10 febrero 2013

¡Nos debemos la muerte, Oviedo!

 
Recuerda que somos mortales,
arreglemos nuestras cuentas.


Huayno popular peruano

 
Al principio encendió un cigarrillo guiado por un viejo hábito, como si estuviese petrificado al pie de su catre, arropado con un abrigo negro y un desvaído pantalón vaquero. Se sirvió una taza de café frío a pesar del viento glacial, esa mañana, sin quitarse los guantes, sin darse cuenta de que los pétalos podridos de los jazmines caían al pie de la ventana como picas de papel en la penumbra. Oviedo, apoltronado en su silla, sorbió pausadamente el café, soltó bocanadas de humo, sus ojos flotaron sobre los vidrios opacos de la puerta tentados de alcanzar la calle, de alcanzar la estación del tren y abordar el de las doce. Sin embargo, debió guardar la taza vacía en un rincón de adobes tiznados, consumir por completo el cigarrillo, cerciorarse de que el boleto estaba ahí, en el bolsillo trasero, y debió por fin consultar su reloj pulsera, entrecerrando los ojos como era su costumbre, para que se diera cuenta de que era hora de dar paso al destino, de arrancarle por última vez una hoja al almanaque, de cerrar el zaguán con aldaba y caminar hasta la estación tratando de ocultar esa extraña inquietud por llegar a Huancayo y arreglar viejas cuentas.
Pronto abandonó su chalet de los suburbios y ganó las calles céntricas de Huancavelica, con su andar leve de fiera esquelética. Oviedo sólo llevaba encima un decolorado sombrero que encubría la calvicie modelada por el tiempo, y una fotografía en blanco y negro de él y sus camaradas en una recóndita callejuela de Huancayo, allá por el 87, que le recordaba inexorablemente la incertidumbre de la guerra. Y aquello era suficiente. Dominó la ciudad acorazada, sin horizontes. Vio las casas grises sofocadas por centenarias enredaderas y se convenció de que hacía mucho tiempo habían dejado de ser simplemente casas y ahora en cambio se iban pareciendo a los hombres cuando mueren. Quizá por ello esta vez no se ofuscó con los ruidos de la gente y las bocinas de la calle Versalles, que durante un mes exactamente —desde que abandonó la prisión y arribó al azar a esta ciudad— le estorbaron, martirizaron su oficio de relojero ambulante. Consultó su reloj entrecerrando los ojos, como era su costumbre, y supo que había tiempo para encender un cigarrillo y recordar casi en voz alta que hace exactamente treinta y cinco años, once meses y seis días que esperaba zanjar una cuenta, y fumó impasible entre muchedumbres indiferentes. Oviedo era posiblemente el tipo más satisfecho sobre la tierra sosteniendo su cigarrillo rumbo a la estación del tren; no le importaba ahora la estrepitosa tos que sacudía su rostro constantemente exhibiendo su barba rala, blanca como la cal; ni tampoco el hecho de que haya tropezado con el pie izquierdo al salir de su barraca, incidente que otras veces en el pasado le había inquietado hasta la alucinación, encerrándolo indefectiblemente en casa durante todo el día, recordando que la última vez que vio al teniente Patiño en la emboscada, había tropezado con el mismo pie.
Le cogió una llovizna gris y apuró el cigarrillo. Abandonó sus contemplaciones y se incorporó al presente, a su momento, recorrió la última cuadra, sus dedos arácnidos constataron que el boleto se
hallaba en el bolsillo trasero. Arribó a la estación mientras la llovizna se hacía más dura, abordó el vagón y ocupó su asiento. Sacudió su sombrero algo tranquilizado, acomodó en un bolsillo la foto y nuevamente —sin percatarse que el tren se ponía en marcha— se entregó a los recuerdos oscilando entre los episodios oscuros de aquellos años en Púcuta y en tres o cuatro palabras que le dijo el teniente Patiño tratando de negociar la liberación de sus soldados. Recordó, por ejemplo, los incendios de las haciendas, de las fincas y las iglesias donde el mismo Patiño clamaba: « ¡Mamani está ahí! ¡Lo quiero vivo o muerto!». Y aquellas torturas, tres días en el pozo con agua hasta las narices y las rodillas quebradas por la electricidad. Empalideció, aún ahora, su rugoso rostro. Pensó en la desolación de 1964 donde se incubaba un amasijo de ideas en medio de la selva, y en la gran emboscada en que murieron treinta y cinco hombres y él, Oviedo, fue capturado junto a Mamani por el Ejército siguiendo las órdenes de Patiño. Recordó la espesa niebla de aquella mañana, la misma llovizna que ahora veía por la ventanilla del tren, la dinamita, las balas penetrando en los cuerpos de uno y otro bando, la incertidumbre de los repentinos silencios, y por fin, la arremetida, el desarme y la tortura: lo colgaron desnudo de los brazos en un bohío, llovieron macanas contra los huesos y los músculos que cedían y estallaban, la electricidad acuchillaba sus rodillas, y al cabo su cuerpo húmedo y laxo, atado enérgicamente, fue arrojado a la tierra junto al rostro inerte del camarada Nilmar, a quien le habían arrancado los párpados para que nunca cerrase los ojos… Y luego los treinta años en prisión…
El silbato repentino del tren lo sustrajo temporalmente de sus pensamientos, se hundió en su butaca, asqueado, ofuscado por no poder fumar en el vagón. Pronto olvidó la molestia, retornó a sus recuerdos y le sobrevino una rara emoción. Trató de recordar una a una las palabras de Patiño cuando éste lo abordó soberbio en el pasillo de la cárcel luego de la sentencia: «No lo olvide Oviedo, esta guerra es entre los dos. Debiste matarme cuando me tuviste de rehén. Sin embargo, esto no ha terminado. Tuviste tus razones y ahora yo tengo las mías». Y le dio en un papel garabateado el lugar, la fecha y la hora exacta en que debían arreglar sus cuentas. Y ese día era hoy después de treinta y cinco años, once meses y seis días. Quizá por eso ahora supo que toda esa eternidad no fue sino un detenerse a pensar en el camino y retomarlo más decididamente. Por eso no contó las cinco horas de viaje ni las quince cuadras que caminó hasta el centro de Huancayo hasta la Plaza Constitución, o los 69 pasos que avanzó hasta un banco donde creyó que estaría a la vista de los transeúntes… de Patiño. Consultó su reloj, entrecerrando la vista como era su costumbre, y supo que las agujas indicaban las siete menos cinco minutos. Encendió un cigarrillo, apreció la noche, el cielo algo gris como corresponde en invierno. Los árboles iluminados por los faroles, contiguas luces que infinitamente seguían el rastro paralelo de las avenidas. Todo había cambiado en treinta y cinco años. Sólo la plazoleta mantenía su forma, excepto por alguno que otro árbol que ya no existía y la luminosidad que ahora lo penetraba todo y destruía las sombras. Oviedo, en la plazoleta, no tenía sombra y soltó una risita de alegría. Podía estar contento ahora, en completa inercia, observándolo todo, discurriendo en cosas más insignificantes, ahora que le acometía una satisfacción, pensó en las gigantescas agujas del reloj de la Catedral, pensó en el vuelo espiral de las palomas, en los edificios que lo rodeaban. Y sólo cuando el tañer de las campanas dejó entrever que eran las siete de la noche, vio a alguien de considerable estatura envuelto en una gabardina negra, chalina y guantes, que despacio se acercó hacia él.
—Buenas noches, Teniente —dijo Oviedo consultando su reloj—. Siete en punto. Algo se aprende en el ejército.
—Cómo estás, Oviedo —saludó apacible el mayor Patiño tratando de ocultar quizá la misma emoción que sentía Oviedo y estrechó su mano afectuosamente.
—Creo que bien, Teniente, aunque con algo de frío por supuesto; el tiempo ha cambiado. Hace treinta y cinco años…
—Así es. Pero qué ocurrencia confiarse en invierno. Me sorprende de usted.
—Aunque es mayor el frío en la prisión. Usted sabe, el cemento, las rejas…
—Bueno, bueno, dejemos eso. ¿Toma algo? Digo, para conversar más tranquilamente. Han pasado tantas cosas.
—Usted dirá.
Oviedo se levantó del banco y echaron a caminar como dos sombras envejecidas, como dos viejos amigos que se debían la muerte el uno al otro. Caminaron algunas cuadras casi en silencio. Entraron en una cantina. El Teniente pidió dos
calientes1 mientras se acomodaba en una silla.


—Es lo que toman los hombres —dijo.
Oviedo asintió indiferente mientras ocupaba su asiento adyacente a un muro colmado de luces de neón. Examinó algunos rostros paulatinamente, quizá con el propósito de descubrir en alguno de ellos una cara conocida, camarada… Y luego volvió a lo suyo, extrajo del bolsillo interior de su abrigo su cajetilla semivacía de cigarrillos, encendió uno y ladeándose hacia al Teniente que llenaba su vaso, invitó:
— ¿Desea uno?
— ¡Qué descortés! —dijo Patiño avergonzado—. Perdone Oviedo, hacerle venir hasta aquí y no ofrecerle un cigarrillo. ¡Eso es imperdonable siendo yo el anfitrión!
Cogió uno en seguida más reconfortado, cómodo, y de no ser que entre ambos fortuitos compañeros mediaba un ancestral duelo, habría deseado permanecer así impasible con un cigarrillo entre los dedos perpetuamente. Se acercó satisfecho a la lumbre de Oviedo, avivó el tabaco y «golpeó» arrojando una bocanada de humo que desdibujaba sus rostros, que se difuminaba con la luz verde de la taberna, revolviéndose con la música que llegaba desde algún cubículo secreto.
—Debe ser la emoción de volverlo a ver, Oviedo.
—No se preocupe —señaló Oviedo mientras retiraba los codos de la mesa para recostarse en la pared—. En la prisión nadie se toma atenciones para nadie.
—No me diga que no tuvo quien lo visitara, ¿su madre al menos? —murmuró el Teniente ofreciéndole la copa vacía.
—El primer año la veía cada fin de semana. Después ya no —comentó sobrio depositando la mirada en la gente que entraba o salía o fumaba en otras mesas esperando insensiblemente que pasase el tiempo.
—Parece que no es bueno hablar de eso ahora. En fin, en fin… han pasado tantas cosas.
—Y qué fue de usted, Teniente. A usted sí le fue bien según veo —interrogó el guerrillero reafirmándose en la conversación.
—Algo. Después de tu proceso y de algunos más, decidí retirarme. La situación en la selva era compleja. Yo ya tenía demasiado con la complicación de mis rodillas. Tú sabes, después de una tortura como la que me dieron tus hombres nadie vuelve a ser el mismo. Y la lesión devino en artrosis. Aún ahora sigo un tratamiento.
—Supe de su retiro por las noticias que traían los nuevos a la cárcel. Y no crea que usted llevó la peor parte. Yo quedé casi ciego. Dicen que fue por las descargas de electricidad… Fuimos tus rehenes, era lógico. Pero de todos modos estuve treinta y cinco años encerrado después de aquello, hasta el mes pasado —dijo y sonrió hastiado cediendo el vaso a su involuntario confidente.
—Bueno, ambos la pasamos mal —dijo Patiño prolongando siempre una mueca de ironía—. ¿No tienes otro cigarrillo? El médico me los prohibió, pero en una ocasión así tiene perdón.
—Claro, claro. He reservado el último para mi viejo amigo —invitó haciendo notar en la última palabra cierta causticidad.
—Pero no piense que he cambiado mi forma de pensar; es más, creo que ahora soy más «eficiente» —se mofó Patiño levantando sutilmente el vaso y el cigarrillo que dominaba con la derecha—. Si volvería a mi puesto y tendría a Mamani acorralado… ¡Salud!
—Veo que recuerda bien a pesar de los años. Usted me dirá entonces cómo es que murió Mamani. Porque a mí me tuvieron todo el tiempo vendado en la avioneta antes de enrumbar a Jauja luego de la emboscada. Sólo pude percibir el cuerpo frío, ensangrentado, la cabeza destrozada de Mamani.
—Usted, Oviedo, habrá creído que se suicidó. No fue así; ordené que lo arrojaran al vacío, desde un avión, en una zona rocosa. Y ahí acabó todo. Se divulgó después, desde mi despacho, que Mamani se suicidó golpeándose la cabeza en la pared de la choza en la que lo tuvimos atado de manos antes de subirlo a la avioneta. Eso es todo —exclamó el militar desbordando nuevamente su copa.
—No creímos eso —interpuso Oviedo—. En la prisión, los camaradas, siempre supimos que Mamani no pudo haber hecho algo así.
—Quizá tengas razón, pero había que salvar el momento, la situación era convulsa y la prensa metiéndose en lo que no le importa…
—Usted cumplió con su trabajo y nosotros con el nuestro. La victoria, sin embargo, no fue suya ni nuestra; creo que es algo que nuestros ojos ya no verán —sentenció.
—En todo caso le agradezco por haber venido esta noche. Es grato tener al «segundo cabecilla» nuevamente frente a mí, créame, es realmente satisfactorio. Sin exagerar le digo que desde entonces he vivido por una sola razón: arreglar algo que quedó pendiente con usted en el pasado.
—A eso he venido —precisó Oviedo consultando su reloj, entrecerrando la vista como era su costumbre, algo serio, pensativo—. Son las diez y media. Usted dirá…
—Tengo una habitación alquilada donde suelo reunirme con algunos amigos. La ocupo cuando deseo. ¿Le parece?
—Bueno.
Abandonaron media botella y sobrios aún salieron del bar enfrentándose a la noche, a la garúa que había empezado a caer en toda la ciudad. Las luces de la calle hacían ver las avenidas más desiertas, la niebla emergía de las comisuras borrando por momentos la imagen de los hombres que luego de algunas cuadras abordaron un taxi que los llevaría a San Carlos. Luego de unos minutos se hallaban frente a la eventual habitación de Patiño; sin prisa, entraron en el cuarto.
—Tome asiento —invitó el Teniente mientras aseguraba con llave la única puerta—. Disculpe el desorden, no vengo muy a menudo por aquí —señaló.
—Descuide.
—No crea que he planeado todo esto. Dejé que pasen estos treinta y cinco años sin preparar ningún artificio —dijo el Teniente y colocó una pequeña mesa de vidrio en el centro de la habitación, entre Oviedo y él.
La noche fluía tranquila, húmeda. Sólo el sonido de sus voces graves desbarataba el silencio. Tratando inútilmente de disimular su impaciencia el teniente Patiño abrió el cajón de un viejo estante y sacó un revólver. «Es mi nena», dijo soplando el polvo del cañón. En seguida, se acomodó en su asiento, puso el arma sobre la mesa y exclamó viendo a los ojos de su oponente:
—La ruleta rusa. Se me ocurrió cuando iba a la plaza.
—Si así lo prefiere usted, yo no tengo ningún inconveniente —asintió Oviedo, quitándose los guantes.
—Entonces cañón manda —sentenció el Teniente y colocó la bala en el tambor del arma—. Gírela usted, Oviedo, es el invitado. Tome. Hoy es el día…
Oviedo recibió el arma y despacioso hizo girar el tambor para que la bala se perdiese.
—Ya está —dijo Oviedo—, ahora sortéela usted. Tómese su tiempo, nadie espera ya a dos viejos que han perdido todo, incluso su destino.
Y el Teniente tomó el arma, la colocó en la mesa, sus dedos firmes impulsaron el artefacto haciéndola girar. El arma giró pesada envenenando el ambiente, reluciendo el armazón, la empuñadura y se detuvo despacio apuntando al Teniente.
—No le tiene mucha estima su arma —sonrió Oviedo incorporándose atentamente.
—Así parece, pero mi nena sólo quiere darme un susto —murmuró el Teniente y tomó su revólver llevándose lentamente el cañón hacia su sien—. Usted, Oviedo, tuvo la oportunidad de matarme cuando me tomó de rehén en la primera emboscada. Pero mataste a quince de mis oficiales.
—Sólo nos defendíamos, Teniente. Ustedes iniciaron el fuego.
—Bueno, bueno, como sea, mataron, incluso, a nuestro médico. Y en lugar de matarme de una buena vez, ¡me torturaste! Aún ahora me parece sentir las patadas, las macanas, los puñetazos. ¡Y no lo hiciste, no acabaste conmigo! ¡Dejaste libre al animal herido! Querías darme una lección —dijo Patiño presionándose el cañón en la sien, acariciando el disparador—. No tuviste el valor suficiente para hacerlo, ¿no es así? ¿Por qué no me mataste, Oviedo?
Un sordo sonido de gatillo llenó la habitación, sin que la bala abandonara el revólver.
— ¿Por qué no me mataste entonces?—insistió el Teniente alcanzando el arma a su rival.
—Nosotros sólo nos defendimos y a pesar de ello tuvimos bajas —dijo Oviedo cogiendo el arma, acomodándose en su butaca.
— ¡Pero mataron a mis hombres! —interpuso el Teniente golpeando la mesa con el puño sacudiendo las arrugas de su rostro robusto.
— ¡Tú mataste a los míos! Nosotros sólo nos defendimos teniendo en cuenta que en aquella emboscada éramos inferiores en número, en armas y estábamos hambrientos —rebatió el guerrillero encañonándose sin apartar la mirada hacia su competidor.
— ¡Aprieta ya, Oviedo! ¿O tienes miedo? ¡Haz lo que debí haber hecho hace mucho tiempo!
Oviedo apretó sin más vacilaciones el arma abandonándose al destino sin que se produjese algún ruido de bala.
—Ahora usted, Teniente, es su turno —afrentó Oviedo dejando aflorar leves gotas de sudor.
El teniente Patiño cogió el arma adelantándose ligero hacia el rostro de Oviedo, y en un movimiento repentino sus expeditivos dedos se apresuraron en presionar el gatillo en tanto que mascullaba iracundo: « ¡Nos debemos la muerte, Oviedo!». Las gotas de su rostro inmóvil brillaban con la débil luz de la lámpara de la habitación surcando ligeramente sus ojos cerrados, sus pómulos, su boca que temblaba rechinando los dientes... En unos segundos retomó su asiento, abrió los ojos e ileso entregó el revólver al guerrillero quien mostraba una tranquilidad pétrea en su rostro.
— ¡Cójala, Oviedo! ¡Cumpla con su destino!
El ex guerrillero recibió el arma y, depositando la mirada en su enemigo, en silencio apretó el gatillo; sintió un sonido breve en el cráneo al que hizo seguir una sonrisa de soberbia, de triunfo. La noche se desarrollaba fría, la garúa se hacía más copiosa. En la penumbra del cuarto la luz tenue de la lámpara desdibujaba dos rostros de piedra, sin movimiento.
—Cójala, Teniente. No haga esperar a su invitado. Su nena, por lo visto, está disgustada con usted —musitó satisfecho Oviedo cediendo lentamente el arma a su dueño.
El teniente Patiño tomó el arma. La llevó agitado a su sien sin pronunciar palabra alguna. « ¡Así se es más hombre!», pensó esta vez sin cerrar los ojos, sonriendo levemente, colmado de un temor y una satisfacción que durante de treinta y cinco años, once meses y seis días había atizado en su espíritu, y lo menos que debía hacer era ver a su rival frente a él y convencerse de que alguien había triunfado, que había un vencedor después de todo, porque así eran las leyes de la guerra, aunque fuese el enemigo quien victorioso lo estuviese viendo a punto de caer muerto. Cerró los ojos, finalmente, resignado pero satisfecho, mientras su rival consultaba su reloj entrecerrando los ojos como era su costumbre, y cuando sus dedos espantados se disponían a presionar el gatillo oyó una risotada que mató el silencio de la noche.
—Son las doce y tres, Teniente. Deje el arma. El tiempo se ha acabado. Usted debió morir ayer.

Hugo Velazco.

Huancavelica, 2008