13 enero 2014

¿Pistolero?



Otrora vivía en un sitio llamado Cualquier Lugar un poderoso hacendado, pero poderoso de verdad: poder de tierras y de rebaños, de mucha autoridad y prepotencia. Lo de otrora es porque el caso que aquí se va a contar sucedió hace casi doscientos años, sin exageración. Pero, podía haber pasado en la actualidad o, tal vez, esté sucediendo ahora o mañana, simplemente con un ligero cambio de escenario. ¿Por qué? Porque el hombre siempre está cambiando de escenario; lo único que él no consigue es cambiar al propio hombre.
Santa era el nombre del hacendado. Maximino Santana. Solamente cuando visitaba al notario para firmar, como de costumbre, una escritura, era cuando las personas se acordaban que Santana —¡ah, era cierto! — se llamaba Maximino. Tal vez ni él mismo se acordara ya de su nombre. ¡Santana y punto! Apellido promovido a nombre, cosa que, por lo demás, sucede hasta en las mejores familias.
Santana, evidentemente, tenía una familia y provenía de otra; las dos sumadas, multiplicaron en tres generaciones el apellido Santana. En lo que concierne a Santana, el hacendado, sumaba y multiplicaba tierras y rebaños con el aval de los notarios. Disminuir y dividir no eran operaciones de su gusto aritmético.
Se enorgullecía tanto y tanto del nombre o, mejor dicho, de su apellido, de modo tal que cuando le nació el primer hijo le puso por nombre Santana.
—Es el nombre que me dio suerte —explicaba—. Y ya que no pude llamarme en verdad Santana, mi hijo se va a llamar así.
¿Qué podía decir el escribano del Registro Civil? Si el hacendado así lo quería, que así fuera. Y registró con el nombre de Santana al recién nacido. Más tarde, cuando tuvo que aprender a firmar su nombre, le bastó al niño escribir por duplicado: Santana Santana.
Fue justamente Santana Santana, ya todo un hombre, quien sacó de la sesera la idea de contratar un pistolero para acabar de una vez por todas con el pleito que los Santana tenían con un vecino llamado Pedro Juan.
—¿Un pistolero? —preguntó el padre.
—Sí, un pistolero —respondió el hijo.
—¿Me estás diciendo que debo matar a Pedro Juan?
—No queda otro camino, padre.
—Hijo, ¿qué idea es esa? Hasta hoy, nadie de nuestra familia necesitó del crimen para resolver lo que fuera. Tengo 65 años, luché duro para tener lo que tengo, he tratado con toda clase de gente, no niego haber peleado algunas veces, pero siempre respeté la vida de los demás.
Dos días después vinieron con el cuento de que Pedro Juan, acompañado de su ingeniero, estaba midiendo las tierras que colindaban con las de los Santana.
—¿Te das cuenta, padre? —dijo Santana Santana—. Pedro Juan no escarmienta. Está tramando nuevos líos. No queda otro remedio que liquidarlo. Mañana por la mañana voy a la hacienda de mi padrino. Le pediré que contrate un pistolero. Mi padrino está acostumbrado a tratar con esa gente, no habrá problemas.
—Yo ya te di mi opinión —dijo Santana—. Pero ya que insistes, resuelve con tu padrino como lo creas mejor. Sólo te pido que me dejes fuera de esto.
—¿Algún encargo para él, papá?
—¿Para quién?
—Para mi padrino.
—Ah… dale mis saludos.
Santana Santana volvió diciendo que el padrino había prometido conseguir, dentro de dos o tres días, a la persona adecuada para realizar el servicio.
El padrino cumplió lo ofrecido: dos días después llegaba un hombre que, visto de arriba abajo y de lado a lado, no tenía nada especial. Era un hombre fornido, de patillas, usaba un sombrero cualquiera y traía colgada del hombro una mochila de cuero, cosa que los hombres de aquel tiempo ya usaban
¡Claro! ¡Era el pistolero!
Santana Santana lo llamo a un lado y le dio las instrucciones necesarias.
—Tenga confianza —dice el pistolero—. De mañana no pasa.
Eran aproximadamente las cuatro de la tarde, salvo error. El pistolero se acomodó en la terraza.
Santana Santana lo dejó allí y fue a ver unos puercos recién nacidos. En eso, Santana padre salió hacia la terraza donde encontró al pistolero que había visto antes conversando con su hijo en el cerco:
—¿Y tu revólver, muchacho? —preguntó el viejo.
—¿Revólver?
—Sí, tu revólver. Desde que llegaste noté que estabas desarmado, a menos que tengas en arma en la mochila.
—No, señor, no tengo revólver.
—Pero… viniste a prestar un servicio, no entiendo por qué no trajiste tu arma. No me gusta nada la idea de que hagas el servicio con un arma de mi hijo o mía. ¿Por qué no traes contigo un revólver?
El pistolero sonrió algo cortado:
—¿Sabe?... debo decirle que le tengo horror a las armas de fuego.
—¿Horror a las armas de fuego?
—Sí, señor. No está en mí… Me asusto mucho cuando oigo un tiro.
—¿A ver?... no entiendo. Viniste a hacer un servicio…
—Y lo voy a hacer, señor mío. Voy a hacerlo. Sólo que no trabajo con arma de fuego… Yo sólo trabajo con puñal.
—¿Con Puñal?
—Sí, señor… Quiero decir que yo cojo a la persona, la derribo y le doy un tajo en el gañote. Ahí acaba todo… Ya despaché unas dieciséis personas de ese modo. Más fácil que sangrar un cerdo. Después uno aprovecha para limpiar el puñal en la camisa del muerto. ¿Se da cuenta?
El hacendado puso cara de asco. El labio superior le temblaba, moviéndose hacia un lado, como si quisiera reír y no se riese. Pero eso duró un rato, de inmediato su rostro se convirtió en una airada máscara.
Abandonó la terraza y entró en la casa. Había en él algo que delataba una determinación. Al momento volvió con un revólver en la mano. Desde la puerta fue disparando contra el pistolero. El primer tiro le acertó en la cabeza y los dos siguientes en el pecho. Hubiera bastado con el primer disparo, el pistolero no tuvo tiempo ni de convulsionarse: murió al instante.
Santana Santana vino corriendo.
—¡Papá, ¿qué has hecho, papá?! Mataste al pistolero…
—¿Pistolero? Maté a un monstruo.
—Pero, papá… Y ahora, ¿qué vamos a hacer con Pedro Juan?
El hacendado no lo pensó dos veces:
—Bueno, ya que comencé, hay que seguir adelante. Coge tu arma y vamos a acabar con él.
Y acabaron.

Herberto Sales
Brasil, 1917-1999