerca de un volcán”. Alguien aporreaba con un palo unos cueros contra dos armatostes. “Sirve de acompañamiento a la canción del loco”, pensé. Más adelante avanzaba un hombre de una sola mano —sería el sepulturero— con su pica al hombro, el muñón en la frente, para enjugarse. La sombra de la pica culebreaba en el suelo.
El camino de lava se volvió calle, en la calle había sol y frases de personas invisibles. “¿Lloverá está semana?”. “Qué ha de llover”. “Tal vez candela de volcán”. “Tal vez candela”.
A la sombra se despatarraban dos gallinas, un ala desplegada, la otra barriendo el polvo. Más adelante, la fonda de los galleros, así lo supuse por su nombre: El Gallo Rojo. Al llegar al portón, mi sombra se recostó en el suelo, como un largo cansancio. Sólo una muchacha aguardaba detrás de los estanques.
— ¿Qué se le ofrece? —preguntó con dejo de quien no está acostumbrado a ser amable por obligación. Un tablón chirrió con mi peso, con mi peso traqueteó el taburete. Las piernas se estiraron, sobresalieron las botas con polvo y barro seco. Resollé.
— ¿Qué desea?
Las cosas circundantes significaban más que la muchacha: eran mi prolongación.
—... El día señalado… —repetí, para mi venganza.
Los cascos herrados de un caballo negro al galope, brillaron sobre las piedras de la calle. Una de las gallinas salió corriendo, la otra apenas se rebulló.
— ¿Aquí se reúnen los galleros? —pregunté a la muchacha en lugar de responderle.
—Pronto llenarán esto —informó, sin largar un trapo con que aparentaba desempolvar los taburetes, y calculando mi estatura. Era denso el olor de ceniza. Volvió a retumbar el volcán.
—Feo ese animalón bramando cada cinco minutos —dije. Ella sopló un cadejo de pelo, que se le venía a la cara, y miró al cielo visible por un ángulo del techo.
—Dicen que el sol quema los pájaros en pleno vuelo. —Con las manos remedó alas que se quiebran—. Caen chamuscados al polvo.
En su presencia disminuía el sopor.
—Deme algo de beber —dije—. Y de comer, he caminado mucho.
Y ahora la observaba. Ella disimuló restregando el estante. Me pareció blanda la tarde: era como si tocara sus senos a la orilla de un río. Mientras servía, y para espantar mi fijeza, preguntó, refiriéndose al bulto bajo mi poncho:
— ¿También es gallero?
En su tono había esperanza de que lo negara; por eso dio la espalda cuando asentí, sin hablar. Algo mío, sin embargo, descansaba en la muchacha.
—Los martes de feria atiendo la fonda —dijo abanicándose—, porque mi papá sale a recoger galleros.
Galleros, cohetes, la cercana muerte… Los minutos empezaron a alargarse como si los estiraran de las puntas, como en las grandes esperas. En la trastienda hervía agua en una olla de barro. “Allí sancocharán los gallos que resulten muertos”, imaginé con fastidio. Un vaho extraño flotaba en derredor. No sé de dónde venía al pueblo tanto humo. “Candelas de verano”, pensé, aunque podía ser una sensación de olor.
— ¡Helados! —pregonaron en una esquina; la voz soplaba como viento. Por la calle pasaban bultos blancos, negroides, mestizos. Ninguno de ellos reflejó a mi madre, a su silencio junto a la ventana, a mí mismo.
—Pueblo raro —comenté por no callarme.
Alguien, lejos, tocaba un tambor. Recordé al que aporreaba los cueros de res en las afueras, la barriga de las iguanas y de los caimanes, un perro con el buche inflado de muerte.
—Es un pueblo con maldición —dijo retorciendo el trapo—. Él manda en este infierno. Él, y esta sofocación que no se larga.
El reverberar seguía llegando en el humo. Venía del almendro, del volcán, de los cohetes, de las piedras con matas de humo. Humo de verano. Candelas en las nubes.
— ¿Quién es Él?
—El cojo. Hace lo que le da la gana: en la fonda, en la gallera, en las ferias, en la comarca. Ya lo conocerá.
De cuando en cuando, voces gelatinosas, sin personas que las pronunciaran, hablaban de ganado, de las riñas, de la sequía, de asesinatos. Por una tapa asomaba un muñón de cacto. El reflejo del sol hería en los techos de zinc, en la pica de enterrador, que regresaba amenazando a un gañán con su mano ausente. La otra gallina de desperezó antes de escurrirse por un portillo.
— ¡Helados! —volvieron a gritar más cerca, pensé que con mi propia voz. La lengua de la muchacha recorrió los labios.
—Eran famosas las ferias de Tambo; la gente no volvió por miedo del cojo. Esto se llena sólo de tahúres y galleros… Siempre la misma canción. Está loco, el pobre.
— ¿De qué enloqueció?
—De miedo, dicen.
Dos cohetes estallaron en el cielo amarillo.
— ¿Miedo de qué?
Subió los hombros y mordió un mango que arrojó a un balde. Seguimos la trayectoria de la fruta.
—De Tambo, del volcán, del cojo: matan, hacen pesada la vida.
Cuando el mango dio contra el asiento del balde, aplaudió con asombro infantil, que borró al asomar otra iguana por la puerta del fondo.
— ¡Fuera, sapo estirado! —dijo aventándole el trapo. Sonreía a su reintegro—. De todas partes salen iguanas. ¡Qué pesadilla! —aclaró.
—Se creería un caimán.
Imaginaba que debajo de cada piedra y de cada raíz se encontraría un alacrán, que iguanas y ciempiés se turnarían los chinchorros de los niños, que el tiempo se medía en retumbos de volcán. Las noches de Tambo deberían jadear como perros con fiebre, como yo estaba por hacerlo, cuando advertí que la muchacha me observaba. Hice buches de aire.
—Tambo, los otros, dan lo mismo. Hombres, pueblos, gallos…
Miró como si abriera una puerta. Quizá le interesó este actuar y vivir alejado de mi vida, este aire que dice: todo venía señalado.
— ¿Ha viajado mucho? —preguntó dando una vuelta.
—Desde los doce años.
—Doce años. Ni gitano que fuera.
—Busco a un hombre.
—Debe quererlo mucho para buscarlo tanto tiempo.
—O aborrecerlo.
No le sonó esto. Harto de odios vivía Tambo para hablar de nuevos odios. Yo volví atrás un minuto. Cien caminos recorría, cien más en busca del desconocido. Llanos, colinas, cerros. Desde cada cerro veía más lomos cordilleranos. Y cada lomo cordillerano era como un inmenso vuelo de montes.
— ¿Ha pasado por los páramos? —preguntó.
—He vivido en páramos.
—Suena sabroso la palabra páramo. Es fría.
Viéndola sentía el sabor de la música en las tierras altas, parecida a viento y a lluvia sobre los árboles.
—Esta tienda es de mi papá —dijo al servirme—. Mi papá fue el mejor gallero.
Algo se sacudió violentamente en mí. También Aguilán se conmovió a la presión de mi mano. Y al oír que algunas personas se acercaban, mi cuerpo se enfrentó a la puerta, menos los ojos, que buscaban signos familiares en la joven. Sólo cuando el ruido estuvo a pocos metros, retiré de la muchacha mi vista. La suya me seguía, en guardia. Escuchábamos el brillo de las espuelas en las piedras, el cambio de los pasos: sobre el cascajo, sobre el chasquido de los cuescos de coco, sobre la acera. Pasos pesados contra el maderamen, a la sombra.
Bajo los sombreros, diez rostros fueron llenando la fonda: parecían empotrados en el sonar de los tacones. La sensación del humo aumentó con sus cigarros, con las rodajas de sus espuelas, que sacarían chispas si chocaran en unos ijares.
—Ya está, muchacha —le dijo un cincuentón, indicándole que podía salir, y se situó tras los estantes para servir aguardientes a los recién llegados. El sudor resbalaba en pequeños arroyos.
Llevé el pañuelo a mi frente, aliviado porque no podía ser este el tipo a quien buscaba. Cuando la muchacha retiró mis trastos, susurró:
—Quiero que gane su gallo.
Bajo mi poncho apreté una mano que no existía.
— ¿Hablaremos después? —pregunté, señalando vagamente el cañaduzal.
Ella ladeó las pestañas, creo que ofendida, y salió a la calle. Cerré los ojos para oír mejor sus pisadas. Mi mano pasó del cuchillo a las plumas de Aguilán. Sobre ellas aprendía a perdonar viejas historias.
— ¿Qué traes escondido, forastero? —preguntaron insolentemente desde un grupo.
—Un gallo de pelea —contesté, con ganas de levantarme para seguir a la joven. Ellos removieron sus taburetes. El tablón chirrió con mi peso.
— ¡Helados! —gritó un negro, que arrastraba su carretilla blanca y sucia, pero continuó su camino al ver a los buscapleitos. No pensé: “Va un negro vendiendo helados”, sino: “Lo chamuscó el sol”. Únicamente al rato volvió a oírse el pregón, como una tinaja de agua sobre carbones al rojo. Y con el pregón, el golpe de un palo contra seis cueros de res.
—Dice que trajo un gallo de pelea —se burló uno, haciendo sonar la rodaja de su espuela. Los otros aflojaron el barboquejo, empujaron atrás los sombreros y dejaron colgar las manos cerca de cualquier empuñadura.
El trato con gallos de riña me enseñó a manejar el cuchillo y a conocer a los hombres: aquellos tenían ganas de matar. Yo quería seguir a la muchacha, mi pelea no debía ser con ellos. Por eso les dije, al pisar el escalón de salida y quebrar con la suela un cuesco de algarroba:
—Nos veremos en la gallera.
Caminé en dirección del cañaduzal, la cara hacia los pedregales del volcán, donde crecían para las nubes unas matas de humo. Y cuando me perdí con la muchacha, el sol tumbaba el humo, tumbaba las sombras contra el suelo rajado.
Lejos cantaban la extraña canción.

* * *

Al contacto de mi mano, las plumas de Aguilán tenían la aspereza de las hojas, de la caña, la suavidad que tenía la piel de la muchacha al sol de Tambo.
En los muros agrietados se retorcían millares de alacranes, de arañas, de lagartijas. Observaba las rajaduras en las tapias desconchadas, sus costillares de guadua y cañabrava, una tira de papel inmóvil en una alta viga; si se hubiera movido, se habría refrescado. Pero en Tambo no entraba brisa, entraban el humo, el chillar de los grillos de verano, el golpe del tambor.
Desde hacía rato me había apostado en la última grada de la gallera. Observaba a la gente, las telarañas, las grietas dejadas por los terremotos.
Desde mi sitio distinguiría al desconocido, entre mil pasos los pasos suyos, el color de sus botas, el sonar de sus espuelas. Siempre las soñé. “Madre, quiero medírmelas”. “Cuando crezcas, hijo”. Tal vez ella pensara que eran espuelas para andanzas sin retorno. Únicamente pude calzarlas, cuando el tiempo de la venganza se hizo caminos. Uno de esos me llevó a Tambo, donde esperaba alerta la hora señalada.
Cuatro bancas abajo, el grupo de la fonda echaba pullas, que yo desoía y que se interrumpieron al entrar un hombre alto y cojo.
Algo cojeó en mí al comprender que ese era el desconocido, a quien busqué durante quince años, a quien atisbó mi madre, desde una ventana al camino, sin pasos de regreso.
Mis manos se volvían puños bajo el poncho. Cojo y alto. Para encontrarlo, una vida entera. Al verlo no me dije: “Tiene una pierna más corta que la otra”, sino: “Tiene una pierna más larga”. Largas, gruesas aun la recogida, rematada en bota de triple tacón. La cojera hacía parte de su mismo vigor, le infundía una insolente superioridad física.
Los otros le fueron abriendo paso, porque veían un jefe en la presencia golpeante, en el ancho cinturón de dos hebillas, en sus manazas terminadas en un zurriago de arriero.
—Dice que trajo un gallo —señaló uno del grupo. El Cojo se quedó mirándome. Algo cojeó también con vigor en su mirada; parecía descubrir un recuerdo.
—Le podríamos casar pelea con mi gallina —invitó el de bigotes ahumados, en voz alta, porque la bulla impedía escuchar. Miré sin mover los párpados, hasta que metió las manos entre los botones de la camisa para ventear el sudor pegajoso. Algo volvió a cojear en el recién llegado. No dejaba de fijarme en su chaqueta, en su mandíbula, en sus ojos fuertes. Lo veía, las espuelas en la noche, veía a mi madre, veía el apego a su pobre historia, su dolor remendado una y cien veces la desolación de la mesa gris. “Hijo, ¿no oyes zumbar la candela?”.
—El joven no nos quita la vista —dijo el Cojo silabeadamente, interesado en mi postura. Porque siempre fui de ojos y labios tranquilos, nunca las manos tuvieron más afán, tampoco las piernas lo tuvieron.
—Si nos mostrara el pollo, hasta le permitiríamos sacarlo al redondel —agregó, queriendo decir que había esperado mucho. Trazó una raya con el herrón del zurriago y se dirigió guasonamente al de bigotes ahumados:
— ¿Qué edad tiene tu gallina?
El otro se pavoneó, porque el jefe lo determinaba en público.
—Pues ya están canosas las plumas.
—Entonces puede que le aguante el pajarraco del amigo.
La risa ocultó otra expresión. Sonreía como si mirara un recuerdo. Mi seguridad lo hacía replegarse dentro de sí mismo, agazaparse para el salto que nunca se da. Tal vez este aire de hombre libre contribuyó a contenerlo.
Después de desatar un nudo, el Cojo se puso a desenrollar el rejo que cubría el zurriago. Su lentitud amenazadora al desenvolverlo anunciaba castigo. Con la punta ya libre latigueó sus pantalones.
— ¡Eh, usted, forastero! —gritó dando un bastonazo a la valla del redondel. Seguramente para hacerse notar había herrado los tacones de sus botas y el extremo de su bastón. Los ojos giraron contra mí. Varios se carcajearon, para descansar, por cualquiera exclamación chabacana. El Cojo dirigió las risas de sus secuaces. Por un momento, la gallera se carcajeó a una orden no impartida. Sonreía, antes de remedar el vozarrón del hombre, todavía de espaldas:
— ¡Eh, usted, Cojo!
Se le vio el aturdimiento. De un golpe se cerraron las bocas. Tal vez porque yo podía tener oculto en mi poncho un puñal, o una hachuela, o un revólver con el gatillo a punto, su reacción se redujo a tres palabras escandalosas:
— ¡Aquí lo espero!
— ¿Por qué no sube usted? —rechacé—. Con tantos berridos asustará a los gallos.
Afirmó en la mano el zurriago y saltó ágilmente la primera grada. Al entrar en un parche de sol el polvo se convirtió en mil insectos espantados por la luz.
Todos dependían de mí, del gamonal.
— ¿Quiere verme cojear, forastero?
—No —contesté—. Ya lo vi cojeando, y lo hace muy bien.
Advertí que echaba al suelo no su cojera sino su manera de explotarla, su agresividad respaldada en ella. El público estrechaba más. Arreciaba el calor, arreciaban los golpes contra los cueros de res, arreciaba el bramido del volcán.
—Le salió respondón el muchacho —comentaron.
Ante la merma de su autoridad, el Cojo se plantó, agresivo el tono por mi impasibilidad.
—Forastero, ¿va a sacar el gallo?
—No —respondí secamente—. No quiero mostrarle el gallo.
El silencio fue como si oyeran algo pesado que estuviera por caer encima.
— ¡Helados! —volvió el pregón del negro, calle arriba. La rueda metálica de su carretilla debía de sacar chispas al cascajo.
Quietas seguían las alas de los pájaros y la cinta de papel. El humo de verano seguía quieto. El Cojo saboreaba la prolongación de la escena, jugaba con los nudos del zurriago asegurado a su muñeca por una trenza de cuero.
— ¿Qué opinan? —se dirigió a los suyos preparando un salto grande—. No lo muestra.
—Deberíamos averiguar por qué —intervino el de bigote, provocador en el arrastrar de las letras y en el sobar la canana con la palma de sus manos. Como si rastrillara un fósforo en un reguero de pólvora, el Cojo hizo la pregunta.
—Y… ¿nos diría siquiera el nombre para empezar?
Enrollaba el rejo en sus manos, lo volvía a desenrollar. Sonreía como si golpeara. Mis ojos rozaron como espuelas sus mejillas. De un manotazo sacudió el raspón, brincando con ayuda del zurriago la primera grada.
—Es una historia fea —empecé con desaliento. Un cohete dibujó en el aire una alta palmera de humo. Si hubiera estallado el volcán, me habría importado poco. El Cojo avanzó desenrollando el rejo. Era inaguantable la tensión. Yo calculaba el estilo de su ramalazo, la manera de esquivarlo, y asegurar efectividad al cuchillo.
— ¡Déjenlos solos! —reclamaron voces dispersas cuando intentaron atacarme. Los secuaces advirtieron un atrevimiento no acostumbrado y se aquietaron después de consultarse. El Cojo entendió que la hora había llegado.
— ¡Eh! —le habló al de bigotes ahumados en tono falsamente suave: contémosle cómo nos abandonó el Bruto.
Con un índice el otro fue echando más atrás el sombrero hasta despejar la frente; el índice imitó un cañón de revólver.
—Pues cuando se dio cuenta de que no obedecía él mismo se lo fue disparando.
—Pero —volvió el Cojo, marrullero—, ¿por qué se lo dispararía?
El de bigotes alzó un hombro, con la navaja rebanó un trozo de caña.
—Ya estaba en edad de morirse. —Fingió expresiones de lástima cuando remató: —Feo se veía el hueco en la frente.
Esperaron a que surtiera efecto la amenaza. Pero siempre hay palabras que detienen puñaladas o disparos. Yo tenía las mías:
—Aguilán se llama este gallo…
El asombro del Cojo empujó mi voz lenta como su peso, ahora condescendiente.
—Yo quería ponerlo Gavilán; mi madre quería ponerlo Águila. Al fin lo pusimos Aguilán: un viejo nombre, mezcla de gavilán y águila.
Se detuvo, y con él sus matones. Envejeció dos años o veinticuatro. Toda mi edad lo derrumbó. Mi edad más nueve meses. Por un momento creí sorprenderle una buena mirada. Tal vez fuera posible… Los otros se extrañaron de la impasibilidad mía, del repentino balbuceo del Cojo y de su grito:
— ¡Tengo que ver ese gallo!
Había convertido en látigo el rejo para castigar su pasajero temblor. Me lo disparó desde los tres metros. No fue difícil evitar la marca en el rostro y dar con el rejo una vuelta en mi muñeca, dejando libre el pulgar. Así, mil veces tumbé potros y toros en mi trabajo de vaquero y amansador. Lo mismo pasó con el Cojo: de un formidable jalón le hice saltar la grada restante. Los del grupo se movían como si tascaran frenos.
—No saldrá vivo, forastero —exclamó hecho un nudo de músculos rabiosos, y se irguió con agilidad de puma.
“No saldrá vivo…” Podía ser. Vivo. Muerto. Alguna tumba debería estar cavando la pica del enterrador.
— ¡Tengo que ver ese gallo! —repitió. Pero al querer rasgar el poncho, con la hoja de mi puñal le hice un chisguete en el cinturón. Paró en seco, arqueando el vientre para evitar que le hundiera el cuchillo. Dije sereno, pendiente de su bastón y señalando con la barba el cuchillo:
—Así son las espuelas de Aguilán.
—... Como aceros afilados… —Pareció recordar, esquivando el cuchillo. Dos o tres clientes sacaron sus armas, pero el Cojo movió los dedos para que de nuevo llenaran sus estuches. No era de ellos la pelea.
El público dejó de vociferar, apretujado contra nosotros. Algunos cargaban todavía sus gallos. Gotas de sudor salpicaban la frente del Cojo y la mía.
—Está jugando con ventaja, forastero —dijo. Solamente él y yo sabíamos lo que quería decir: al insinuarle que él era mi padre, neutralizaba su poder, lo ponía en ridículo delante de un pueblo sometido a su crueldad.
— ¿Y quién no ha jugado con ventaja? —Señalé a los matones—. ¿Usted? —Le inquietaba mi mano serena, su limitación para arrastrarme, estas burlas temerosamente echadas de contrabando:
—Perdió los estribos el gran Cojo. El forastero ni soltó el gallo tapado.
—Se le cuajó la sangre al viejo guapetón.
Comprendí hasta qué punto lo odiaban, pero aquella solidaridad conmigo me pareció cobarde. Él viró con desprecio en redondo, volvió a enfrentárseme y ordenó para dejar la decisión a los gallos:
—Traigan a Buenavida.
Dos hombres salieron por una puerta falsa. Con mi cuchillo corté el rejo tenso entre mi puño y su muñeca. Mi vida se había hecho para este momento.
Uno de sus incondicionales le trajo una jarra con agua. Al beber regó parte del líquido. Con el dorso de un brazo restregó la barba mojada y vació el resto del agua en la cara y en la muñeca sangrante.
— ¿Cómo quiere la apuesta? —preguntó resollando—. Por algo trajo el gallo tapado.
—Para destaparlo al mejor apostador y al mejor gallo.
Al levantarme palmoteé mis pantalones. El polvo se regó como el golpe de los aletazos en el ruedo, a medida que bajábamos grada por grada, frente a frente, con lentitud, dueño cada cual de los movimientos acompasados del otro, de sus intenciones más ocultas.
El descenso fue un espectáculo para los galleros, que hacían comentarios exagerados, casaban apuestas, abrían camino para que el Cojo y yo entráramos en el ruedo. Su gallo vino en manos de los dos hombres, lo recibió sin acreditarlo ni apartar de mí su intención. Podría jurar que no me veía a mí sino todo lo que detrás de mí pudiera referirse a él. Tal vez una escena de muchos años atrás., cuando entregó un gallo a una mujer y le dijo: “Es de la mejor cuerda, volveré por él”. Gallos, pueblos, mujeres. Un rancho en las afueras, un par de espuelas plateadas, vagabundaje sin regreso… Yo saqué lo que llevaba para apostarlo. Muchos ojos brotaron, se acabaron los silencios que aún quedaban.
— ¡Es un dineral! —exclamaron al ver en el suelo el producto de mis años de preparación.
— ¡Nunca vimos una apuesta igual por estos rumbos!, ni la volveremos a ver.
Crecían las suposiciones sobre el porte de mi gallo, sobre mi procedencia. “Al diablo se parece”, dijeron. Y refiriéndose al Cojo: “¿Qué le pasará?”. Él clavó a un lado el zurriago y habló sin importarle el dinero:
—Destápelo, joven. —Otro brinco lo colocó en mejor posición —. Le enseñaré de gallos y de hombres.
Nada respondí. Pero sus palabras me hicieron cantear el poncho y destapar el gallo.
— ¡Aguilán! —exclamó al verlo, y desde ese momento no dejó de mirarme. Era como si en un espejo empañado tratara de reconocer un rostro que pudo ser el suyo. Los movimientos empezaron a ser mecánicos, tenían un extraño agotamiento. Recordé los gallos perdidosos, un viejo gavilán que un día cayó muerto, se sus alas a unas pencas de cabuya.
—Cola roja, cuatro plumas negras —recité masajeando suavemente al animal, fijos los ojos en el Cojo—, corto el pico, largas las espuelas. Hay que saber de gallos y de hombres.
Nuevas cabezas asomaban por sobre otros espectadores, más silencios y más voces acabaron de embrutecer la gallera. El volcán, los cueros de res, la absurda canción. El Cojo y yo callábamos frente a frente, separadas las piernas, arqueados hacia adelante, en las manos los gallos listos para el careo.
— ¡Doble contra sencillo a Buenavida! —borbotó el de bigotes. Quería en realidad apostar a su dueño. La gente volvió a pensar en desafíos:
— ¡Cinco a uno mando yo!
— ¿También le llegaría la hora?
El cojo les tiró una mirada con el grito:
— ¡Aparo todas las apuestas!
El amo de Tambo recuperaba energías, levantaba su vigorosa cojera. Era digno de un odio grande: pensé en la agria soledad de mi madre, en sus ojos fatigados, en sus sienes, en su frente de edad sin medida. La veía en las tareas humildes: cuando amasaba los puños de cacao; cuando tendía ropa en la cerca; cuando echaba maíz a los gallos; cuando asaba tortillas al zumbar de la leña verde… Y un pañuelo doblado nerviosamente, y tres fotografías borrosas, y un olor de cebollas y humo, y una fonda gris, y un mantel a cuadros, y otros olores inocentes, con bondad temerosa. Por eso, mi cuchillo buscaba dirección. Al frente estaba el culpable. ¿Culpable de qué? —Llegué a preguntarme— ¿De ser hombre?
La agresividad de Aguilán también fue rápida. Apenas si nos dimos cuenta de cuando los gallos levantaron humazos de polvo y se arrancaron tres plumas en los revuelos iniciales. Sin embargo, yo sentí en mí los picotazos de Buenavida, en el Cojo los espolonazos de Aguilán. Sólo una vez el hombre se fijó en mi cuchillo, sólo una vez observé cómo los nudos de sus dedos se blanqueaban en el zurriago. Continuaba llegándonos el barullo que nos rodeaba, los tropezones de los gallos sobre la arena chisgueteada.
Los picos entreabiertos decían la fatiga en la pelea. A cada segundo las espuelas eran más lentas en el ataque. Los ojos saltaban de la arena a nosotros, de nosotros a las espuelas. Puñal, zurriago, picos. Yo miraba los gallos, veía al Cojo. En un minuto debería tomar la decisión más importante de mi vida. Pero es difícil volcarse en un acto, así sea el más importante. Y no podía retardar la decisión, aunque forzarla seria desmentirla.
—Todas las mañanas ella le echaba maíz —dije con voz que apenas se oía, ronca.
— ¿Quién es ella?
Le contestó mi silencio, le contestó el suyo. Nos llegaban lejanos, los aletazos en el aire. Con el puño de una mano restregué la palma de la otra.
—Ella esperaba. Ella rezaba.
— ¿Rezaba? —contrajo las cejas peludas. Las levantó.
—Era su manera de no gritar.
Hizo amargos signos de aceptación.
—Desde cuando yo estaba niño ella me decía: “Algún día volverá”. Pero él nos torció el camino, el rancho estuvo sin hombre. Hasta que juré vengarme.
—El odio nos vuelve hombres —dijo sin convicción. La punta del zurriago trazó rayas en la arena. No quise decirle que ella había muerto. De todas maneras, para él nunca existió. Excepto ahora, cuando la vida la había matado.
—Los caminos nos pierden —añadió. Su voz se diluía entre los últimos aletazos. La punta de su lengua asomó entre los dientes; allí se quedó esperando las palabras, que salieron al fin solas, duras:
—Son torcidos todos los caminos que andamos.
No sé qué quiso decir. Era como si le hundieran muchas espuelas. El bordón se aflojó en sus manos, el cuchillo se desgonzó en las mías. Sus párpados se apagaron un poco; yo también tenía miedo de imaginar que dentro de unos segundos él yacería entre los brincos finales de los gallos, que mi mano limpiaría la sangre del cuchillo en las plumas rojas de Aguilán, en sus cuatro plumas negras.
Pero de pronto en el Cojo no vi más que un hombre, sólo un hombre, también desamparado, sin otro camino que el de la muerte. Cuando muriera le quebrarían la pierna mala a la altura de la rodilla para acomodarla en el ataúd. Me dolieron sus canas, su pierna contraída, sus arrugas, el zurriago nudoso, la gruesa bota de cuero crudo; lo supuse muy cercano a mí, con sus angustias. También él vivió trago a trago la vida, resistió el contragolpe de las propias acciones, el sabor a ceniza de cada jornada. También a él le gustaría el olor de la madera, el canto de los sinsontes, los campos sembrados después de la lluvia… Y también él tendría que morir… ¿Debería yo matarlo? Me estragaba tanta crueldad. Revólveres, puñales, espuelas. Maldita la gracia de vivir. Sentía una rabiosa piedad por todos los seres caídos. Y el Cojo era uno de ellos.
— ¡Lo mató! ¡Lo mató! —gritaron en la gallera cuando Aguilán se empinaba sobre Buenavida y cantaba despiadadamente. Me levanté, cogí mi animal, que dejó en las palmas de las manos sangre a medio coagular, y al salir clavé en el polvo mi cuchillo. El Cojo se quedó inmóvil, mirando, sin ver, la hoja que brillaba junto a las espuelas de su gallo muerto.
Cuando salí a la calle, el sol comenzaba a clavarse tras la cordillera. Unos gallinazos que planeaban sobre ella parecían pavesas de incendio. Dentro de la gallera se quemaban los últimos gritos, se quemaban los últimos silencios.
Algo de mi padre se estremeció en mí cuando vi a la muchacha a la entrada del cañaduzal. Me quedé mirándola con tristeza, con la vieja tristeza de mi madre. Únicamente dije:
—Estoy cansado.
Creo que le dolió mi fatiga.
—Aquí dejo este gallo en prueba de que volveré. Es de la mejor raza. —Y Salí pisando la sombra por el camino seco y solo. Me pareció que iba llorando.

20 agosto 2011

El gallo de oro

Juan Rulfo


Amanecía.
Por las calles desiertas de San Miguel del Milagro, una que otra mujer enrebozada caminaba rumbo a la iglesia, a los llamados de la primera misa. Algunas más, barrían las polvorientas calles.
Lejano, tan lejos que no se percibían sus palabras, se oía el clamor de un pregonero. Uno de esos pregoneros de pueblo, que van esquina por esquina gritando la reseña de un animal perdido, de un niño perdido o de alguna muchacha perdida... En el caso de la muchacha la cosa iba más allá, pues además de la fecha de su desaparición, había que decir quién era el supuesto sujeto que se la había robado, y dónde estaba depositada, y si había reclamación o abandono de parte de los padres. Esto se hacía para enterar al pueblo de lo sucedido y que la vergüenza obligara a los fugados a unirse en matrimonio... En cuanto a los animales, era obligación salir a buscarlos, si el reseñar su pérdida no diera resultado, pues de otro modo no se pagaba el trabajo.
Conforme se alejaban las mujeres hacia la iglesia, la reseña del pregonero se oía más cercana, hasta que, detenido en una esquina, abocinando la voz entre sus manos lanzaba sus gritos agudos y filosos:
“Alazán tostado... De gran alzada... Cinco años... Orejano... Señalado en el anca... Fierro en ese... Falsa rienda... Se extravió el día de antier en el potrero Hondo... Propio de don Secundino Colmenero... Veinte pesos de albricias a quien lo encuentre... Sin averiguatas...”
Esta última frase era larga y destemplada. Después iba ‘más allá y volvía a repetir el mismo estribillo, hasta que el pregón se alejaba de nuevo y luego se disolvía en los rincones más apartados del pueblo.
Quien así ejercía este oficio era Dionisio Pinzón, uno de los hombres más pobres de San Miguel del Milagro. Vivía en una casucha desvencijada del barrio del Arrabal, en compañía de su madre, enferma y vieja, más por la miseria que por los años.
Y aunque la apariencia de Dionisio Pinzón fuera la de un hombre fuerte, en realidad estaba impedido, pues tenía un brazo engarruñado quién sabe a causas de qué; lo cierto es que aquello lo imposibilitaba para desempeñar algunas tareas, ya fuera en el trabajo de obras o en el cultivo de la tierra, únicas actividades que había en el pueblo. Así que acabó por no servir para nada o al menos para granjearse este juicio. Se dedicó pues al oficio de pregonero, que no necesitaba del recurso de sus brazos y el cual desempeñaba bien, pues tenía voz y voluntad para eso.
Nunca dejaba un rincón de San Miguel del Milagro sin su clamor, ya fuera trabajando por encomienda de alguien, y si no, buscando la vaca motilona del señor cura, que tenía la mala maña de arrendar para el ceno cada vez que veía abierta la puerta del corral del curato, lo que sucedía con demasiada frecuencia. Y aun cuando no faltaba algún desocupado que al oír la reseña se ofreciera para ir en busca de la mentada vaca, había ocasiones en que el mismo Dionisio se obligaba a hacerlo, recibiendo en cambio, unas cuantas bendiciones y la promesa de ir a cobrar en el cielo el pago de su acomedimiento.
Así y todo, con ganancia o sin ella, su voz no se opacaba nunca, y él seguía cumpliendo, porque a decir verdad, no le quedaba otra cosa que hacer para no morirse de hambre. Y aunque no siempre llegaba a su casa con las manos vacías, como en esta ocasión en que tuvo el compromiso de reseñar la pérdida del caballo alazán de don Secundino Colmenero desde temprana hora hasta muy entrada la noche, hasta sentir que su pregón se confundía con el ladrido de los perros en el pueblo dormido; y como quiera que en el transcurso del día no había aparecido el caballo, ni hubo nadie que diera razón de él, don Secundino no le rindió cuentas hasta no ver a su animal sesteando en el corral, ya que no quería echarle dinero bueno al malo; pero para que el pregonero no se desanimara y siguiera gritando su pérdida, le adelantó un decilitro de frijol que Dionisio Pinzón envolvió en su paliacate y llevó a su casa ya mediada la noche que fue cuando llegó, lleno de hambre y de cansancio. Y como otras veces, su madre se las arregló para prepararle un poco de café y cocerle unos “navegantes” que no eran más que nopales sancochados, pero que al menos servían para engañar el estómago.
Pero no siempre le iba mal. Año con año para las fiestas de San Miguel, se alquilaba para anunciar los convites de la feria. Y allí lo teníamos, delante de los sonoros retumbos de la tambora y los chillidos de la chirimía, ahuecando sus templados gritos dentro de una bocina de cartón, anunciando las “partidas”, los “coleadores”, las tapadas y de paso todas las festividades de la iglesia, día tras día del novenario, no sin dejar de mencionar los espectáculos de las carpas o algún ungüento bueno para todo. Mucho más atrás de la procesión que él encabezaba, lo seguía la música de viento, amenizando los ratos de descanso del pregonero con las desafinadas notas del Zopilote Mojado. El desfile terminaba con el paso de las carretas, adornadas de muchachas, bajo arcos de carrizo y milpas tiernas.
Entonces era cuando Dionisio Pinzón se olvidaba de su vida llena de privaciones, pues caminaba contento guiando el convite, animando con gritos a los payasos que iban a su lado maromeando y haciendo cabriolas para divertir a la gente.
*
Uno de esos años, quizá por la abundancia de las cosechas o a milagro no sé de quién, se presentaron las fiestas más bulliciosas y concurridas que había habido en muchas épocas en San Miguel del Milagro. De tal modo se prendió el entusiasmo, que dos semanas después seguían rifando las partidas y las peleas de gallos parecían eternizarse, a tal punto, que los galleros de la región agotaron sus perchas y aún tuvieron tiempo de encargar otros animales, cuidarlos, entrenarlos y jugarlos. Uno de los que hicieron eso fue Secundino Colmenero, el hombre más rico del pueblo, el cual acabó con su gallera y perdió en las dichosas tapadas, además de su dinero, un rancho lleno de gallinas y 22 vacas que eran toda su propiedad. Y a pesar de que al final recuperó algo, lo demás se le fue por el caño de las apuestas.
Dionisio Pinzón se las vio bien apurado para cumplir con tanto trabajo. Ya no de pregonero, sino de gritón en el palenque. Consiguió acaparar casi todas las peleas y los últimos días se le oía la voz cansada, mas no por eso dejó de anunciar a grito abierto los mandatos del Sentenciador.
Y es que las cosas habían ido tomando altura. Llegó la hora en que sólo se enfrentaban plazas fuertes, con asistencia de jugadores famosos venidos desde San Marcos (Aguascalientes), Teocaltiche, Arandas, Chalchicomula, Zacatecas, todos portando gallos tan finos que daba pena verlos morir. Y venidas de quién sabe dónde, hicieron su aparición las “cantadoras”, tal vez atraídas por el olor del dinero, pues antes ni por asomo se habían acercado a San Miguel del Milagro. Al frente de ellas venía una mujer bonita, bragada, con un rebozo ametalado sobre el pecho y a quien llamaban La Caponera, quizá por el arrastre que tenía con los hombres. La verdad es que, rodeadas por un mariachi, hicieron con su presencia y sus canciones que creciera más el entusiasmo de la plaza de gallos.
El palenque de San Miguel del Milagro era improvisado y no tenía capacidad para grandes muchedumbres. Se aprovechaba para esto el corral de una ladrillera, levantándose un jacalón techado a medias de zacate. El anillo estaba hecho con láminas de tejamanil y las bancas que lo rodeaban y donde se acomodaba el público, no eran más que tablones apoyados en gruesos adobes. Con todo, ese año se habían complicado un tanto las cosas, pues ni quien se imaginara que se iba a acumular tamaña concurrencia. Y, por si fuera poco, se esperaba de un momento a otro la visita de unos políticos. Para esto, la autoridad ordenó se desalojaran las dos primeras filas, que permanecieron vacías hasta la llegada de aquellos señores y aún después, pues apenas si eran dos, aunque cada uno con su correspondiente compañía de pistoleros. Estos se acomodaron en la segunda fila a espaldas de su jefe correspondiente, y ellos dos, en la primera, frente a frente, separados por el anillo. Y en cuanto dieron principio las peleas, se dejó ver que aquel par de entejanados no se llevaban bien. Parecían haber ido allí por alguna vieja rivalidad, pues no sólo demostraban en lo personal sino en las mismas peleas. Si uno de ellos tomaba partido por un gallo, el otro dejaba caer su favor en el contrario. Así, hasta que los ánimos se fueron acalorando, ya que ambos querían que sus gallos ganaran. Pronto vino la desavenencia: el perdedor se levantaba y con él todo el grupo de sus acompañantes y esto era comenzar a lanzarse uno al otro pullas y amenazas que coreaban los pistoleros retando a los pistoleros de enfrente. Aquel espectáculo de los dos grupos al parecer enfurecidos, acabó por retener la atención de todo el público, que esperaba sucediera algún alboroto entre aquellos sujetos que no perdían la oportunidad de sacar a relucir lo mucho que tenían de valientes.
No tardaron algunos en abandonar el palenque ante el temor de que fuera a producirse una balacera. Pero no sucedió nada: Al terminar la pelea, los dos políticos salieron de la plaza de gallos. Se encontraron en la puerta. Allí ambos se tomaron del brazo, y más tarde, se les vio bebiendo juntos en un puesto de canelas, en unión de las cantadoras, de sus pistoleros que parecían haber olvidado sus malas intenciones, y del Presidente Municipal del pueblo, como si todos estuvieran celebrando su feliz encuentro.
*
Pero volviendo a Dionisio Pinzón, fue en esta mentada noche cuando le cambió su suerte. La última pelea de gallos hizo variar su destino.
Se jugaba un gallo blanco de Chicontepec contra un gallo dorado de Chihuahua. Las apuestas eran fuertes y hasta hubo quien se mandara con cinco mil pesos y todavía diera tronchado yéndole al de Chihuahua.
El gallo blanco resultó “cocolote”. Aceptó pelear al ser careado; pero ya suelto en la raya se replegó ante las primeras embestidas del dorado a uno de los rincones. Y allí se estuvo, agachada la cabeza y las alas mustias coma si estuviera enfermo. Así todo, el dorado fue hasta donde estaba el blanco a buscarle pelea; la golilla engrifada y las cañas pisando macizo a cada paso que daba alrededor del correlón. El “cocolote” se replegó aún más sobre la valla reflejando cobardía, y más que nada, intenciones de huir. Pero al verse cercado por el de Chihuahua, dio un salto tratando de librarse de las acometidas del dorado y fue a caer sobre el espinazo tornasol de su enemigo. Aleteó con fuerza para sostener el equilibrio y al fin logró, al querer desprenderse de la trabazón en que había caído, romper con la filosa navaja de su espolón un ala del dorado.
El fino gallo de Chihuahua, cojitranco, atacó sin misericordia al “alza pelos” que se retiraba a su rincón en cada acometida; pero hacía uso de su medio vuelo al sentirse cercado. Así una y otra vez, hasta que, no pudiendo resistir el desangre de su herida, el dorado clavó el pico, echándose sobre el piso del palenque, sin que el blanco hiciera el más mínimo intento de atacarlo.
De este modo, aquel animal cobarde ganó la pelea, y así fue proclamado por Dionisio Pinzón cuando gritó:
—¡Se hizo chica la pelea! ¡Pierde la grande! enseguida añadió—: ¡Aaa-bran las puertas...!
El amarrador de Chihuahua recogió a su gallo malherido. Le sopló el pico para descongestionarlo y trató de que el animal se sostuviera sobre sus patas. Pero al ver que volvía a caer, apeñuscado como una bola de pluma, dijo:
—-No queda más remedio que rematado.
Y ya estaba dispuesto a torcerle el pescuezo, cuando Dionisio Pinzón se atrevió a contenerlo:
—No lo mate —le dijo—. Puede curarse y servirá aunque sea para cría.
El de Chihuahua rió burlonamente y le arrojó el gallo a Dionisio Pinzón como quien se desprende de un trapo sucio. Dionisio lo alcanzó a coger al vuelo, lo arropó en sus brazos con cuidado, casi con ternura y se retiró con él del palenque.
Al llegar a su casa, hizo un agujero debajo del tejabán y, auxiliado por su madre, enterró allí al gallo, dejándole sólo la cabeza de fuera.
*
Pasaron los días. Dionisio Pinzón vivía únicamente preocupado por su gallo, al que llenaba de cuidados. Le llevaba agua y comida. Le metía migajas de tortilla y hojas de alfalfa dentro del pico, esforzándose por hacerlo comer. Pero el animal no tenía hambre, ni sed, parecía tener solamente ganas de morirse; aunque allí estaba él para impedirlo, vigilándolo constantemente sin despegar sus ojos de los ojos semi-dormidos del gallo enterrado.
Con todo, una mañana se encontró con la novedad de que el gallo ya no abría los ojos y tenía el pescuezo torcido, caído a su suelto peso. Rápidamente colocó un cajón sobre el entierro y se puso a golpearlo con una piedra durante horas y horas.
Cuando al fin quitó el cajón, el gallo lo miraba aturdido y por el pico entreabierto entraba y salía el aire de la resurrección. Le arrimó la cazuela del agua y el gallo bebió; le dio de comer masa de maíz y la tragó en seguida.
Pocas horas después, pastoreaba a su gallo por el asoleadero del corral. Aquel gallo dorado, todavía cenizo de tierra que, a pesar de derrengarse a cada rato por faltarle el apoyo de su ala quebrada, daba muestras de su fina condición, irguiéndose lleno de valor ante la vida.
*
Pronto sanó también del ala. Aunque le quedó un poco más levantada que la contraria, aleteaba con fuerza y su batir era brusco y desafiante al alumbrar cada mañana.
Pero por ese tiempo murió su madre. Pareció ser como si hubiera cambiado su vida por vida del “ala tuerta” como acabó llamándose el gallo dorado. Pues mientras éste iba revive y revive, la madre de Dionisio Pinzón se dobló hasta morir, enferma de miseria.
Muchos años de privaciones; días enteros de hambre y ninguna esperanza, la mataron más pronto. Y ya cuando él creía haber encontrado ánimos para luchar de firme por los dos, la madre no tenía remedio, ni voluntad para recuperar sus perdidas fuerzas.
El caso es que murió. Y Dionisio Pinzón tuvo que ajuarear el entierro sin tener ni con qué comprar un cajón para enterrarla.
Tal vez fue entonces cuando odió a San Miguel del Milagro. No sólo porque nadie le tendió la mano, sino porque hasta se burlaron de él. Lo cierto es que la gente se rió de su extraña figura, mientras iba por mitad de la calle cargando sobre sus hombros una especie de jaula hecha con los tablones podridos de la puerta, y dentro de ella, envuelto en un petate de dormir el cadáver de su madre.
Todos los que lo alcanzaron a ver le hicieron burla, creyendo que llevaba a tirar algún animal muerto.
Para rematar la cosa, el mismo día, agregado al abandono de su madre, tuvo necesidad de pregonar la fuga de Tomasa Leñero, la muchachita que él hubiera querido hacer su mujer de no haber mediado su pobreza:
—Tomasa Leñero —decía—. Catorce años cumplidos. Se huyó al parecer el día 24 de los que corren al parecer con Miguel Tiscareño. Miguel, hijo de padres finados. Tomasa, hija única de don Torcuato Leñero, que suplica saber en qué lugar fue depositada.
Así, con su doble pena, Dionisio Pinzón fue de una esquina a otra, hasta donde el pueblo se deshacía en llanos baldíos, clamando su pregón y que más que reseña, pareció aquello un lamento plañidero.
Se recostó en una piedra después de su fatigoso recorrido y allí, la cara endurecida y con gesto rencoroso, se juró a sí mismo que jamás él, ni ninguno de los suyos, volvería a pasar hambres...
Otro día, a las primeras luces, se largó pa’ nunca. Llevaba sólo un pequeño envoltorio de trapos, y bajo el brazo encogido, cobijándolo del aire y del frío, su gallo dorado. Y en aquel animalito echó a rodar su suerte yéndose por el mundo.
*
Sabía, por sus tratos con otros galleros cuando él ejercía el oficio de gritón, cuándo y en qué sitios se verificaban tapadas. De este modo, uno de los primeros lugares a donde llegó fue San Juan del Río. Pobre y desarrapado y con el gallo todavía en sus brazos, se asomó al palenque sólo para orientarse y ver si encontraba algún “padrino” que garantizara por él las apuestas. Lo encontró; pero no para esa tarde, pues todas las peleas que se jugaban eran de compromiso. Tuvo que esperar al día siguiente a las peleas libres de las once de la mañana. Yen esa espera, se pasó la noche en el mesón, con su gallo amarrado a las patas del catre, sin pegar los ojos por miedo de que le fueran a robar aquel animal en quien tenía puestas todas sus esperanzas.
Los pocos centavos que llevaba los gastó en alimentar a su gallo, dándole de comer carne picada revuelta con chiles mirasoles. Eso fue lo que le dio de cenar y también de almorzar en cuanto amaneció.
Al abrirse las peleas de las once, ya estaba él allí, junto al que lo iba a apadrinar, uno de esos apostadores de oficio, que en caso de “gano” se llevaría el 80 por ciento de las ganancias, yen caso de “pierde” él le diría adiós a su dinero y Dionisio Pinzón a su gallo. Así cerró el trato.
Las peleas de la mañana no atraían a verdaderos galleros, y la asistencia al palenque era más bien de curiosos y mirones que nunca arriesgaban en sus apuestas ni lo que valían los animales. Por esta razón, la mayor parte de los gallos eran de “baja ley”.
Con todo, algo se ganaba, si es que se ganaba. Y Dionisio Pinzón ganó. Su gallo no alcanzó a perder ni sus plumas y salió con la navaja ensangrentada hasta la botana.
Entonces el apostador, al darle los pocos pesos que le habían correspondido, le dijo que su gallo era demasiado gallo para enfrentarlo con aquellas gallinas, y trató de convencerlo para que lo jugara en las peleas de compromiso y hasta redujo su utilidad, indicándole que él Mismo se encargaría de encontrarle retador.
Dionisio aceptó, pues a eso había ido allí, a calar su gallo, al que le tenía una fe como nunca se la tuvo a nadie,
El palenque por la tarde era ya otra cosa. Las mesas “Imparcial”, la de “Asiento” y “Contra” estaban todas ocupadas por personas de categoría. En el templete cantaban las cantadoras y por todos los ámbitos de la plaza repleta, se sentía un ambiente de animación y entusiasmo.
Cuando le llegó el turno a Dionisio Pinzón, le pesaron su gallo en la romana. Tapado, pues así lo había exigido el retador, quien también seleccionó las navajas y hasta el amarrador. Dionisio consideró que se las iba a ver con un gallero ventajoso; pero no tuvo más remedio que aceptar todas las condiciones, menos que otro soltara su gallo, ya que no quería que le fueran a hacer algún daño. Se le permitió esto último.
Por fin soltaron un gallo retinto, casi negro, que comenzó a pasearse por el anillo luciendo su garbo, mirando hacia todos lados como toro salido del toril en busca del adversario.
—¡Aa-tención! —proclamó el gritón ¡San Juan del Río contra San Miguel del Milagro! ¡Jueguen parejo! ¡Cien pesos!
—¡A ochenta! ¡A ochenta el colorado!
—¡Pago a setenta! ¡A setenta! ¡Voy a San Juan del Río!
Dionisio Pinzón sacó del saco de harina en que estaba envuelto su dorado, al animal medio entumido y lo pastoreó un momento por el ruedo del palenque.
Las ofertas arreciaron en su contra:
—¡A sesenta! ¡A cincuenta! ¡Van cien contra cincuenta! Los corredores daban vuelta a la plaza casando las apuestas de aquí y de allá, mientras pregonaban:
—¡Cien a cincuenta! ¡A ver a cuál mandan!
Dionisio Pinzón sonrió al ver que las apuestas en su favor se estaban viniendo abajo. Hasta él llegaban los gritos confusos de los que sólo apostaban al de San Juan del Río. Trató de localizar a su padrino entre la concurrencia, pero al no verlo, se limitó a acariciar a su gallo peinándole las plumas.
—¡Descubran, señores! —ordenó el juez desde su asiento.
Se quitaron las fundas de cuero a las navajas. Ambos retadores pusieron a sus gallos sobre la raya y luego que recibieron la orden de soltar, soltaron. El otro, quedándose con algunas plumas en la mano que le había arrancado a última hora a su animal para irritarlo, mientras Dionisio Pinzón lo dejaba suavemente sobre la raya.
Se hizo silencio.
No habían transcurrido tres minutos cuando una exclamación de desaliento cundió por todo el público. El gallo retinto yacía echado en el suelo, de lado, pataleando su agonía. El dorado lo había despachado en una forma limpia, casi inexplicable y aún sacudía sus alas y lanzaba un canto de desafío.
Dionisio lo alzó antes de que se hiriera con la enorme navaja. Fue y entregó ésta en la mesa del Asiento cruzando el ruedo del palenque entre la rechifla de la dolida concurrencia. Sólo del barrendero que entró a limpiar con la escoba la sangre del gallo muerto, recibió unas palabras de aprecio:
—Trai usted gallo pa’ toparle a cualquiera, amigo.
Responde:
—Sí... Sabe responder —fue la respuesta de Dionisio Pinzón que salió en busca de su “padrino”. Lo encontró en la cantina.
—¿Ya cobró usted las ganancias?
—La sincera verdá es que me vine antes a echar un trago pa’ nivelarme de la impresión. Creiba que tu gallo no iba a poder. ¿Y con qué diablos iba yo a cubrir las apuestas?
—¿Tan poca confianza le tenía usté a mi animalito?
—Es que nunca me imaginé que don Fulano, con quien hice el compromiso, nos fuera a echar encima su gallo “capulín” que para decirte la sincera verdá era un asesino...
—Siempre lo guardaba pa’ las peleas de San Marcos... Y siempre con él, enterito.
—Y así y todo todavía se puso ventajoso.
—Pa’ que veas. Con eso cualquiera se espanta. Contimás al ver cómo se alzan las apuestas en contra de uno... Me espanté, lo que sea de cada quien.
—Pero no íbamos al “pierde”, eso usté lo sabía.
—Qué iba a saber yo. Por eso hasta mejor me arrejolé aquí... Por si acaso.
—¿De modo que iba yo a quedar ensartado en caso de “pierde”?
—Eso más o menos... Al fin de cuentas tú no tienes mucho qué perder. En cambio, yo...
—Date a entender que de esto vivo... Bueno, ya pa’ qué alegamos. Vamos a cobrar —le dijo mientras servía el último trago.
Luego los dos se encaminaron hacia el “depositario de las apuestas”; pero ya para entonces había comenzado una nueva pelea y tuvieron que esperar a que ésta terminara.
Pronto se dejó oír la exclamación de ¡Viva Tequisquiapan! lanzada por los partidarios del gallo ganancioso, e inmediatamente las cantadoras del “tapanco” se encargaron de cubrir el intervalo con sus canciones.
Dionisio Pinzón, mientras aguardaba el regreso del «padrino” se fijó en ellas, sobre todo en la que hacía frente y a la que estaba seguro de conocer. Fue acercándose hasta ponerse al pie del estrado y la miró a su gusto, en tanto ella lanzaba los versos de su canción:
Antenoche soñé que te amaba,
como se ama una vez en la vida;
desperté y todo era mentira,
ni siquiera me acuerdo de ti...
—Hecho el tiro —le dijo el padrino, quien le mostró el dinero ya cobrado.
—¿Quién es esa que canta? Me parece haberla visto en alguna parte.
—Se llama “La Caponera”. Y su oficio es recorrer el mundo, así que no es difícil haberla visto en cualquier parte... ¡Vámonos!
...Si te quise no fue que te quise,
si te amé, fue por pasar el rato,
hay te mando tu triste retrato
para nunca acordarme de ti...
*
Con el dinero obtenido en San Juan del Río le fue posible recorrer más largos caminos. Se internó por el nimbo de Zacatecas, donde le dijeron que allá se mandaban fuerte. El que le había servido de padrino, se invitó a acompañarlo; pero Dionisio Pinzón prefirió andar solo, pues con lo poco que lo trató, le dio el cale y vio que, aunque podían servirle sus consejos era un sujeto que nada más buscaba sacar ventaja en su propio provecho. De ahí en adelante lo que ganara sería para él solo.
Quién sabe por qué pueblos andaría durante algún tiempo, lo cierto es que cuando llegó a Aguascalientes, para San Marcos, todavía traía su gallo vivo y él vestía de otro modo: de luto, como siguió vistiendo toda su vida hasta el día de su muerte.
Era la primera vez que él se arrimaba por Aguascalientes. Venía animado con los mejores propósitos, pues ahora iba a ver si realmente su gallo valía ante los finos animales que allí se jugaban, ya que no se admitían, y así porque lo decía el reglamento, sino gallos de Brava Ley o de Ley Suprema, unos llamados así porque son los primeros en el ataque, y los de Ley Suprema, que son constantes en la pelea, tiran golpes macizos y manifiestan valor hasta sus últimos instantes de vida.
Sobre esto iba Dionisio Pinzón a probar si contaba con un gallo de ésos, o si, por el contrario, al verse frente a un animal de su misma condición y arranque, iba a “alzar escobeta”.
Lo inscribió para la “Mochiller” del segundo día de tapadas. (Se llama Mochiller al primer gallo que se juega y que, para distinguirlo de los demás, va con mayor cantidad de dinero.)
Allí en Aguascalientes se topó de nuevo con el “padrino” de San Juan del Río. Pero éste no pareció entusiasmarse con aconsejarlo esta vez, ya que no consideraba a Dionisio Pinzón buena carta contra los verdaderos y experimentados galleros que concurrían a la feria de San Marcos. Y no sólo eso, sino que en la primera oportunidad que tuvieron de hablar, el padrino le dijo:
—Tú estarías mejor puebleando con ese gallo rabón, aquí te van a desplumar.
Al fin de cuentas no tengo nada que perder ¿No me dijo usté eso?
—Los pocos miles de pesos que de seguro habrás ganado en tus andanzas... Además, acuérdate que la suerte no anda en burro.
—Por eso no quise andar con usté —acabó diciéndole Dionisio Pinzón. Y se separaron para ya no verse.
Cuando, atronando todavía los aplausos con que el público del palenque premiaba la intervención de las cantadoras, y después que el gritón había anunciado el comienzo de las peleas de esa tarde, Dionisio Pinzón se vio careando a su dorado contra un gallo búlique gambeteador y oía bien claro el monto de las apuestas, y como poco a poco se iban alzando más en favor de su contrario que en el suyo; aunque también graneaban los “retapos”, tal vez apostados por un público desinteresado o desconocedor, le entró algo de miedo. Pero cuando notó que el soltador del gallo contrario, lo desestrañaba irritándolo con golpes en la cabeza, supo que ganaría la pelea, pues su dorado, acostumbrado al buen trato, sabía jugar limpio y aplacar con mucha facilidad a los gallos corajudos.
Y así fue. El otro gambeteaba; pero al dorado no le interesó la cabeza movediza del búlique, sino que procuraba atacar por el costado, navaja contra navaja, lanzando sus brincos a la pechuga y jalándolo con las patas, mientras el contrario corcoveaba la cabeza como lo hace un boxeador cuando está haciendo fintas, pero dejaba el cuerpo casi quieto. Fue allí, en la rabadilla, donde el dorado enterró su navaja, derrengando a su rival que quedó despatarrado buscando dónde clavar el pico.
—¡Golpe de Moza! —pregonó el gritón—. ¡Pierde Nochistlán! ¡Todos contentos! ¡Aaa-bran las puertas!
...En la cárcel de Celaya
estuve preso y sin delito,
por una infeliz pitaya
que picó mi pajarito;
mentira no le hice nada,
ya tenía su agujerito...
Y aquella canción alebrestada con que rompieron el murmullo y la tensión del palenque las cantadoras, le supo a gloria a Dionisio Pinzón, que recogió su gallo salpicado de sangre, pero entero y nuevamente limpio de heridas.
*
—¡Ey, gallero! —oyó que lo llamaban. Se disponía a cenar pollo placero en uno de los puestos de la feria. Ya había guardado a buen recaudo su animal y había paseado un rato curioseando por aquí y por allá entre los espectáculos de la feria. Ahora estaba allí esperando que le sirvieran de cenar.
Volvió la cabeza y notó a un charro de figura imponente que lo miraba desde su elevada estatura.
—¿Es conmigo? —preguntó Dionisio Pinzón.
—¿Cuánto pides por tu gallo? ‘
—No está de mercarse.
—Te doy mil pesos y no digas a nadie que me lo vendiste.
—No lo vendo.
El charro se acercó a Dionisio Pinzón y le tendió la mano a manera de presentación. Con él, y hasta el momento en que también se acercó a la luz y la vio, venía La Caponera, aquella muchacha bonita que cantaba en el palenque.
—Me llamo Lorenzo Benavides. ¿Nunca has oído hablar de don Lorenzo Benavides? Pues bien yo soy. Y soy también el dueño del búlique herido esta tarde por tu gallo. Te ofrezco mil quinientos pesos por él y la única condición que pongo es que a nadie le cuentes que me lo vendiste...
—Ya le dije que no está en venta.
—...Otra más —siguió diciendo el tal Lorenzo Benavides, sin hacer caso de la respuesta de Dionisio Pinzón—, te doy a más de los dos mil pesos, dos gallos amarillos como el tuyo. Bien finos. Que en tus manos... ¡Y por Dios creo que tienes buena mano! pueden llegar a dar “capote” a donde quiera que los lleves... Otra más...
—No me interesa el trato. ¿No gustan sentarse a cenar?
—¿Qué?
—¿Que si no se les antoja un pollito?
—No, gracias. Yo jamás como pollo... Y mucho menos en temporada de tapadas...
—¿Así que no te arriesgas a cerrar el negocio?
—Mire gallero —le dijo el otro tomando una actitud seria—. Óigame bien. Ese animalito no va a poder carearlo otra vez aquí. Ya se le conoce la pinta y su juego. Y de hacerlo, le mandarán uno que le dé “Golpe de Gracia” en los primeros palos... Otra más...
—No estoy pensando pelearlo por ahora.
—...Otra más, decía yo, eso si es usted quien lo hace. Pero en caso de ser yo, ese gallo estará mañana mismo en el palenque, jugando con ventaja de tres a dos y quizá de cinco a uno. Eso si creen que es de mi gallera. De otro modo... Yo mismo tengo gallo para el suyo. Así que ya verá.
—¡Acéptele el trato, gallero, Le conviene —intervino La Caponera que desde hacía rato estaba sentada frente a Dionisio Pinzón—. ¿No entiende la combinación que le propone aquí don Lorenzo?
—La entiendo; pero a mí no me gustan los enjuagues.
Ella rió con una risa sonora. Luego prosiguió:
—Se ve a leguas que usted no conoce de estos asuntos. Ya cuando tenga más colmillo sabrá que en los gallos todo está permitido.
—Pos ahorita he ganado con legalidá. Y... con su permiso —dijo Dionisio Pinzón al parecer ofendido, dedicándose a engullir su pollo placero y dando por terminada aquella discusión.
La Caponera se alzó de hombros. Se levantó de la mesa y en compañía de Lorenzo Benavides fueron a sentarse un poco más allá, no muy lejos de él.
—¿Qué te tomas, Bernarda? —oyó que el tal Benavides preguntaba a la mujer.
—Pues por lo pronto que nos traigan unas cervezas ¿o no?
—¿Y qué te parece si pedimos antes un mezcalito para que no nos hagan daño las cervezas?
—Me parece bien.
El mesero se acercó y le pidieron una botella de mezcal.
Desde su sitio, mientras daba buena cuenta de su cena, Dionisio Pinzón los observaba. Sobre todo a la mujer ¡guapa mujer! que bebía un mezcal tras otro y reía y volvía a reír con grandes risotadas ante lo que le platicaba Lorenzo Benavides. En tanto acá, el Pinzón, examinaba el brillo alegre de sus ojos, enmarcados en aquella cara extraordinariamente hermosa. Y por la forma de sus brazos y los senos, sobre los que estaba terciado un rebozo de palomo, suponía que debía de tener un cuerpo también hermoso. Vestía una blusa escotada y una falda negra estampada con grandes tulipanes rojos.
Entre un bocado y otro, no apartaba la vista de aquella mujer que había intervenido para apoyar el trato propuesto por Lorenzo Benavides que, por su apariencia, debía ser un gallero famoso.
Terminó de cenar y se levantó. Antes de retirarse dio un saludo de despedida a los ocupantes de la mesa contigua, mas éstos no parecieron oírlo. El hombre estaba enfrascado en su plática, tal vez convenciendo a la hembra de algo. Y ella no apartaba la vista de él, una mirada ya medio vidriosa, debido al mezcal que seguía bebiendo en abundancia.
*
Dos meses después, le mataron su gallo dorado en Tlaquepaque.
Desde al abrir careo encontró que se enfrentaba con un rival dispuesto a matar. Era un bonito animal. Giro, finísimo, con una golilla enorme y espesa de plumas y, sobre todo, una mirada de águila y unos ojos enrojecidos por el odio que seguramente no se aplacaría hasta no ver muerto a aquel infeliz gallo dorado.
Al carearlos, fue tan rápido el otro en acometer, que Dionisio Pinzón no tuvo tiempo de librar a su gallo, el cual comenzó a sangrar de la cresta a consecuencia de los violentos y sanguinarios picotazos que le lanzó el giro en unos cuantos segundos.
—¡Doy cien a cincuenta! ¡Voy al giro! —decían los apostadores.
Y como un eco, los encomenderos repetían:
—¡Cien a cincuenta! ¡Es a la grande! ¡Pujen señores! ¡Cien a cincuenta! ¿Quién va más al giro?
—¡Pago a cuarenta! ¡Voy cien a cuarenta!
La sangre de la cresta comenzó a bajarle a las narices al dorado y le produjo hoguío. Dionisio Pinzón le limpió la cabeza. Sopló el pico para desahogarlo. Tomó tierra del suelo y la restregó en la cresta de su animal para contener la hemorragia y, lo que no había hecho nunca, comenzó a desestrañarlo arrancándole plumas de la cola para encorajinarlo. Así cuando sonó el grito de: ¡Suelten sus gallos, señores! El dorado, enfurecido, no cayó suavemente en la raya, sino que pareció huir de las manos de Dionisio Pinzón y fue a darse fuerte encontronazo con el giro que lo paró en seco con un brinco de medio vuelo, metiéndole las patas por delante. Luego lo trabó del pico. Lo zarandeó; para después, tras unas cuantas fintas y aletazos, trepársele encima, destrozándole la cabeza a picotazos mientras le hundía el puñal de su espolón en la pechuga. El dorado quedó patas arriba, lanzando navajazos; pero ya en los últimos estertores.
—¡Levanten sus gallos, señores!
Por costumbre y por ley, el juez dispuso que se hiciera la prueba. Dionisio alzó su gallo y lo acercó al giro que volvió a picar encarnizadamente la cresta enmorecida del dorado, el cual, como todo el mundo lo veía, estaba bien muerto.
*
Dionisio Pinzón abandonó la plaza de gallos llevando en sus manos unas cuantas plumas y un recuerdo de sangre. Fuera, rugían los gritos de la feria; las diversiones; el anuncio de las tandas en las carpas; el pregón de las loterías; de la ruleta; las voces sordas de los albureros y de los jugadores de dados, y las voces ladinas de los que invitaban a los mirones que atinaran dónde había quedado la bolita. Hasta él llegaba todavía el rumor del palenque; el hedor a humo y alcohol que opacaba el de la sangre regada en el suelo y el de los gallos muertos, deshuesados, colgados de un garabato. Y los gritos de un público frenético que clamaba: ¡Ése es reguindón! ¡Está entumido! ¡Viva Quitupan! que a su vez apagaba la doble voz de las cantadoras y el ruido hueco de las cuerdas del tololoche. Todo mezclado con el confuso griterío de los mercaderes, tahúres y músicos ambulantes.
Lo trajo a la realidad el traqueteo de los dados en un cubilete y el rodar de éstos sobre la verde franela. Allá dentro del palenque había vuelto el silencio, terminado ya el intervalo entre su pelea y la que ahora se libraba.
Caminó unos pasos y se detuvo frente a las mesas de los albures.
—¡No la baraje tan alto porque se leve la puerta! —oyó que decía al tallador alguien de los que se agrupaban frente a una de las mesas.
Dionisio Pinzón se quedó un rato allí, sin intenciones de jugar, sólo curioseando. Le quedaba poco dinero, apenas si para cenar y pagar el hospedaje de esa noche, pues su gallo se había llevado al morir lo que el mismo animalito había dado a ganar en los meses anteriores. La verdad de las cosas es que no sabía qué hacer ni a donde ir, por eso se estuvo allí mirando, apostando totalmente a las cartas que tendía el tallador sobre el parche y también mentalmente, ganando o perdiendo el albur. Por fin se decidió. Desenfundó de la víbora el dinero que en ella guardaba y los fue a una sota de oros que estaba apareada con un as de copas,
—Me gustan los oros —dijo. Y acomodó uno a uno los pesos sobre el parche de la sota.
Corrió el albur, despacio, lentamente. El tallador a cada carta; levantaba la baraja:
—Siete de copas —decía—. Dos de oros. Cinco de bastos. Rey de bastos. Cuatro de espadas. Caballo de oros. Y... As de bastos llegaron tallando las cartas restantes y mencionándolas de prisa— dos, cinco, tres, sota, sota. Por merito era suyo, señor.
Dionisio Pinzón vio cómo recogían su dinero. Se apartó un poco para dejar sitio a otros, mientras el montero pregonaba:
—¡En la otra está su suerte! ¡Plántense onde quiera, señores! ¡Corre el albur!
No quiso irse enseguida para no aparentar que huía. Y cuando al fin resolvió retirarse, se encontró frente a frente la figura reluciente de La Caponera, con su amplio vestido floreado de amapolas y el rebozo terciado como carrillera sobre el pecho.
Sacó del seno un pañuelo colorado donde traía envuelto un buen puño de pesos, y sin desanudarlo se lo tendió a Dionisio:
—Óyeme, gallero, quiero queme juegues estos centavos a ese seis de bastos que está junto al caballo de oros.
—¿Y pa’ qué tantas ansias, doña Bernarda?... Ora traigo la suerte atravesada. Ya usté lo vio. ¿O qué, tiene muchas ganas de perder su dinero?
—Yo sé a lo que me atengo. ¡Tú juégamelos!
—Van pues, pero a su santo riesgo... Ora que yo mejor le iría al caballo.
—Pues échate sobre el caballo... Si te acomoda —dijo.
Dionisio Pinzón la miró como tratando de adivinar las intenciones de sus palabras y sin dejar de ver la sonrisa maliciosa de ella, dejó caer el tambache cubriendo el parche del seis de bastos.
—Conste que no me hago responsable.
—No te apures, gallero... Ni té aflijas.
Comenzó a correr el albur y a la tercera carta se asomó el seis de oros.
—¡Gana el seis con “vieja”! —gritó el tallador.
El montero desató el nudo del pañuelo. Contó el dinero allí guardado y pagó el equivalente más la mitad de otro tanto:
—Ahí va el gane de la “vieja” —dijo.
—¡Júntalos! —le indicó La Caponera al Pinzón: Él recogió el montón de pesos y sin tocar lo que había dentro del pañuelo, lo anudó y devolvió a La Caponera, quien lo dejó desaparecer dentro del seno.
—Ahora a los gallos, a ver si acaso te repones —le dijo ella.
—No me late jugar con dinero ajeno.
—Yo mi dinero aquí lo traigo —dijo La Caponera oprimiéndose el pecho—. Así que no te apures... Y a propósito, después de las tapadas quiero hablar contigo.
Volvió a surgir la sonrisa maliciosa que ella tenía. Luego añadió:
—Yo y otro señor.
Los dos se encaminaron al palenque. Pero antes de entrar, él la detuvo para preguntarle:
—Dígame, doña Bernarda. ¿Usté ha de tener trato casado con el de los albures, no?
—Vi bien claro el caballo en la puerta cuando el tallador cortó las cartas.
—Nunca te atengas a lo que veas. Estos fulanos traen siempre barajas viboreadas.
Y sin hablar más, entraron los dos en la plaza de gallos.
Mientras Dionisio Pinzón buscaba un asiento vacío para sentarse, ella subió al templete y desde allá comenzó a cantar.
Hermosa flor de pitaya
blanca flor de garambullo
a mí me cabe el orgullo
que onde yo rayo ¿quién raya?
aunque veas que yo me vaya
mi corazón es muy tuyo.

El pájaro carpintero
para trabajar se agacha,
de que encuentra su agujero
hasta el pico le retacha.

También yo soy carpintero
cuando estoy con mi muchacha.
¡Ay! cómo me duele el anca
¡Ay! cómo me aprieta el cincho.
¿Qué vas que brinco esa tranca
pa’ ver si del golpe me hincho,
que habiendo tanta potranca
sólo por la mía relincho...

Soy un gavilán del monte
con las alas coloradas;
a mí no me asusta el sueño
ni me hacen las desveladas;
platicando con mi chata
y aunque muera a puñaladas...
Fue pues en Tlaquepaque donde conoció realmente a Bernarda Cutiño. Aunque la había visto en muchas ocasiones y contemplado con una admiración callada, se consideraba muy poca cosa para ella, por lo cual ni procuraba su trato y mucho menos su amistad. Y si en Aguascalientes tuvo oportunidad hasta de recibir sus consejos, no por eso sintió que podía llegar a merecerla, antes, por el contrario, creyó haberse alejado de su favor.
La tal Bernarda Cutiño era una cantadora de fama corrida, de mucho empuje y de tamaños; que así como cantaba era buena para alborotar, aunque no se dejaba manosear de nadie, pues si le buscaban era bronca y mal portada. Fuerte, guapa y salidora y tornadiza de genio, sabía, con todo, entregar su amistad a quien le demostraba ser amigo. Tenía unos ojos relampagueantes, siempre humedecidos y la voz ronca. Su cuerpo era ágil, duro, y cuando alzaba los brazos los senos querían reventar el corpiño. Vestía siempre amplias faldas de percal estampado, de colores chillantes y llenas de pliegues, lo que completaba con un rebozo de seda y unas flores en las trenzas. Del cuello le colgaban sartas de corales y collares de cuentas de colores; traía los brazos reptetos de pulseras y en las orejas grandes zarcillos o enormes arracadas de oro. Mujer de gran temperamento, a donde quiera que iba llevaba su aire alegre, además de ser buena para cantar corridos y canciones antiguas.
Según se sabía, desde pequeña anduvo rodando por los pueblos acompañando a su madre, pobre peregrina de feria, hasta que, muerta ésta en un incendio de carpa, se valió por sí misma, uniéndose a un grupo de músicos ambulantes, de esos que van por los caminos atenidos a lo que la Providencia quiera darles.
El “otro señor” de que le había hablado La Caponera, no era sino el mismo Lorenzo Benavides que intentó comprarle su gallo en Aguascalientes.
Mientras los tres se sentaban en una larga banca frente a una mesa llena de salsas, de platos con cebolla, limones y orégano y aguardaban a que les sirvieran las cervezas que habían pedido, el Lorenzo le fue diciendo:
—Mira, Pinzón, este jueguito de los gallos tiene sus intríngulis. Puede hacerte rico o puede mandarte al diablo con todo tu dinero. Si nos hubieras hecho caso en Aguascalientes, no te hubiera pasado lo de ahora.
—Es que a mi gallo ya le tocaba. El pleito fue legal, según vi yo.
—¿Podrías decirme entonces por qué estaba chinampeado tu gallo? Eso se notó desde un principio. Te lo acobardaron, eso fue lo que pasó.
—¿Y quién se iba a ocupar de hacerme ese perjuicio? Yo no me separé del animal ni un momento.
—Tal vez fue en la pesada —le dijo Benavides—. Algún soltador acomedido de esos que tienen los dedos ágiles pudo haberle hincado la uña sin que tú te enteraras. Hay gente dispuesta a todo.
—Pero el animal se portó valiente. No hubiera ido a dar pelea de haber estado quebrado.
—Es que era de buena condición... Aunque eso no quita que estuviera chinampeado. Yo lo vi.
Les trajeron las cervezas y unas cazuelas conteniendo algo humeante. Pero Dionisio Pinzón hizo a un lado su cerveza.
—¿Qué, prefieres mejor algo fuerte? Aquí tienen “raicilla” de la buena —le dijo Benavides.
—No. No acostumbro beber —contestó Dionisio Pinzón.
—Bueno, mejor para nuestros planes. Mira, como te decía hace rato, en este asunto de los gallos un hombre solo no puede hacer nada. Se necesita participar con los demás. De otro modo acaban pisándote. Veme a mí, bien rico que estoy y a esos animalitos les debo todo. Sí. Y otra más, a la buena amistad con otros galleros; combinaciones, matute rías si tú quieres; pero nada de ponérseles al brinco como tú hiciste ahora.
—¿Y a qué viene todo eso, sise puede saber? Yo ya perdí y me retiro.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Te vas a poner a vender enchiladas? No, amigo Pinzón, tú ya estás de la araña y no te retirarás de los palenques.
—No tengo ya nada queme atore. Ni gallo, ni dinero... Y para mirones, sobran, regresaré a mi pueblo.
—¿Qué hacías allá, si no es mucho preguntar?
—Trabajaba... Vivía.
—Vivías muerto de hambre. Te lo voy a decir. Sé medir a la gente nomás con echarle un vistazo encima. Y tú eres de ésos, perdóname que te lo diga, de esos que le sacan el bulto al trabajo rudo... No Pinzón, tú eres como yo. El trabajo no se hizo para nosotros, por eso buscamos una profesión livianita. ¿Y qué mejor que ésta de la jugada, en que esperamos sentados a que nos mantenga la suerte?
—Puede que usted tenga razón. Pero como decía antes ¿a qué viene todo esto?
—Para allá voy...
En ese momento el mesero se acercó con una tanda más de cervezas y recogió el plato vacío de Dionisio, pues mientras ellos platicaban, Bernarda Cutiño daba buena cuenta de las cervezas, el Pinzón comía y Benavides hablaba. No está por demás decir que todas las cervezas se las había bebido solita Bernarda Cutiño y que ahora llenaba nuevamente su vaso y que sus ojos habían adquirido ya ese mirar semidormido que produce el vino. Así, cuando intervino en la plática, su voz tartamudeaba:
—Lorenzo —dijo—. Déjame a mí explicarle aquí al amigo de qué se trata. Tú como siempre te vuelves un puro hable y. hable y nunca acabas.
—Di pues.
Y ella comenzó a decir.
—Lorenzo quiere que te combines con él por el resto de la temporada. Tú registrarás sus gallos a tu nombre y le servirás de “soltador”. El trato está en que te acomodes a lo que él diga. Como ves, se trata de meter viruta: que hay que quebrarle las costillas al animal antes de soltarlo, pues a quebrar costillas... Son cosas que todos hacen, así que no te pide nada del otro mundo.
—¿Pero por qué he de ser yo, habiendo tanto amarrador que puede hacerlo?
—Pues por lo mismo de siempre, porque hay que escoger a alguien ¿o no?
—¿Y en mí han encontrado su tarugo, verdá?
Ella vació el vaso de cerveza antes de responder:
—No, Pinzón, la cosa no va contra ti... Mira, si mal no recuerdo un desconocido... Uno de esos arriesgados que se meten al palenque sin saber ni a lo que van...
Dionisio Pinzón hizo el intento de levantarse y dejar que aquella mujer siguiera hablando sola, pues claramente se veía que se le habían subido las cervezas y que eso la animaba a decir aquellas frases duras, casi ofensivas. Pero ella lo detuvo del brazo y lo obligó a sentarse, cambiando la expresión de su cara y sonriéndole con los ojos:
—Déjame terminar —le dijo—. Estábamos en que por aquí pocos te conocen y ni siquiera te toman en cuenta. Eso te sirve de mucho. El asunto es que sueltes los gallos de Lorenzo como si fueran tuyos para desorientar a los apostadores. ¿Entiendes, verdad? ...No, no me entiendes.’
—La sincera verdá es que no acabo de entender.
—Otra más —intervino Lorenzo Benavides—. Mañana te llevaré a ver mi gallera y allí te diré cuál va contra cuál, de modo que tú sepas si retar a perder o a ganar. No te preocupes de los resultados, pues yo estaré pujando según mis conveniencias, Piénsalo esta noche y mañana tempranito hablaremos.
Se despidieron de él. Y al día siguiente había cerrado un trato que le iba a dar mucho qué ganar sin arriesgar nada de su parte. Era una combinación semejante a la ofrecida en Aguascalientes, y que él no aceptó, más que por honradez, por no estar familiarizado con los jugadores a la alta escuela. Supo entonces que, en este negocio de los gallos, no siempre gana el mejor ni el más valiente, sino que a pesar de las leyes, los soltadores están llenos de mañas y preparados para hacer trampa con gran disimulo.
Ahora iba a pelear gallos de una misma percha; pero sabiendo de antemano en cuál de ellos estaba la ventaja. Eran todos gallos finos, altivos y ensoberbecidos, aunque para unos había sus otros. Todos jugarían en peleas de compromiso, seguras, y además, ganadas, si no en la raya, sí en el terreno de las apuestas. Lorenzo Benavides, al “pujar fuerte”, obligaría a los que estaban atentos a lo que él hiciera para seguirlo, yendo a donde él iba o contra lo que él iba, pues nadie le discutía sus conocimientos en cuestión de gallos.
Y así fue.
La primera tarde, de los tres gallos jugados, Dionisio Pinzón sólo levantó uno vivo. La segunda tarde, dio “capote” en las tres peleas. Descansó un día; para volver al palenque al cuarto día, donde se dio a ver, que sus animales no servían ni para gallos de gallinero, pues todos quedaron colgados del garabato donde se acostumbra dejar que estilen su última sangre los gallos muertos. El quinto día, y último del compromiso, convirtió el palenque en un desplumadero al ganar “la grande” con un gallo ciego; pero que asestaba golpes precisamente como “palo de ciego” a un gallo pesado y correlón que ostentaba el pomposo nombre de Santa Gertrudis. Las apuestas en contra del ciego bajaron de mil a setecientos y más tarde de varios miles contra un mil.
Al grito de se hizo chica la pelea, el palenque se convirtió en un verdadero clamor de disgusto y protestas. Pero el juez había dado su fallo y el gritón volvió a repetir:
—¡Se hizo chica la pelea! ¡Pierde la grande de Santa Gertrudis!
Algunos, que la habían visto segura, apostaron hasta la cobija y de haber traído consigo a la mujer la hubieran casado contra el ciego.
Desperdigados en varios tramos del palenque estaban los apostadores de Lorenzo Benavides con su cara de resignación, y un aire cómo de perdidosos; pero aguantando los ochenta, los ochocientos, los mil contra los mil quinientos. Y el Lorenzo estático, al parecer indiferente como si no le interesara el resultado ni el apoyo que la mayoría le daba a su gallo. En tanto, Dionisio Pinzón, con el animal repleto de cataratas, hacía como que no oía los gritos de: ¡Pónle anteojos! ¡Llévalo al rastro! ¡Enseñale la puerta!
Al carearlo, arreció la gritería de la concurrencia, pues el gallo, al sentir la presencia de su enemigo, dio de picotazos en el vacío. Pero al soltarlo y tomar contacto con el gallote de más de cuatro kilos, el ciego atacó con una furia endemoniada y quizá olfateándolo, no se separó del cuerpo aplomado al que hizo trizas con el puñal de su espolón. Y aun cuando el otro se desplomó herido de muerte, el ciego siguió golpeando con sus alas, con el pico y lanzando fulminantes navajazos.
Dionisio Pinzón procedió a levantar su gallo que seguía trepado sobre el enemigo muerto, destrozándolo encarnizadamente; pero alguien del público, de tejana y empistolado, saltó al anillo, y antes de que Dionisio tuviera tiempo de protegerlo, se lo arrebató de la mano, lo estrujó con furor, le torció el pescuezo haciéndole dar vueltas como reguilete y enseguida lo arrojó sobre la alterada muchedumbre.
Como señal de protesta por este atropello, Dionisio Pinzón pidió al juez, y le fue concedido, el permiso para retirar del compromiso las peleas restantes.
Poco más tarde, acompañado de Lorenzo Benavides, quien lo había invitado a su casa de Santa Gertrudis a pasar unos días, venían festejando la hazaña del gallo ciego y riendo de la seriedad con que habían tomado las cosas.
Las dos semanas que pasó en Santa Gertrudis le fueron provechosas. Aprendió, primero viendo, y más tarde participando en la partida, a jugar Paco Grande, un juego de cartas un tanto complicado; pero entretenido y que los distrajo del aburrimiento en aquel sitio tan aislado y solitario.
Dionisio Pinzón era hábil y asimilaba fácilmente cualquier juego, que más tarde utilizó para sus fines: acumular una inmensa riqueza. Pero por entonces, seguía gustando más de los gallos, esos animalitos sedosos, suaves, con un color vivo y de los que pronto contó con una buena partida.
Pronto dejó de ser aquel hombre humilde que conocimos en San Miguel del Milagro y que al principio, teniendo como fortuna un único gallo, se mostraba inquieto y nervioso, asustado de perder y que siempre jugaba encomendándose a Dios. Pero poco apoco su sangre se fue alterando ante la pelea violenta de los gallos, como si el espeso y enrojecido líquido de aquellos animales lo volviera de piedra, convirtiéndolo en un hombre fríamente calculador, seguro y confiado en el destino de su suerte.
Cuando regresó a San Miguel del Milagro, era un tipo distinto al que todos allí habían conocido. Llegó a raíz de las fiestas de San Miguel, un año y ocho meses apenas después que había abandonado el pueblo con intenciones de no regresar nunca. Pero como se supo, y según él dijo, no venía a la dichosa celebración, sino a enterrar a su madre que, por otra parte, ya estaba enterrada.
—¡Pero mal enterrada! —respondió él al Alcalde, que le hizo ver la situación—. Y ora vengo a hacerle un buen entierro; como ella se lo merece.
Traía consigo un féretro muy lujoso que mandó hacer especialmente en San Luis Potosí, forrado por dentro de raso, y por fuera de terciopelo morado; adornado con molduras de plata pura.
—Quiero que al menos muerta, conozca el descanso y la comodidad que no consiguió tener en vida.
Pero tanto el cura como el alcalde del pueblo no le permitieron abrir la sepultura:
—Hasta pasados cinco años —le dijeron—, podrás exhumar el cadáver de tu madre.
—Antes, de ninguna manera.
—Lo haré ahora mismo. A eso vine... Aunque tenga que comprar para eso la autoridá. Aunque tenga que pagar cualquier permiso —añadió mirando al cura—, de quien sea.
Y lo hubiera hecho, de no ser que cuando fue al camposanto donde estaba enterrada su madre, acompañándose de unos peones armados de picos y palas, no dio con el lugar de la sepultura, pues donde él había hecho su entierro, no existían ni montículos ni cruces, sólo un campo lleno de yerbas.
En los pocos días que allí estuvo se notó el desprecio que sentía por el pueblo, comportándose como un sujeto atrabiliario, además de fanfarrón. Y quizá para rememorar sus no muy lejanos tiempos, aprovechó la hora del convite para colocarse al frente de todos; pero en forma muy distinta a como lo había hecho antes, ya que ahora iba al frente de los charros y de la música en una actitud que parecía como si él fuera a pagar todos los gastos del festejo.
Por otra parte, no habló con nadie, y a todos los que se acercaron a saludarlo los trató con evidente desprecio. A excepción de Secundino Colmenero, con quien sostuvo una larga plática de convencimiento, pues quería llevárselo como capador y soltador de sus gallos.
El tal Colmenero, aunque lamentando dejar su casa y las pocas pertenencias que le quedaban, optó al fin irse con Dionisio Pinzón, porque a decir verdad, desde hacía más de un año, cuando perdió su fortuna en las tapadas, no había logrado enderezar cabeza. Y como ahora se le ofrecía la oportunidad de hacerse cargo de la gallera de Dionisio Pinzón, llevando también el encargo de pelear sus gallos, aceptó, pues le gustaba el oficio, y sobre todo, tener como si fueran suyos, aquella buena percha de gallos finos con los cuales iría de feria en feria.
Así pues, los dos abandonaron San Miguel del Milagro. El pueblo todavía estaba de fiesta, de manera que entre repicar de campanas y calles adornadas con festones, los dos marcharon hacia la ausencia, llevando por delante la extraña figura que, como una cruz, formaba el ataúd y el animal que lo cargaba.
Tanto Dionisio Pinzón como Secundino Colmenero, desaparecieron de allí para no volver.
Entre tanto, La Caponera se vivía aguardando el regreso de Dionisio Pinzón, en un pueblo llamado Nochistlán, donde se celebraba la feria tradicional. Y ella, como siempre, tenía a su cargo cubrir con sus canciones el templete de la plaza de gallos; razón por la que no pudo acompañar a Dionisio Pinzón a San Miguel del Milagro.
El que ella y él se hubieran unido para lidiar en el difícil mundo de las ferias; se había decidido meses atrás, cuando se volvieron a encontrar en un sitio llamado Cuquío.
No se habían vuelto a ver desde los mentados días de Tlaquepaque, allí donde dejó su gallo dorado; pero donde consiguió la amistad y la alianza de Lorenzo Benavides y la ayuda de éste para alzar su suerte. Y de allí “pal real”, pues no sólo aprendió muchas cosas del oficio, sino que se agenció de una buena partida de gallos y le aumentó el ánimo para seguir en la brecha.
Cuquío era un lugar pequeño, pero plagado de tahúres, fulleros, galleros y gente que se vivía ahorrando su dinerito todo el año para irlo a tirar a las patas de un animal o a los palos de una baraja señalada. Tenía tal fama ese pueblo para el despilfarro, que aparte del sitio oficial dedicado a las “partidas”, se jugaba Brisca, Conquián, Siete y Medio y Paco, no sólo en aquel lugar, sino en cualquier cantina, tienda o botica y hasta en las bancas de la plaza de armas. Y si alguno resultaba muerto, que siempre los había, era en riñas causadas por el juego, ya que del alcohol se hacía poco consumo.
Fue pues en este pueblo y dentro de este ambiente donde volvieron a encontrarse Dionisio Pinzón y La Caponera.
Después que aseguró sus gallos en las estacas del corral del palenque, encomendándolos a un pastor de confianza, salió a darse una vuelta por el pueblo, no tardando en darse cuenta de que todo el mundo estaba ocupado en la baraja; ya haciendo roncha alrededor de los jugadores o participan: ‘do en las apuestas, por lo cual, a pesar del gentío que hormigueaba por todas partes, el silencio parecía dominar al pueblo.
Se acercó ala partida grande, donde había mayor bullicio y se oía la música de los mariachis.
Allí estaba La Caponera, lanzando una canción corrido por encima de la mesa de la ruleta, aunque su voz se oía un poco desvanecida debido al rumor de la gente y al no tener manera de encerrar su canción bajo aquel jacalón abierto a los cuatro vientos.
Dionisio Pinzón esperó a que terminara y luego se acercó hasta ella para saludarla. Les dio gusto volverse a ver tanto, que ella le tendió cariñosamente los brazos y él la retuvo un buen rato entre los suyos.
—¡De que el temporal es bueno, hasta los troncos retoñan! —le dijo ella. Y añadió—: Creí que ya no te volvería a ver, gallero.
—¿Y qué pasa contigo, Bernarda? ¿Por qué ahora aquí, en este chinchorro?
—Llegué tarde y cuando me asomé por el palenque encontré la plaza ocupada. ¿Y tú?
—En las mismas.
—Bien decía yo que estabas picado de la araña... Invítame un trago, pues aquí no le dan agua ni al gallo de la pasión.
Fueron a la cantina y pidieron: para él una grosella, para ella, un cuartillo de tequila
—Pos sí, Bernarda, me dio la corazonada de que andarías por aquí, por Cuquío. Esperaba verte allá en los gallos.
—No te digo que me madrugaron. Y fue esa indina de Lucrecia Salcedo. Pero ni modo, para todos hay, mientras no arrebaten.
—Pos yo acabo de dejar la casa de Lorenzo Benavides. Él no quiso venir. Dijo que éstos no eran sus bebederos.
—No, no lo son, él sólo va a los grandes.
—Y a propósito, Bernarda, ¿qué eres tú de Lorenzo Benavides?
—No he de ser su mamá, ¿verdad?
—Claro que no.
Guardaron silencio un rato. Por la cara de ella se dejó resbalar una lágrima, redonda, brillante como los ojos de donde había salido, como una cuenta más de vidrio de las que traía enrolladas en el, cuello.
—No quise ofenderte, Bernarda.
—¿Acaso me ves ofendida? Me siento triste, que es otra cosa —dijo limpiando con el dorso de la mano su lágrima y otra más que empezaba a brotar.
—¿Lo querías?
—Él era el que me quería. Pero trataba de amarrarme. De encerrarme en su casa. Nadie puede hacerme eso a mí... Simplemente no puedo. ¿Para qué? ¿Para qué pudrirme en vida?
—Tal vez te hubiera convenido. Su casa es enorme.
—Sí, pero tiene paredes.
—¿Y qué más da?
Ella por toda explicación se alzó de hombros. Volvió la cara hacia donde estaban sus músicos y vio cómo uno de ellos le hacía señas con su guitarra, llamándola.
—Ahorita vuelvo —le dijo a Dionisio Pinzón—. Espérame. Subió al tablado que le servía de templen después que se arrancó el mariachi con el rasgueo de sus guitarras, ella soltó su canción:
Ya los candados están cerrados
por no saber el hombre vivir;
pero no pierdo las esperanzas
de que en tus brazos me he de dormir.
¡Ay, qué mi suerte tan desgraciada!
que apasionado a mí me dejó.
Como decías que me querías
y nunca nunca me has de olvidar,
no te abandono ni te desprecio
y ni por otra te he de cambiar.
Serían conchitas, serían perlitas
las que brillaban allá en el mar;
pero no pierdo las esperanzas
que yo en tus brazos me he de arrullar.
Volvió destejiendo la sonrisa que había ofrecido a cambio del aplauso de la concurrencia. La ruleta comenzó a correr entre los gritos insistentes de los colines, hasta que se escuchó el disparo de la cerbatana y el clamor de ¡Hecho el tiro! Y enseguida: ¡Cuatro negro! Se oía el tintinear de los pesos a todo lo largo de la mesa bien atiborrada de parroquianos.
La Caponera regresó junto a Dionisio Pinzón. Bebió un sorbo del vaso casi intacto y su cuerpo tuvo una sacudida, debido quizá a la fuerza del alcohol.
—Vil alcohol con agua —comentó—. Siempre es lo mismo en estos sitios—. Tomó el vaso y arrojó su contenido al suelo en un ademán de disgusto.
Se veía nerviosa, incomodada, tal vez por las preguntas de Dionisio Pinzón. Éste la miraba fijamente, con humildad, mientras ella acariciaba sus propios brazos con sus manos repletas de pulseras. Al mismo tiempo que Dionisio la veía, sentía que era demasiado hermosa para él; que era de esas cosas que están muy lejos de uno para amarlas. Así, su mirada se fue tornando de la pura observación al puro deseo, como si fuera lo único que estuviera a su alcance: poderla ver y saborear a su antojo.
Pero esas miradas penetran y ella las sintió, alzó los ojos y sostuvo por un momento la mirada de Dionisio Pinzón. Enseguida bajó la vista como si contemplara el vaso vacío. Dijo:
—¡Necesito de un trago! Vamos a donde no nos hagan trampa.
Pero a todo esto, Dionisio Pinzón llamó al mesero:
¡Tráigame una botella cerrada de mezcal!
Y dirigiéndose a La Caponera:
—Debe ser igual en todas partes. Es su negocio —hizo una pausa y luego añadió—: De trinqueteros a trinqueteros hay nos vamos ¿o no es cierto?
Ella afirmó lo que él acababa de decir con una sonrisa. El vaso volvió a llenarse, ahora de la botella que el mozo dejó sobre la mesa. Bernarda Cutiño lo probó y luego sorbió un largo y ansioso trago. Pareció reanimarse.
—¿A qué horas terminas con esto? —preguntó Dionisio Pinzón.
—A la media noche.
—No sabes cuánto me gustaría que me acompañaras a los gallos. Tú eres mi “piedra imán” para la buena suerte.
—Eso ya me lo han dicho muchos. Entre otros Lorenzo Benavides. Algo he de tener, porque el que está conmigo nunca pierde.
—No lo dudo. Yo mismo lo he comprobado.
—Sí. Todos se han servido de mí. Y después...
Volvió a empinarse otro trago de mezcal, mientras oía que Dionisio Pinzón le decía:
—Yo nunca te abandonaré, Bernarda.
—Lo sé —contestó ella.
Terminó el contenido del vaso. Tomó la botella en sus manos y levantándose y haciendo una seña indicando a los músicos, dijo:
—Voy a llevarle esto a mis muchachos. Nos veremos más tarde.
Él vio cómo se alejaba hacia el templete donde el mariachi la aguardaba.
Poco después, Dionisio Pinzón estaba en el corral donde había dejado amarrados sus gallos. Desató uno de ellos de la estaca. Le tanteó el buche. Revisó las alas y las cañas. Le roció un trago de agua en la cabeza, pues como hacía calor, el animal seseaba como si tuviera hoguío. Lo tomó en sus brazos, y con él sin dejar de acariciarle el espinazo, se paseó por el corral haciendo ademanes y hablando solo, repitiendo hasta el cansancio parate de la conversación con la Bernarda.
Así anduvo un buen rato. Hasta que al volverse, vio al pastor encargado de cuidar los gallos que lo miraba con curiosidad. Entonces, tomó su animal con ambas manos y salió con él hacia el palenque caminando a grandes trancos.
Desde entonces Dionisio Pinzón y Bernarda Cutiño vagaron por el mundo de feria en feria, alternando las tapadas con la ruleta y los albures. Parecía como si la unión de él con La Caponera, le hubiera afirmado la suerte y crecido los ánimos, pues siempre se le veía seguro en el juego; tal como si conociera de antemano el resultado.
Había descubierto y ahora lo confirmaba, que junto a ella le era difícil perder, por lo que se lanzaba muchas veces arriesgando más de lo que podía pagar, tentando al destino que siempre lo favorecía.
Se casó con La Caponera una mañana cualquiera, en un pueblo cualquiera, ligando así su promesa de no separarse de ella jamás nunca.
Ella no quería el matrimonio; pero algo en el fondo le decía que aquel hombre no era como los demás, y movida por la conveniencia de asociarse con alguien, sobre todo con un fulano como Dionisio Pinzón, lleno de codicia y del que estaba segura seguiría rodando como ella, mientras le aletearan las alas al último de sus gallos, estuvo de acuerdo en casarse, pues así al menos tendría en quién apoyar su solitaria vida.
Pueblos, ciudades, rancherías, todo lo recorrieron. Ella por su propio gusto. Él, impulsado por la ambición, por un afán ilimitado de acumular riqueza.
*
Un día pasado el tiempo, Dionisio Pinzón decidió visitar a su viejo amigo Lorenzo Benavides, a quien hacía mucho no veía, pues se había desterrado del campo de las ferias.
Llegaron una tarde a Santa Gertrudis y ya para entonces los acompañaba su hija, una niña de diez años. Encontraron al tal Benavides montado en una silla de ruedas, viejo y desgastado. A pesar de todo, los recibió con grandes muestras de regocijo. Besó las dos manos de Bernarda Cutiño y acarició a la hija como si fuera suya. No había perdido su antigua personalidad, ya que seguía siendo altivo y dominante:
—Sé que les ha ido bien —dijo a Dionisio Pinzón—. Y me alegro de verlos. Espero que no les aburra mi triste compañía los días que dure su visita.
—Nos vamos enseguida —contestó La Caponera—. Vamos de paso y sólo nos detuvimos a saludarte.
—Sí, don Lorenzo —dijo el Pinzón— le debíamos esta visita como otras muchas, pero usted sabe lo atareado que anda uno cuando se tiene el mundo por casa... La cosa es que no tome nuestro olvido como ingratitud...
—Lo que ustedes necesitan es sosegarse... Ponerse tranquilos. Pues árbol que no enraíza no crece... En cuanto a casa, yo les ofrezco la mía, por ahora y por siempre.
—Muchas gracias, don Lorenzo.
—Y hablando de otra cosa ¿qué tal andas con el Paco? Se me figura que ya lo olvidaste.
—Nada de lo que aprendí de usted se me ha olvidado.
—¡Entonces quédense hasta mañana! Me servirá de distracción jugar una partidita esta noche.
*
Y se quedaron.
Frente a una mesa con cubierta de mármol estaban los dos distribuyéndose las cartas para continuar el juego. No muy lejos de ellos, sentada en el mismo sillón de alto respaldo que ocupó al llegar, Bernarda Cutiño los observaba, teniendo a su hija dormida sobre el regazo. Lorenzo Benavides decía:
—No me gusta jugar efectivo, del que ya poco me queda, pero tengo un ranchito aquí cerca. Tú dirás.
—¿Un rancho? ¿Y como para cuánto le gusta?
—Bien. Ya te diré a la hora que pierdas cuánto es tu adeudo. ¿Estás conforme?
—Con usted, don Lorenzo, no tengo por qué discutir.
*
—Usted pierde, don Lorenzo. ¿Qué otra cosa juega?
—Esta casa —dijo él—. Contra el, rancho y... digamos cincuenta mil pesos... ¿No crees tú que los valga?
—Como usted mande. Al fin y al cabo estamos platicando.
—No, Pinzón. Va en serio. Sé que no me puedes ganar.
—Viene, pues.
—¡Corta! —ordenó Lorenzo Benavides después de barajar el altero de naipes. Dionisio Pinzón distribuyó por la mesa varios fragmentos de la baraja, de los cuales tomó uno el Benavides y preguntó:
—¿Albur?
—Sale el albur.
Benavides lo proclamó como si no estuviera visto:
—Seis de espadas y sota de copas.
Dionisio Pinzón recordando que la sota era muy mala carta para él, separó el seis de espadas.
—¿Lo matas o lo dejas?
—Le voy.
Al caer la décima carta apareció el seis. Un solo seis de oros.
—Es tuya la Casa —dijo secamente Lorenzo Benavides.
—Le doy la revancha, don Lorenzo... Usted escoge carta.
—¿Revancha contra qué? ¿Contra mí mismo? —dijo separándose de la mesa y mostrando su invalidez—... Dime, ¿podrías pagar el equivalente?
—Es que no voy a aceptarle su casa. Eso usted lo sabe... Creí que sólo jugábamos por divertirnos... Además, puedo decir que a usted le debo lo que tengo.
—¿Divertirnos? Si tú hubieras perdido verías la clase de diversión que yo te daría... No Pinzón. Ni mi padre me llegó a perdonar nunca una deuda de juego... Yen cuanto a que a mí me debes todo lo que eres, estás equivocado. Mira...
Se acercó con su silla de ruedas hasta donde estaba Bernarda Cutiño, quien lo miraba interrogante dibujando en sus labios una sonrisa; pero inesperadamente, una tremenda bofetada que le lanzó furioso Lorenzo Benavides, le apagó la sonrisa y le hizo dar un sobresalto, mientras gritaba en su cara:
—...¡Es a esta inmunda bruja a quien le debes todo!
Después de esto, inyectados aún sus ojos de odio y llevando en su boca una mueca iracunda, se alejó por la oscura sala, imprimiendo mayor velocidad a la silla de inválido en que iba.
Dionisio Pinzón, sin inmutarse, barajó y volvió a barajar los naipes abandonados...
*
El tiempo dejó pasar sus años. Era en la misma casa de Santa Gertrudis y en el mismo sitio. Dionisio Pinzón como si no hubiera suspendido su actitud de años atrás, barajaba. Frente a él y alrededor de una mesa cubierta con paño verde, una ronda de señores esperaban sus cartas. Se jugaba Paco Grande. Las ocho barajas eran revueltas, cortadas y vueltas a cortar hasta que comenzaba el reparto.
Un poco atrás de él, estaba La Caponera, como si tampoco se hubiera movido de su sitio. Sentada en el mismo sillón, escondida apenas en la penumbra de la sala, parecía un símbolo más que un ser vivo. Pero era ella. Y su obligación era estar allí siempre. Aunque ahora llevara en el cuello un collar de perlas a cambio de las cuentas de colores, que destacaba sobre el fondo negro del vestido, y sus manos estuvieran irizadas de brillantes, no estaba conforme. Nunca lo estuvo.
Eran frecuentes las discusiones entre ella y su marido. Alegatos agrios, amargos, en que ella le echaba en cara la esclavitud en que vivía obligada por él.
En un principio y a causa del nacimiento de su hija, había aceptado el encierro voluntario; pero cuando ésta fue creciendo, haciéndose niña y después mujer, sus esfuerzos chocaron contra la intransigencia del Pinzón que tenía y quería seguir teniendo un lugar estable donde vivir.
Ella, en cambio, acostumbrada a la libertad y al ambiente abierto de las ferias, se sentía abatida en la desolación de aquella casa inmensa y languidecía de’ postración. Pues postrada la tenía siempre Dionisio Pinzón en el rincón de la sala donde permanecía noche a noche presenciando a los jugadores, alejada del sol y de la luz del día, pues la partida terminaba al amanecer y comenzaba al caer la tarde. De este modo, se le oscurecieron sus días yen lugar de respirar aires diferentes, sorbía humo y alientos alcohólicos.
Antes que Dionisio Pinzón transformara su humildad en soberbia, ella había puesto sus condiciones y había impuesto su voluntad. Pero ahora, ya cascada su voz, muertas sus fuerzas, no le quedaba más que obedecer a una voluntad ajena y olvidarse de su propia existencia.
—Óyeme bien, Dionisio —le había dicho cuando aquél le propuso matrimonio— estoy acostumbrada a que nadie me mande. Por eso escogí esta vida... Y también soy yo quien escoge a los hombres que quiero y los dejo cuando me da la gana. Tú eres ni más ni menos como los demás. Desde ahorita te lo digo.
—Está bien, Bernarda, se hará lo que tú mandes.
—Eso tampoco. Lo que yo necesito es un hombre. No de su protección, que yo me sé proteger sola; pero eso sí, que sepa responder de mí y de él ante quien sea... Y que no se espante si yo le doy mala vida.
Pero en realidad, él fue quien se la dio a ella. En cuanto sintió el poder que le daba el dinero, cambió su carácter. Se alzó a mayor y procuró demostrarlo en todos sus tratos. Y aún cuando ella luchó por cuanto medio estuvo a su alcance para no perder su libertad y su independencia de vida, al fin y al cabo no lo logró y tuvo que someterse. Pero luchó. Así cuando Dionisio Pinzón intentó establecerse en la casa de Santa Gertrudis, ganada en el juego a Lorenzo Benavides, ella ya no amaneció a su lado. Desapareció llevándose a su hija. Él, creyendo en un capricho pasajero, esperó en Santa Gertrudis a que ella volviera, pues calculó que sin dinero y arrastrando consigo a la muchacha, no podría ir muy lejos. Aunque olvidaba que se trataba de La Caponera, una mujer de mucho aguante y de condición.
Por otra parte, no está por demás decir que esa época estuvo llena de días negros en la suerte de Pinzón, a tal grado, que no sólo el maldecido juego de Paco le mermó su riqueza; sino que los mismos gallos, que manejaba a su antojo Secundino Colmenero, pero con bastante conocimiento, fueron desapareciendo uno a uno, borrados por un destino maligno.
Secundino Colmenero se le presentó en Santa Gertrudis, después de varias giras por diversos palenques, diciéndole que le habían matado dos docenas de los mejores animales, aun en plazas reconocidas por la baja ley de los gallos que se peleaban. Además, que en la gallera sólo quedaban puras “monas”, gallos ya quemados y viejos, utilizados únicamente para calentar a los de combate. Y que, para rematar, se le había agotado el dinero, pues se puso a apostar fuerte y a la desesperada en peleas que creía ganadas. No se explicaba esta situación, pues como decía, él mismo había pastoreado, amarrado y soltado; aunque como terminó diciendo: contra la mala suerte no se puede.
Dionisio Pinzón no culpó al Colmenero por sus fracasos, como no podía culparse él mismo. Le preguntó por Bernarda. Y Secundino le respondió que sí la había visto. La última vez en un lugar llamado Árbol Grande, no muy lejos de allí. ‘
Y que no sólo eso, sino que en todas las ocasiones en que se habían encontrado, había hablado con ella. No, no se le veían trazas de sentirse triste. Nada más que ya no formaba parte de las cantadoras de tapadas, pues comenzaba a cansársele la voz como para hacerse oír en el ámbito de una plaza de gallos. Ahora andaba con sus músicos metida por cantinas y puestos de canelas. Pero no, no se le veía por ningún lado la tristeza. Y, entre otras, ella le declaró una vez que, a no ser por su hija, ni siquiera se acordaría de Dionisio Pinzón.
Dionisio Pinzón acallando su orgullo, convencido de que sin Bernarda no volvería a reponer sus pérdidas y mucho menos lograr la riqueza que tanto ambicionaba, fue a buscarla. Árbol Grande no quedaba lejos, así que llegó a hora temprana del día siguiente. Indagó por puestos y cantinas, hasta que los versos de una canción y un montón de gente agrupada a las puertas de una tienda, lo llevaron derechito a donde ella se encontraba. A su lado, vestida al igual que su madre, estaba su hija.
Dionisio esperó a que ella terminara de cantar y que la gente desalojara el estrecho local para acercarse. Allí mismo hablaron.
—Ya sabes que nací para andar de andariega. Y sólo me apaciguaré el día que me echen tierra encima.
—Creí que ahora que tenías una hija, pensabas darle otra crianza.
—Al contrario, quisiera que agarrara mi destino, para que no tenga que rendirle a nadie... ¡Qué poco me conoces, Dionisio Pinzón! Y ya te digo, mientras me sobren fuerzas para moverme, no me resignaré a que me encierren.
—Es tu última palabra.
—Es la de siempre.
—Está bien, Bernarda, seguiremos juntos bajo esas condiciones. Haré la lucha para que regreses a los gallos.
—No, Dionisio. Allí no me quieren. Necesitan de una voz fuerte, y la mía ya se me está quebrando.
—Pronto no te van a querer en ninguna parte.
—¡Atente a eso!
—Sí. A eso me atengo. ¡Vamos!
De ese modo, Dionisio Pinzón volvió a peregrinar por los pueblos en compañía de La Caponera. Ella, consiguiendo canciones aquí y allá, seguida por sus muchachos del mariachi. Él, pasando del palenque a la partida y de la partida al palenque, en procura de enderezar sus ganancias perdidas. De vez en cuando, reconocían a Santa Gertrudis, pero no duraban allí a lo sumo una o dos semanas, para luego volver a emprender camino.
*
Hasta que llegó el día funesto para ella. Los muchachos del mariachi la dejaron. No iba bien el negocio. La Caponera bebía mucho y tenía la voz cascada, casi ronca y pocos se entusiasmaban ya con oírla. Así que los músicos se buscaron otra cantadora y no quisieron saber más de Bernarda Cutiño.
Tampoco pudo convencer a otros músicos, haciéndoles ver que su hija era también buena para cantar, pues por algo la había madurado, para que cuando ella se marchitara tener en quién renovarse. Pero todos alegaban que la muchacha estaba tierna todavía, y que aunque fuera buena, tenían que cargar con la madre para cuidarla.
—No, el negocio no da para mantener a la madre de la cantadora —le dijeron.
Entonces fue cuando Dionisio Pinzón impuso sus condiciones. Por principio de cuentas se encerraron en el caserón de Santa Gertrudis. Tenía nuevamente dinero y convirtió aquella casa en centro de reunión de jugadores empedernidos de Malilla, Siete y Medio y Paco Grande. Noche a noche la casa permanecía despierta, encendidas sus luces, presenciando grupos de hombres silenciosos que alrededor de las mesas se trababan en la baraja.
Don Dionisio, como ahora le nombraban, tenía para sus invitados todas las comodidades; los mejores vinos y la mejor cocina, de manera que nadie necesitara abandonar Santa Gertrudis en varios días, cosa que muchos aprovechaban.
Pero el más aprovechado de esta situación era él, pues fastidiado de recorrer el mundo en persecución del dinero, allí le caía a manos llenas sin tener que salir a buscarlo. Además, su suerte era desmedida y pronto se adueñó de varias propiedades ganadas en las tretas del juego’ y que ni cuidado ni ganas tenía de administrar, conformándose con lo que buenamente le pasaban sus arrendatarios, que era bastante. No por esto se había olvidado ni desentendido de los gallos, de los que tenía una verdadera cría, siempre al cuidado de Secundino Colmenero. De vez en cuando, organizaba o asistía a las tapadas; aunque dedicaba mayor tiempo a los naipes con los cuales, según él, ganaba más y más rápidamente.
La Caponera se había tornado una mujer sumisa y consumida. Ya sin su antigua fuerza, no sólo se resignó a permanecer, como encarcelada en aquella casa sino que, convertida realmente en piedra imán de la suerte, Dionisio Pinzón determinó que estuviera siempre en la sala de los jugadores, cerca de él o al menos donde adivinara su presencia.
En un principio ella asistía a las veladas por su propio gusto, para estar en compañía de otras gentes y no sentirse desolada. Pero descubrió que no era nada divertido estar contemplando a aquellos hombres en sus largos y cansados juegos y decidió no volver. Pero Pinzón le ordenó de manera violenta, cuál era su lugar y lo que tenía que hacer. Sin importarle que sola allí, sin tener con quién hablar, durmiera o permaneciera despierta, revisando su pasado o maldiciendo su situación presente.
Esto sucedió a raíz de que, una madrugada, Dionisio Pinzón comenzó a perder sistemáticamente lo que había ganado en el transcurso de la noche y algo más. Alegó que se sentía cansado y echó la culpa de no poder concentrarse en el juego a sus largas vigilias. Sus compañeros le dieron un rato de reposo; y cuando regresó de nuevo a continuar la partida, todos notaron que junto a él, oculta en la penumbra, estaba sentada Bernarda Cutiño.
A nadie le extrañó este hecho, ya que estaban habituados a verla muchas veces allí. Y como quiera que permanecía quieta, como si durmiera, los presentes absortos en el juego, se olvidaron pronto de aquella mujer, haciendo caso de sus propias preocupaciones, porque comenzaron a ver cómo el monte pasaba otra vez a manos de Dionisio Pinzón, donde el dinero se acumulaba en proporciones desmedidas.
Desde entonces, hasta la noche de su muerte, esa fue la vida de Bernarda Cutiño. Parecía una sombra permanente sentada en el sillón de alto respaldo, ya que, como vestía siempre de negro y se ocultaba de la luz que iluminaba sólo el círculo de los jugadores, era difícil ver su cara o medir sus actos; en cambio, ella podía observarlos bien a todos desde su oscuridad.
No le importó a Dionisio Pinzón que ella, para entretener las largas noches de desvelo, se dedicara a beber hasta el ahogo de la conciencia. Porque esto era lo que ella hacía mientras permanecía en el sitio donde su marido la había clavado. Y a eso se debía la apariencia, primero un poco inquieta, pero más tarde sin movimiento de su figura.
Para tal objeto, tenía a la mano una o varias botellas de las que sorbía largos tragos.
Bien es cierto que estaba acostumbrada a beber, pues desde que comenzó como cantadora en las tapadas, era de reglamento refrescarse el gaznate... entre una y otra canción, parado cual el mismo público o algún apostador ganancioso o enamorado, se encargaba de obsequiarles, a ella como a sus músicos, una buena ración de tequila, lo que les servía para poner más alma y mayor alegría en sus interpretaciones. Desde entonces le había quedado la costumbre de tomar.
No es de extrañar que aquí en su casa, donde no se ocupaba de nada, ni de cantar, pues hasta ese gusto había perdido, llenara sus horas vacías con alcohol, y dormitara su embriaguez frente a los mudos jugadores que rodeaban la mesa del Paco, en las noches largas y calladas, donde apenas si se oía el tallar monótono de las barajas. Aquí, pues, donde un puñado de hombres parecían ahogar hasta el resuello, ella bebía y bebía, para después quedarse adormecida, arrullada por su borracho y palpitante corazón.
Pero no sólo trastornó su vida, sino que descuidó hasta la de su hija de la que ya nada sabía. Y en igual caso estaba Dionisio Pinzón, que ni se acordaba de ella, de su hija llamada también Bernarda, y apodada La Pinzona, todo por tener ocupado su corazón en el juego.
Por su parte, la muchacha no los procuraba para nada. Llegaba y salía de la casa. Desaparecía unos días. Volvía. Volvía a desaparecer, sin que nunca los viera ni ellos a ella.
Cierta mañana, cuando después de una noche más de agobiante desvelo, los dos se encaminaron a descansar en sus habitaciones. Él por delante y La Caponera siguiéndolo con pasos tambaleantes, llegaron del pueblo vecino unos que se decían representantes de la sociedad a hablar con Dionisio Pinzón.
Le expusieron el objeto de su visita relacionándola con su hija Bernarda.
—Señor —le dijeron—, tal vez usted por sus absorbentes ocupaciones no esté enterado de la conducta de su hija.
Y Dionisio Pinzón que se alteraba fácilmente, sobre todo a estas horas en que lo dominaba el sueño, les respondió:
—¿Qué demonios puede importarles a ustedes la conducta de mi hija?
En esos momentos, trastabillando, buscando el apoyo en las paredes, se acercó Bernarda Cutiño.
—¿Qué quieren estos señores, Dionisio? ¿Qué encargo traen?... ¿Le ha pasado algo malo a Bernardita?
Pero Dionisio Pinzón, sin hacer caso de su mujer, se encaró nuevamente con el grupo de señores:
—Pregunto: ¿Quién les da el derecho de meterse en lo que no les importa?
Uno de ellos habló al fin, tímidamente:
—Pensamos que tal vez... ella esté abusando de su consentimiento, don Dionisio... creemos de nuestro deber enterarlo a usted de sus actos licenciosos... El desenfreno escandaloso con que obra, aun dentro de los santos hogares del pueblo... Ayer mismo...
—Ayer mismo ¿qué? —gritó Dionisio Pinzón—. ¡Acaben de una vez con sus chismes!
—Le diré, don Dionisio —intervino uno de aquellos caballeros—, mi hija Sofía se iba a casar hoy. Teníamos preparado ya todo... La iglesia... el banquete... todo. Y ayer precisamente, su novio, Trinidad Arias, fue raptado por la hija de usted...
—Y uno de mis niños, llamado Alfonso, de apenas diecisiete años, fue ultrajado por ella hará unas dos semanas... —declaró otro de los allí presentes.
—No sólo es eso señor don Dionisio —dijo uno de bigotes engomados—... Yo soy como usted ve, un hombre respetable. Respetuoso de mi hogar en el que he procreado seis hijos. Dos de ellos, por desgracia, no se lograron... Hoy descansan en los brazos del señor... Y yo, mire usted, he recibido proposiciones amorosas de La Pinzona, quiero decir, de la hija de usted... a riesgo de...
—El asunto es —intervino otro con bruscos ademanes y haciendo uso de una voz engolada— que las congregaciones de señoras, madres y esposas ven peligrar sus hogares con la descarada coquetería de esa muchacha... Y sus indecentes provocaciones.
Ya soltada la rienda, todos se pulieron hilvanando acusaciones contra Bernarda Pinzón.
Bernarda Cutiño oía azorada todo lo que se decía acerca de su hija y sus ojos se paseaban inquietos sobre todos aquellos señores que pedían como un clamor, un severo correctivo para la niña que ella había traído al mundo y que, sin saber a qué horas, había crecido y corría por el mismo camino que a ella le había tocado vivir.
En cambio, Dionisio Pinzón, acostumbrado a que todos se inclinaran ante su fuerza y su fortuna, y consecuente por razones de orgullo con la conducta de su hija, miraba con soma y desdeñosamente a aquellos señores. Dejó que echaran todos sus desahogos fuera:
—¡Largo de aquí! ¡Imbéciles! —les gritó enfurecido.
Y azuzándolos y gritándoles: ¡Ratas roñosas! y otras cosas más, los echó fuera de su casa. Volvió junto a Bernarda Cutiño que sollozaba exclamando: ¡No puede ser verdad! Aún sin creer que su hija fuera lo que aquellos señores habían dicho de ella. Dionisio la tomó por los hombros, desprendiéndola de la pared donde había recostado la frente. Y le dijo, todavía con palabras que reflejaban su coraje:
—¡Mi hija hará lo que le venga en gana! ¿Me oyes, Bernarda? Y mientras yo viva le cumpliré todos sus caprichos, sean contra los intereses de quienes sean.
Ya más calmado, hizo que su mujer se apoyara en él y le ayudó a caminar hacia su cuarto mientras le decía:
—No te apures, Bernarda... Algún día le llegará el sosiego... Como te llegó a ti. Como nos llega a todos... Ven y descansa.
Pero nunca más llegó a consolarse. Se sentía culpable y atormentada por el futuro de su hija. Esto hizo que se le amargara más la existencia. Y siguió bebiendo. Embriagándose hasta la locura.
Murió una noche sola, sentada en su sillón de siempre, sin que nadie la auxiliara ni se enterara del ahogo que la llevó a la muerte provocada por el alcohol.
Con esa noche, ya era larga la serie de noches en que había llovido sin interrupción y aún seguía lloviendo, motivo por el cual los asistentes a la partida, habían prolongado su estancia en Santa Gertrudis, no muy a su pesar. Los allí reunidos eran todos hombres de posibles, encontrándose entre ellos un general retirado, propietario de una hacienda cercana; dos hermanos apellidados Arriaga, originarios de San Luis Potosí y que se decían abogados; pero en realidad no eran sino tahúres profesionales; un rico minero de Pinos; un estanciero del Bajío a quien acompañaba su médico, pues al parecer padecía del corazón, lo que no le impedía ser el único de los jugadores que tomara una copa tras otra de aguardiente, combinándolas en ratos con varios frascos de medicinas que tenía a la mano, sobre la mesa. Llamaba la atención porque siempre estaba tomando algo “para el susto” o “para el gusto” según ganara o perdiera. El médico, por su parte, le tomaba el pulso de vez en cuando, o le auscultaba el corazón, aunque esto no le impedía participar también en el juego.
Eran pues siete personas las que formaban esa noche la partida. Mismas que llevaban ya varias noches jugando sin aparentar cansancio.
Como siempre, la reunión había comenzado después de la cena. A no ser por el ruido que producía allá afuera la lluvia, todo aquí estaba en silencio, y se diría que la gran sala estuviera deshabitada, si no se produjera de cuando en cuando un ligero movimiento de alguna de aquellas figuras, algún carraspeo y, al terminar cada mano y cuando las ocho barajas volvían a formar su imponente altero en el centro de la mesa, algún breve comentario o alguna broma que Dionisio Pinzón se permitía hacer a uno de sus invitados.
El monte estaba en poder del ganadero de Bajío. Pero no duró mucho en sus manos. Pronto pasó, entre pastilla y pastilla y trago y trago, a poder del general. Y de allí Dionisio Pinzón, de donde ya no se movió en el transcurso de varias horas, donde fue acumulándose, a tal grado, que cuatro de los concurrentes se retiraron de la partida, quedando sólo los dos abogados de San Luis haciendo frente a Dionisio Pinzón.
A un lado, en la sombra donde siempre se escondía, descansaba Bernarda Cutiño, inmóvil, al parecer dormida. Su figura, ala que apenas si llegaba el reflejo de la luz, sobresalía de la penumbra por su negrura, pues como otras veces, vestía un traje de terciopelo negro; el refulgente brillante que adornaba una de sus manos y el eterno collar de perlas.
Muy cerca del amanecer, cesó la lluvia. Lo anunciaron el canto de los gallos y el croar de las ranas en los anegados campos.
De los hombres que habían “corrido” de la partida, sólo quedaban el enfermo del corazón, con su médico al lado, ambos dormidos, la cabeza recostada en el respaldo de la silla. Los demás habían emprendido el camino de regreso a sus casas.
Dionisio Pinzón seguía jugando con su calma habitual, a pesar de que aquellos dos hermanos Arriaga, se habían confabulado para derrotarlo. Su rostro, tenso por el esfuerzo para conservar la serenidad, no reflejaba ni temor ni júbilo. Parecía de piedra.
Al fin, uno de los abogados, tiró sus cartas para indicar que se retiraba. Y se retiró.
El Pinzón calculó que el otro lo haría en la próxima mano y que por esa vez había terminado la “partida” de nuevo a su favor, por eso ni siquiera le importó reclamar cuando vio al dicho abogado, su único contrincante, hacer una maniobra sucia al tallar las cartas. Y no sólo eso, sino que le dejó ganar el punto.
—Es de usted, licenciado —le dijo aún sin ver su juego. Pero se le quedó mirando como diciéndole: tienes las manos un poco torpes para hacer trampa. El otro pareció comprender; entregó los naipes a Dionisio Pinzón y dijo:
—Usted baraje y dé.
Así se hizo.
De pronto sintió que perdía. Vio cómo se le iba desmoronando el monte.
—Un descuido —dijo para justificarse.
Pero una hora después lo habían limpiado y el monte entero estaba en poder de aquel licenciado de San Luis.
Fue entonces cuando oyó una risa de muchacha. Era una risa sonora, alegre que parecía querer taladrar la noche.
Volvió la cara hacia el sitio donde reposaba su mujer; pero la vio tranquila, profundamente dormida, sin que manifestara ningún sobresalto ante la risa que a él lo había molestado.
—Ha de ser mi hija. Acostumbra regresar siempre a estas horas dijo como respondiendo a alguna pregunta.
Peto al parecer ninguno de los dos hermanos Arriaga le había preguntado nada. El que jugaba con él lo miró fijamente:
—Usted habla, don Dionisio —le dijo.
Él miró sus cartas y las tiró sobre el paño verde:
—No voy —respondió.
De algún lugar de la casa surgió con voz lejana el comienzo de una canción:
Pregúntale a las estrellas
si por las noches me ven llorar,
pregúntales si no busco
para quererte, la soledad.
Pregúntale al manso río
si el llanto mío no ve correr;
pregúntale a todo el mundo
si no es profundo mi padecer...
Y como una réplica, oyó la misma canción en la voz ardiente de La Caponera, allá, brotando del templete de una plaza de gallos, mientras veía muerto, revolcándose en el suelo a un gallo dorado, tornasol.
Oyó de nuevo la voz:
—Reparta usted, don Dionisio.
Él, como distraído, tomó las mismas cartas que había dejado en la mano anterior; las miró de nuevo y volvió a decir:
—No voy.
—Si se siente usted cansado, lo dejamos para otra ocasión —le dijo el hombre que tenía enfrente.
—No, de ningún modo —respondió volviendo a la realidad... — De ninguna manera. Sigamos.
—¿Tiene usted con qué ir?
—¿Qué?
Los gallos volvieron a cantar, tal vez anunciando ya el sol. Resonó huecamente el batir de sus alas y cantaron, uno tras otro, infinitamente.
Allí estaba su madre ayudándole a hacer un agujero en la tierra, mientras él, en cuclillas, procuraba revivir, soplándole en el pico, el cuerpo ensangrentado de un gallo medio muerto.
Sacudió la cabeza para espantar aquellos pensamientos.
—¿Qué? —preguntó otra vez.
—¿Qué si tiene usted con qué ir? —fue la respuesta.
—Sí, claro. Tengo allí en ese cajón —dijo señalando una caja fuerte empotrada en la pared— algún dinero. Suficiente para cubrir el monte y... algo más.
—Bien. Va contra el monte entonces.
—Va.
Volvió a perder.
Retuvo un momento en sus manos las malas cartas que le habían tocado en suerte, y de reojo, echó un vistazo a su mujer que seguía durmiendo, sin inquietud alguna.
—¿Quiere usted seguir jugando, don Dionisio?
—Naturalmente.
—¿Paga ahora o después?
Fue hacia la caja fuerte y regresó con todo lo que allí había, desde dinero en efectivo hasta papeles que representaban escrituras de sus propiedades. Pagó el monto de lo perdido. Tomó las cartas; barajó y luego repartió. Al hacerlo se dio cuenta que no sentía ningún cansancio; pero sí cierto desasosiego, tal vez causado por los pesados pensamientos que habían venido a distraerlo.
Las cartas fueron cayendo y volvieron a caer, precipitando más en desgracia a Dionisio Pinzón, quien, desconcertado, había perdido el control de sus nervios. Por su cara corría el sudor frío de la desesperación que lo comenzaba a invadir. Ahora jugaba ciegamente sin ganar. Volvía a jugar y volvía a perder. No quería apartarse un momento de la baraja la cual ponía debajo del codo en cuanto acababa de repartir las cartas.
—No puedo perder —decía—. No puedo perder —y murmuraba otras frases incoherentes.
El ganadero del Bajío y su médico, despiertos ya, así como el otro licenciado que estaba de mirón, lo contemplaban impávidos, no dando crédito a sus ojos ni a su razón los desatinos que estaba cometiendo aquel hombre, momentos antes tan sereno, tan dueño de sí mismo, y ahora dando a puños todo lo que parecía poseer sobre la tierra.
—Se está usted jugando su destino, don Dionisio. No tiene caso que juegue usted así —se atrevió a decir el ganadero.
Pero el Pinzón no oía.
Había amanecido. La luz que entraba por las enormes ventanas dio de lleno en el parche verde de la mesa; iluminando los rostros agotados por el desvelo de los jugadores.
Dionisio Pinzón apostaba en esos momentos el último documento que le quedaba. Dejó sus cartas boca abajo, mientras el otro revisaba las suyas. Cuando le pidieron dos cartas más, las dio y volvió a esperar. Miró hacia Bernarda Cutiño, su rostro pálido, apacible dentro del sueño. Luego miró hacia su contrario, tratando de adivinar alguna señal, algún ligero rastro de desaliento. Sólo hasta entonces desmadejó sus cartas. Sus manos estaban temblorosas y de sus ojos salía un brillo metálico. Dejó caer tres y tomó otras tres; pero ni siquiera las cotejó. Su contrincante le exhibía ya su juego contra el que no tenía nada. Ni el par del honor.
—¡Bernarda! —llamó—. ¡Bernarda! ¡Despierta, Bernarda! ¡Lo hemos perdido todo! ¿Me oyes?
Fue hasta donde estaba su mujer. La sacudió por los hombros:
—¿Me oyes, Bernarda? ¡Lo hemos perdido todo! ¡Hasta esto!
Y arrancó de un fuerte tirón el collar de perlas que Bernarda Cutiño tenía en el cuello, haciendo que se desgranara y rodaran las cuentas por el suelo. Todavía gritó:
—¡Despierta ya, Bernarda!
El médico allí presente se acercó hasta ellos. Hizo a un lado a Dionisio Pinzón y levantando con sus dedos los párpados de la mujer, mientras que le auscultaba el corazón, dijo:
—No puede despertar... Está muerta.
Entonces se notó el extravío de aquel hombre que seguía sacudiendo a su mujer y reclamándole:
—¿Por qué no me avisaste que estabas muerta, Bernarda?
A los gritos acudió su hija. Bernarda la Pinzona. Y sólo al ver a ésta Dionisio Pinzón pareció calmarse:
—Ven a despedirte de tu madre —le dijo a la muchacha. Ella, comprendiendo lo que había pasado, se precipitó, arrojándose en el regazo de su madre muerta.
En tanto, Dionisio se encaró con quien le había ganado esa noche todo cuanto tenía.
—En ese cuarto, tengo guardado un ataúd, dijo señalando una pequeña puerta de un lado de la sala. Eso no entró en el juego... Todo, menos el ataúd.
Enseguida abandonó la sala. Se oyeron por un rato sus pasos al recorrer el largo corredor de aquel caserón: Después sonó un disparo seco, como si hubieran golpeado con una vara una vaqueta de cuero.
*
Esa misma tarde los enterraron en el pequeño camposanto de Santa Gertrudis. A ella en un cajón negro, de madera corriente, hecho a prisa. A él, en el féretro gris con molduras de plata, que había conservado oculto desde el tiempo en que no pudo utilizarlo para guardar los restos de su madre.
Sólo dos personas acompañaron los cadáveres al camposanto. Secundino Colmenero y Bernarda Pinzón. De los invitados, que habían vivido y convivido muchas veces en Santa Gertrudis, ninguno se presentó, y los que allí estaban se fueron sin despedirse como si tuvieran miedo de hacerse solidarios de aquella doble muerte. Hasta los enterradores, luego que terminaron su maniobra, desaparecieron por diversos caminos.
Cuando estuvieron los dos solos, frente a las cruces cuatas que habían clavado sobre la misma tumba, Secundino Colmenero preguntó:
—¿Y ahora qué va a ser de ti, Bernarda?
Ella, que mostraba una cara triste, compungida, como si no sólo sintiera aquellas muertes, sino el peso de su propia culpa alzó los hombros y con voz llena de amargura, dijo:
—Al fin y al cabo aquí no podría vivir... Seguiré el destino de mi madre. Así le cumpliré su voluntad.
Pocos días después, aquella muchacha que había llegado a tenerlo todo, y ahora no poseía sino su voz para sostenerse en la vida, cantaba desde un tablado en la plaza de gallos de Cocotlán, un pueblo arrumbado en los rincones más aislados de México. Cantaba como comenzó a cantar su madre allá en sus primeros tiempos, echando fuera en sus canciones todo el sentimiento de su desamparo:
Pavo real que eres correo
y que vas pal Real del Oro,
si te preguntan qué hago
pavo real diles que lloro,
lagrimitas de mi sangre
por una mujer que adoro...
—¡Cierren las puertas! —pregonó el gritón al dar comienzo la pelea.