18 febrero 2011

Duelo a cuarto cerrado

Ya era tarde cuando el muchacho recorrió la plaza de Balandú.
— ¡Se van a matar! —gritó con orgullo desesperado en la manera de anunciarlo.
Fue también tarde cuando el teniente salió al trote elegante hacia el local. Y tarde cuando golpeó a la puerta y la gente se apretujaba por presenciar lo que era imposible de ser presenciado.
Todos se hundieron en esa espera corta y respetuosa que intuye el ruido que debería producir la muerte: adentro el duelo era silencioso e implacable.
— ¿Quiénes?
—Ellos. Juraron darse cuchillo agarrados a un pañuelo.
En un principio fueron amigos extremos. Sólo ellos podían llegar a ser enemigos hasta la obsesión, unidos en la vida y en la muerte por ese rencor que les llenaba las horas.
Nadie respondió a los golpes del teniente, nadie respondió a los llamados del muchacho ni de la mujer vestida de negro que ponía en el grito su último vigor.
— ¡Abran la puerta!
En medio del silencio pareció abrirse paso un ruido sordo que salía del cuarto, dos respiraciones apretadas, zapatos que pisaban el suelo macizo.
— ¡Apagaron la luz!
—Se están matando en el oscuro.
El oficial hizo una seña al agente que llegó a su lado; cuando el agente regresó con un hacha y una barra, el oficial llamó de nuevo. Nadie adentro se acercó a la puerta. La mujer de negro miró al muchacho, miró al oficial, miró a la puerta. Después los ojos se sacudieron como si las miradas quisieran salir juntas.
— ¡Brutos! —dijo, y con sus manos abiertas se tapó lo que pudo de la cara. El muchacho se arrimó con la cabeza caída.
— ¡Véanla! —señaló alguien cuando el primer hachazo dio contra el borde de la chapa de gruesa llave. Unos rostros se empinaron sobre las cabezas para ver dos caminos de sangre que resbalaban debajo del portón y caían lentos al escalón del quicio. Ni una queja salía del cuarto, ni una protesta: sólo movimientos sordos, el jadeo de dos hombres en duelo a muerte.
Los de afuera empuñaron sus dedos violentamente como para no soltar el cuchillo que no empuñaban. Cuando la puerta crujió con más violencia al abrirse, empezó a crecer la sangre junto a una bota del teniente; la otra bota pisó el quicio, avanzó una mano en la oscuridad y soltó la luz.
De espaldas a lo que se volvió murmullo, el oficial ordenó al agente:
—Haga retirar a los demás.
Se fijó en el pañuelo lleno de sangre que todavía apretaban los puños de los cuerpos tendidos y que no soltaron con las cuchilladas. Sólo agregó, casi en silueta, la luz contra el poderío de su quijada:
—Estos dos ya se mataron.

Manuel Mejía Vallejo.