25 diciembre 2012

Qué solo un solo nombre...

 
Tu partida cuando me vaya más allá de los dos. Tránsito desclavado cuyas sombras pasean por cada senda solemne. Desplázanse los cuerpos que lamen las junturas. Qué solo un solo nombre. Para este cuerpo una jamás mañana que se allegaron los dos. Que van hasta por sus relieves del camino. Aperfila en luz escueto aire gozoso.
 
Retina hora que me absorto al preguntar a fondo, húmedo sosegado, él, el otro. A él ascienden silencios callados que distan por tus distancias. Que ha llegado a imaginarte esta vez que escapo por tu costado.
 
Camino, reloj paciente que apenas figura del semblante y aún de lo que estuvo aquí en mí, reciente. La mañana de ser entre pasar y volver que hasta nos afuera más a uno de nosotros. A la mañana sin que adentre para el frente, ha de tocarte donde la mitad nos anuda la conciencia; donde nos juzga lacerada lejanía interior. Donde allí ha sido mi primera inicial. Apenas quedamos de ignoto. Tornamos de aquí a darle vuelta hasta tu puro mañana. Ahora tus sustantivos apacibles ungimientos.
 
Todo allí más justo recuerdo que recién iba, paralelo momento dulzurado. Sombra ablucionada, aquí venida aún ahora de su manera casi más amada. Entraña en cuyo círculo me marchase sustantivo venidero, yéndome en flancos. Valor que mana, esperada facial acariciada.
 
No has saboreado las aguas cuando las vamos a querer todavía para que pasen llameantes naturalezas. Entero nacimiento. Abierto siquiera el cuerpo al punto interino. Atisbado cuando se ha sido bueno hasta la lágrima que se untase. Aunque se amanezca por la conciencia, por las horas oracionadas. Y se asome litúrgica armonía voluntada un día al entrar en buena tierra sollozada. Y se dejaría en el roce palpitante, amarillo enfrente de todo menos la mañana de ahora; creadora lágrima de tu distancia.
 
Sin embargo, este aquel que nos empuja a persistir a la hora que debió no ser contra nosotros este yo, aquel tú, este tú, aquel yo; con mi propia vuelta en que únense piadosos roces inmóviles, conocido perfil.
 
Palabras innatas. Exclamaciones engendradas que cantaron nuestros labios sus duetos cantares, llamando de cerca al cuerpo que estuvo prendido alumbrando aquella hora de nuestra disyunción piadosa.
 
Llamado que en fin, que quizá aún; que todo vaya para mi aquel esperado. Inseparable cuando me acuerdo de las libres entradas dimensionales. Que bajan para su altura voces puras por donde heme corporal amado, innombrable este.
 
Imagen que te ausentas. Inevitable ahora; vendrías a suscitarme el espejo. A colocarlo aunque sea de perfil para que pueda estar finito a gusto mi aquel este.
 
Interior que te deslluvias, caídas de gracia al pie de las estáticas bienamadas lejanías. Cuando heme vuelto al placer que se rompe si nosotros somos los dos, así, y nos interioramos para que se aparte la inflexión que nos atañe alguna naturaleza muchedumbre. Hasta habernos juzgado las vocales que extrañasen nuestros labios después. El nacimiento de ellas que nos allora el descuerpo; el retorno; el recuerdo.
 
Nombre por donde el género atraviesa sigilos inmutables; cavilaciones próximas.
 
Por mí mismo se te hubiera caído el dolor al vacío. El dolor que nos viene aún hasta cuando dormimos; aún hasta cuando nos sobra un poco la vida. El dolor que tenems hasta de otro. Por eso, es posible que tengamos semejanza hasta en las eximencias, hasta en la lejanía; idéntica medida de voces; semejante desfondo de silencios.
 
Apacible cuerpo que nos descuerpa, que nos individualiza al volver el uno del otro. Dos prójimos a la altura de cada órgano; al tamaño de cada instante; a la criatura de cada cuerpo; a la palabra de cada cuerpo. Espacio en el momento, cuerpo en el momento. Distancia en horas.
Asunto además de la lágrima, de su enorme acepto, de su caso palpante. La parte en pie cuando el gesto nos desierta al mirarnos a gusto de una pausa hasta el sosiego.
 
Dos humanos con nombre en letras de silencio. Puede nuestro movimiento quedarse en esta mañana. Nuestra distancia andar por las horas. Nuestro cuerpo abstractarse. Nuestro silencio repitiendo canciones. Nuestra vida encontrarse pasionada...

17 noviembre 2012

La honra


        Había amanecido nortiando; la Juanita limpia; lagua helada; el viento llevaba zopes y olores. Atravesó el llano.
        La nagua se le amelcochaba y se le hacía calzones. El pelo le hacía alacranes negros en la cara. La Juana iba bien contenta, chapudita y apagándole los ojos al viento. Los árboles venían corriendo. En medio del llano la cogió un tumbo de norte. La Juanita llenó el frasco de su alegría y lo tapó con un grito; luego salió corriendo y enredándose en su risa. La chucha iba ladrando a su lado, queriendo alcanzar las hojas secas que pajareaban.
        El ojo diagua estaba en el fondo de una barranca, sombreado por quequeishques y palmitos. Más abajo, entre grupos de güiscoyoles y de ishcacanales, dormían charcos azules como cáscaras de cielo, largas y oloríferas. Las sombras se habían desbarrancado encima de los paredones y en la corriente pacha, quebradita y silenciosa, rodaban piedrecitas de cal.
        La Juanita se sentó a descansar: estaba agitada; los pechos -bien ceñidos por el traje- se le querían ir y ella los sofrenaba con suspiros imperiosos. El ojo diagua se le quedaba viendo sin parpadear, mientras la chucha lengüeaba golosamente el manantial, con las cuatro patas ensambladas en la arena virgen. Río abajo, se bañaban unas ramas. Cerca unos peñascales verdosos sudaban el día.
        La Juanita sacó un espejo, del tamaño de un colón y empezó a espiarse con cuidado. Se arregló las mechas, se limpió con el delantal la frente sudada y como se quería cuando a solas, se dejó un beso en la boca, mirando con recelo alrededor, por miedo a que la bieran ispiado. Haciendo al escote comulgar con el espejo, se bajó de la piedra y comenzó a pepenar chirolitas de tempisque para el cinquito.
        La chucha se puso a ladrar. En el recodo de la barranca apareció un hombre montado a caballo. Venía por la luz, al paso, haciendo chingastes el vidrio del agua. Cuando la Juana lo conoció, sintió que el cora­zón se la había ahorcado. Ya no tuvo tiempo de esca­parse y, sin saber por qué, lo esperó agarrada de una hoja. El de a caballo, joven y guapo, apuró y pronto es­tuvo a su lado, radiante de oportunidad. No hizo caso del ladrido y empezó a chuliar a la Juana con un galope incontenible como el viento que soplaba. Hubo defensa claudicante, con noes temblones y jaloncitos flacos; después ayes, y después... El ojo diagua no parpadeaba. Con un brazo en los ojos, la Juana se quedó en la sombra.
        Tacho, el hermano de la Juanita, tenía nueve años. Era un cipote aprietado y con una cabeza de huizayote. Un día vido que su tata estaba furioso. La Juana le bía dicho quíen sabe qué, y el tata le bía metido una penquiad'el diablo.
        -¡Babosa! -había oído que le decía-. ¡Habís perdido lonra, que era lúnico que tráibas al mundo! ¡Si biera sabido quibas ir a dejar lonra al ojo diagua, no te ejo ir aquel diya; gran babosa!...
        Tacho lloró, porque quería a la Juana como si hubiera sido su nana; e ingenuamente, de escondiditas, se jue al ojo diagua y se puso a buscar cachazudamente lonra e la Juana. El no sabía ni poco ni mucho cómo sería lonra que bía perdido su hermana, pero a juzgar por la cólera del tata, bía de ser una cosa muy fácil de hallar. Tacho se maginaba lonra, una cosa lisa, redondita, quizás brillosa, quizás como moneda o como cruz. Pelaba los ojos por el arenal, río abajo, río arriba, y no miraba más que piedras y monte, monte y piedras, y lonra no aparecía. La bía buscado entre lagua, en los matorrales, en los hoyos de los palos y hasta le bía dado güelta a la arena cerca del ojo, y ¡nada!
        -Lonra e la Juana, dende que tata la penquiado -se decía-, ha de ser grande.
        Por fin, al pie de un chaparro, entre hojas de sombra y hojas de sol, vido brillar un objeto extraño. Tacho sintió que la alegría le iba subiendo por el cuerpo, en espumarajos cosquilleantes.
        -¡Yastuvo! -gritó.
        Levantó el objeto brilloso y se quedó asombrado. -¡Achís! -se dijo-. No sabía yo que lonra juera así...
        Corrió con toda la fuerza de su alegría. Cuando llegó al rancho, el tata estaba pensativo, sentado en la piladera. En la arruga de las cejas se le bía metido una estaca de noche.
        -¡Tata! -grito el cipote jadeante-: ¡El ido al ojo diagua y el incontrado lonra e la Juana; ya no le pegue, tome!...
        Y puso en la mano del tata asombrado, un fino puñal con mango de concha.
        El indio cogió el puñal, despachó a Tacho con un gesto y se quedó mirando la hoja puntuda, con cara de vengador.
        -Pues es cierto... -murmuró. Cerraba la noche.
Salarrué.

13 octubre 2012

Salomon y Azrael

Un hombre vino muy temprano a presentarse en el palacio del profeta Salomón, con el rostro pálido y los labios descoloridos.
Salomón le preguntó:
-¿Por qué estás en ese estado?
Y el hombre le respondió:
-Azrael, el ángel de la muerte, me ha dirigido una mirada impresionante, llena de cólera. ¡Manda al viento, por favor te lo suplico, que me lleve a la India para poner a salvo mi cuerpo y mi alma!
Salomón mandó, pues, al viento que hiciera lo que pedía el hombre. Y, al día siguiente, el profeta preguntó a Azrael:
-¿Por qué has echado una mirada tan inquietante a ese hombre, que es un fiel? Le has causado tanto miedo que ha abandonado su patria.
Azrael respondió:
-Ha interpretado mal mi mirada. No lo miré con cólera, sino con asombro. Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a tomar su vida en la India, y me dije: ¿Cómo podría, a menos que tuviese alas, trasladarse a la India?


Al-Din Rumi, Yalal
Persia.

El espejo chino


Un campesino chino se fue a la ciudad para vender la cosecha de arroz y su mujer le pidió que no se olvidase de traerle un peine.
Después de vender su arroz en la ciudad, el campesino se reunió con unos compañeros, y bebieron y lo celebraron largamente. Después, un poco confuso, en el momento de regresar, se acordó de que su mujer le había pedido algo, pero ¿qué era? No lo podía recordar. Entonces compró en una tienda para mujeres lo primero que le llamó la atención: un espejo. Y regresó al pueblo.
Entregó el regalo a su mujer y se marchó a trabajar sus campos. La mujer se miró en el espejo y comenzó a llorar desconsoladamente. La madre le preguntó la razón de aquellas lágrimas.
La mujer le dio el espejo y le dijo:
-Mi marido ha traído a otra mujer, joven y hermosa.
La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:
-No tienes de qué preocuparte, es una vieja.

Anónimo.

29 septiembre 2012

La cuesta de las comadres


Los difuntos Torricos siempre fueron buenos amigos míos. Tal vez en Zapotlán no los quisieran pero, lo que es de mí, siempre fueron buenos amigos, hasta tantito antes de morirse. Ahora eso de que no los quisieran en Zapotlán no tenía ninguna importancia, porque tampoco a mí me querían allí, y tengo entendido que a nadie de los que vivíamos en la Cuesta de las Comadres nos pudieron ver con buenos ojos los de Zapotlán. Esto era desde viejos tiempos.
         Por otra parte, en la Cuesta de las Comadres, los Torricos no la llevaban bien con todo mundo. Seguido había desavenencias. Y si no es mucho decir, ellos eran allí los dueños de la tierra y de las casas que estaban encima de la tierra, con todo y que, cuando el reparto, la mayor parte de la Cuesta de las Comadres nos había tocado por igual a los sesenta que allí vivíamos, y a ellos, a los Torricos, nada más un pedazo de monte, con una mezcalera nada más, pero donde estaban desperdigadas casi todas las casas. A pesar de eso, la Cuesta de las Comadres era de los Torricos. El coamil que yo trabajaba era también de ellos: de Odilón y Remigio Torrico, y la docena y media de lomas verdes que se veían allá abajo eran juntamente de ellos. No había por qué averiguar nada. Todo mundo sabía que así era.
         Sin embargo, de aquellos días a esta parte, la Cuesta de las Comadres se había ido deshabitando. De tiempo en tiempo, alguien se iba; atravesaba el guardaganado donde está el palo alto, y desaparecía entre los encinos y no volvía a aparecer ya nunca. Se iban, eso era todo.
         Y yo también hubiera ido de buena gana a asomarme a ver qué había tan atrás del monte que no dejaba volver a nadie; pero me gustaba el terrenito de la Cuesta, y además era buen amigo de los Torricos.
         El coamil donde yo sembraba todos los años un tantito de maíz para tener elotes, y otro tantito de frijol, quedaba por el lado de arriba, allí donde la ladera baja hasta esa barranca que le dicen Cabeza del Toro.
         El lugar no era feo; pero la tierra se hacía pegajosa desde que comenzaba a llover, y luego había un desparramadero de piedras duras y filosas como troncones que parecían crecer con el tiempo. Sin embargo,
el maíz se pegaba bien y los elotes que allí se daban eran muy dulces. Los Torricos, que para todo lo que se comían necesitaban la sal de tequesquite, para mis elotes no, nunca buscaron ni hablaron de echarle tequesquite a mis elotes, que eran de los que se daban en Cabeza del Toro.
         Y con todo y eso, y con todo y que las lomas verdes de allá abajo eran mejores, la gente se fue acabando. No se iban para el lado de Zapotlán, sino por este otro rumbo, por donde llega a cada rato ese
viento lleno del olor de los encinos y del ruido del monte. Se iban callados la boca, sin decir nada ni pelearse con nadie. Es seguro que les sobraban ganas de pelearse con los Torricos para desquitarse de
todo el mal que les habían hecho; pero no tuvieron ánimos.
         Seguro eso pasó.
         La cosa es que todavía después de que murieron los Torricos nadie volvió más por aquí. Yo estuve esperando. Pero nadie regresó. Primero les cuidé sus casas; remendé los techos y les puse ramas a los agujeros de sus paredes; pero viendo que tardaban en regresar, las dejé por la paz. Los únicos que no dejaron nunca de venir fueron los aguaceros de mediados de año, y esos ventarrones que soplan en
febrero y que le vuelan a uno la cobija a cada rato. De vez en cuando, también, venían los cuervos; volando muy bajito y graznando fuerte como si creyeran estar en algún lugar deshabitado.
         Así siguieron las cosas todavía después de que se murieron los Torricos.
         Antes, desde aquí, sentado donde ahora estoy, se veía claramente Zapotlán. En cualquier hora del día y de la noche podía verse la manchita blanca de Zapotlán allá lejos. Pero ahora las jarillas han crecido muy tupido y, por más que el aire las mueve de un lado para otro, no dejan ver nada de nada.
         Me acuerdo de antes, cuando los Torricos venían a sentarse aquí también y se estaban acuclillados horas y horas hasta el oscurecer, mirando para allá sin cansarse, como si el lugar este les sacudiera sus pensamientos o el mitote de ir a pasearse a Zapotlán. Sólo después supe que no pensaban en eso. Únicamente se ponían a ver el camino: aquel ancho callejón arenoso que se podía seguir con la mirada desde el comienzo hasta que se perdía entre los del cerro de la Media Luna.
         Yo nunca conocí a nadie que tuviera un alcance de vista como el de Remigio Torrico. Era tuerto. Pero el ojo negro y medio cerrado que le quedaba parecía acercar tanto las cosas , que casi las traía junto a sus manos. Y de allí a saber que bultos se movían por el camino no había ninguna diferencia. Así, cuando su ojo se sentía a gusto teniendo en quien recargar la mirada, los dos se levantaban de su divisadero y desaparecían de la Cuesta de las Comadres por algún tiempo
         Eran los días en que todo se ponía de otro modo aquí entre nosotros. La gente sacaba de las cuevas del monte sus animalitos y los traía a amarrar en sus corrales. Entonces se sabía que había borregos y guajolotes. Y era fácil ver cuántos montones de maíz y de calabazas amarillas amanecían asoleándose en los patios. El viento que atravesaba los cerros era más frío que otras veces; pero, no se sabía por que, todos allí decían que hacía muy buen tiempo. Y uno oía en la madrugada que cantaban los gallos como en cualquier lugar tranquilo, y aquello parecía como si siempre hubiera habido paz en la Cuesta de las Comadres.
         Luego volvían los Torricos. Avisaban que venían desde antes que llegaran, porque sus perros salían a la carrera y no paraban de ladrar hasta encontrarlos. Y nada más por los ladridos todos calculaban la distancia y el rumbo por donde irían a llegar. Entonces la gente se apuraba a esconder otra vez sus cosas. Siempre fue así el miedo que traían los difuntos Torricos cada vez que regresaban a la Cuesta de las Comadres.
         Pero yo nunca llegué a tenerles miedo. Era buen amigo de los dos y a veces hubiera querido ser un poco menos viejo para meterme en los trabajos en que ellos andaban. Sin embargo, ya no servía yo para mucho. Me di cuenta aquella noche en que les ayudé a robar a un arriero. Entonces me di cuenta de que me faltaba algo. Como que la vida que yo tenía estaba ya muy desperdiciada y no aguantaba más estirones. De eso me di cuenta.
         Fue como a mediados de las aguas cuando los Torricos me convidaron para que les ayudara a traer unos tercios de azúcar. Yo iba un poco asustado. Primero, porque estaba cayendo una tormenta de esas en que el agua parece escarbarle a uno por debajo de los pies. Después, porque no sabía adónde iba. De cualquier modo, allí vi yo la señal de que no estaba hecho ya para andar en andanzas.
         Los Torricos me dijeron que no estaba lejos el lugar adonde íbamos. “En cosa de un cuarto de hora estamos allá”, me dijeron. Pero cuando alcanzamos el camino de la Media Luna comenzó a oscurecer y cuando llegamos a donde estaba el arriero era ya alta la noche.
         El arriero no se paró a ver quién venía. Seguramente estaba esperando a los Torricos y por eso no le llamó la atención vernos llegar. Eso pensé. Pero todo el rato que trajinamos de aquí para allá con los tercios de azúcar, el arriero se estuvo quieto, agazapado entre el zacatal. Entonces le dije eso a los Torricos. Les dije:
         —Ese que está allí tirado parece estar muerto o algo por el estilo.
         —No, nada más ha de estar dormido —me dijeron ellos—. Lo dejamos aquí cuidando, pero se ha de haber cansado de esperar y se durmió.
         Yo fui y le di una patada en las costillas para que despertara; pero el hombre siguió igual de tirante.
         —Está bien muerto —les volví a decir.
         —No, no te creas, nomás está tantito atarantado porque Odilón le dio con un leño en la cabeza, pero después se levantará. Ya verás que en cuanto salga el sol y sienta el calorcito, se levantará muy aprisa y se irá en seguida para su casa. ¡Agárrate ese tercio de allí y vámonos! —fue todo lo que me dijeron.
         Ya por último le di una última patada al muertito y sonó igual que si se la hubiera dado a un tronco seco. Luego me eché la carga al hombro y me vine por delante. Los Torricos me venían siguiendo.
         Los oí que cantaban durante largo rato, hasta que amaneció. Cuando amaneció dejé de oírlos. Ese aire que sopla tantito antes de la madrugada se llevó los gritos de su canción y ya no pude saber si me seguían, hasta que oí pasar por todos lados los ladridos encarrerados de sus perros.
         De ese modo fue como supe qué cosas iban a espiar todas las tardes los Torricos, sentados junto a mi casa de la Cuesta de las Comadres.
         A Remigio Torrico yo lo maté.
         Ya para entonces quedaba poca gente entre los ranchos. Primero se habían ido de uno en uno, pero los últimos casi se fueron en manada. Ganaron y se fueron, aprovechando la llegada de las heladas. En años pasados llegaron las heladas y acabaron con las siembras en una sola noche. Y este año también. Por eso se fueron. Creyeron seguramente que el año siguiente sería lo mismo y parece que ya no se sintieron con ganas de seguir soportando las calamidades del tiempo todos los años y la calamidad de los Torricos todo el tiempo.
         Así que, cuando yo maté a Remigio Torrico, ya estaban bien vacías de gente la Cuesta de las Comadres y las lomas de los alrededores.
         Esto sucedió como en octubre. Me acuerdo que había una luna muy grande y muy llena de luz, porque yo me senté afuerita de mi casa a remendar un costal todo agujerado, aprovechando la buena luz de la luna, cuando llegó el Torrico.
         Ha de haber andado borracho. Se me puso enfrente y se bamboleaba de un lado para otro, tapándome y destapándome la luz que yo necesitaba de la luna.
         —Ir ladereando no es bueno —me dijo después de mucho rato—. A mí me gustan las cosas derechas, y si a ti no te gustan, ahí te lo haiga, porque yo he venido aquí a enderezarlas.
         Yo seguí remendando mi costal. Tenía puestos todos mis ojos en coserle los agujeros, y la aguja de arria trabajaba muy bien cuando la alumbraba la luz de la luna. Seguro por eso creyó que yo no me preocupaba de lo que decía:
         —A ti te estoy hablando —me gritó, ahora sí ya corajudo—. Bien sabes a lo que he venido.
         Me espanté un poco cuando se me acercó y me gritó aquello casi a boca de jarro". Sin embargo, traté de verle la cara para saber de qué tamaño era su coraje y me le quedé mirando, como preguntándole a qué había venido.
         Eso sirvió. Ya más calmado se soltó diciendo que a la gente como yo había que agarrarla desprevenida.
         —Se me seca la boca al estarte hablando después de lo que hiciste —me dijo—; pero era tan amigo mío mi hermano como tú y sólo por eso vine a verte, a ver cómo sacas en claro lo de la muerte de Odilón.
         Yo lo oía ya muy bien. Dejé a un lado el costal y me quedé oyéndolo sin hacer otra cosa.
         Supe cómo me echaba a mí la culpa de haber matado a su hermano. Pero no había sido yo. Me acordaba quién había sido, y yo se lo hubiera dicho, aunque parecía que él no me dejaría lugar para platicarle cómo estaban las cosas.
         —Odilón y yo llegamos a pelearnos muchas veces —siguió diciéndome—. Era algo duro de entendeder y le gustaba encararse con todos, pero no pasaba de allí. Con unos cuantos golpes se calmaba. Y eso es lo que quiero saber: si te dijo algo, o te quiso quitar algo o qué fue lo que pasó. Pudo ser que te haya querido golpear y tú le madrugaste. Algo de eso ha de haber sucedido.
         Yo sacudí la cabeza para decirle que no, que yo no tenía nada que ver...
         —Oye —me atajó el Torrico—, Odilón llevaba ese día catorce pesos en la bolsa de la camisa. Cuando lo levanté, lo esculqué y no encontré esos catorce pesos. Luego ayer supe que te habías comprado una frazada.
         Y eso era cierto. Yo me había comprado una frazada. Vi que se venían muy aprisa los fríos y el gabán que yo tenía estaba ya todito hecho garras, por eso fui a Zapotlán a conseguir una frazada. Pero para eso había vendido el par de chivos que tenía, y no fue con los catorce pesos de Odilón con lo que la compré. Él podía ver que si el costal se había llenado de agujeros se debió a que tuve que llevarme al chivito chiquito allí metido, porque todavía no podía caminar como yo quería.
         —Sábete de una vez por todas que pienso pagarme lo que le hicieron a Odilón, sea quien sea el que lo mató. Y yo sé quién fue —oí que me decía casi encima de mi cabeza.
         —De modo que fui yo? —le pregunté.
         —¿Y quién más? Odilón y yo éramos sinvergüenzas y lo que tú quieras, y no digo que no llegamos a matar a nadie; pero nunca lo hicimos por tan poco. Eso sí te lo digo a ti.
         La luna grande de octubre pegaba de lleno sobre el corral y mandaba hasta la pared de mi casa la sombra larga de Remigio. Lo vi que se movía en dirección de un tejocote y que agarraba el guango que yo siempre tenía recargado allí. Luego vi que regresaba con el guango en la mano.
         Pero al quitarse él de enfrente, la luz de la luna hizo brillar la aguja de arria, que yo había clavado en el costal. Y no sé por qué, pero de pronto comencé a tener una fe muy grande en aquella aguja. Por eso, al pasar Remigio Torrico por mi lado, desensarté la aguja y sin esperar otra cosa se la hundí a él cerquita del ombligo. Se la hundí hasta donde le cupo. Y allí la dejé.
         Luego luego se engarruñó como cuando da el cólico y comenzó a acalambrarse hasta doblarse poco a poco sobre las corvas y quedar sentado en el suelo, todo entelerido y con el susto asomándosele por
el ojo.
         Por un momento pareció como que se iba a enderezar para darme un machetazo con el guango; pero seguro se arrepintió o no supo ya qué hacer, soltó el guango y volvió a engarruñarse. Nada más eso hizo.
         Entonces vi que se le iba entristeciendo la mirada como si comenzara a sentirse enfermo. Hacía mucho que no me tocaba ver una mirada así de triste y me entró la lástima. Por eso aproveché para sacarle la aguja de arria del ombligo y metérsela más arribita, allí donde pensé que tendría el corazón. Y sí, allí lo tenía, porque nomás dio dos o tres respingos como un pollo descabezado y luego se quedó quieto.
         Ya debía haber estado muerto cuando le dije:
         —Mira, Remigio, me has de dispensar, pero yo no maté a Odilón. Fueron los Alcaraces. Yo andaba por allí cuando él se murió, pero me acuerdo bien de que yo no lo maté. Fueron ellos, toda la familia entera de los Alcaraces. Se le dejaron ir encima, y cuando yo me di cuenta, Odilón estaba agonizando. Y sabes por qué? Comenzando porque Odilón no debía haber ido a Zapotlán. Eso tú lo sabes. Tarde o temprano tenía que pasarle algo en ese pueblo, donde había tantos que se acordaban mucho de él. Y tampoco los Alcaraces lo querían. Ni tú ni yo podemos saber qué fue a hacer él a meterse con ellos.
         «Fue cosa de un de repente. Yo acababa de comprar mi sarape y ya iba de salida cuando tu hermano le escupió un trago de mezcal en la cara a uno de los Alcaraces. El lo hizo por jugar. Se veía que lo había hecho por divertirse, porque los hizo reír a todos. Pero todos estaban borrachos. Odilón y los Alcaraces y todos. Y de pronto se le echaron encima. Sacaron sus cuchillos y se le apeñuscaron y lo aporrearon hasta no dejar de Odilón cosa que sirviera. De eso murió.
         »Como ves, no fui yo el que lo mató. Quisiera que te dieras cabal cuenta de que yo no me entrometí para nada.»
         Eso le dije al difunto Remigio.
         Ya la luna se había metido del otro lado de los encinos cuando yo regresé a la Cuesta de las Comadres con la canasta pizcadora vacía. Antes de volverla a guardar, le di unas cuantas zambullidas en el arroyo para que se le enjuagara la sangre. Yo la iba a necesitar muy seguido y no me hubiera gustado ver la sangre de Remigio a cada rato.
         Me acuerdo que eso pasó allá por octubre, a la altura de las fiestas de Zapotlán. Y digo que me acuerdo que fue por esos días, porque en Zapotlán estaban quemando cohetes, mientras que por el rumbo donde tiré a Remigio se levantaba una gran parvada de zopilotes a cada tronido que daban los cohetes.
         De eso me acuerdo.

Juan Rulfo.

18 septiembre 2012

La muerte en Samarra

 
El criado llega aterrorizado a casa de su amo.
-Señor -dice- he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza.
El amo le da un caballo y dinero, y le dice:
-Huye a Samarra.
El criado huye. Esa tarde, temprano, el señor se encuentra a la Muerte en el mercado.
-Esta mañana le hiciste a mi criado una señal de amenaza -dice.
-No era de amenaza -responde la Muerte- sino de sorpresa. Porque lo veía ahí, tan lejos de Samarra, y esta misma tarde tengo que recogerlo allá.
 
Gabriel García Márquez.

18 julio 2012

Los hermanos Dagobé


Enorme desgracia. Estábase en el velatorio de Damastor Dagobé, el más viejo de los cuatro hermanos, absolutamente facinerosos. La casa no era pequeña, pero mal cabían en ella los que iban a hacer guardia. Todos preferían permanecer cerca del difunto, todos temían, más o menos, a los tres vivos.
Demonios, los Dagobés, gente que no gustaba. Vivían en estrecha desunión, sin mujer en el lar, sin más pariente, bajo la jefatura despótica del recién finado. Éste había sido el peor de los peores, el cabeza, fierabrás y maestro, que metió en la obligación de la mala fama a los jóvenes -los nenes, según su rudo decir.
Ahora, sin embargo, mientras que el muerto, fuera de semejantes condiciones, dejaba de ofrecer peligro, conservando -bajo la luz de las velas, entre aquellas flores- sólo aquella mueca involuntaria, el mentón de piraña, la nariz toda torcida y su inventario de maldades. Bajo la mirada de los tres de luto, se le debía todavía, a pesar de todo, mostrar respeto; convenía.
Servíase, de vez en cuando, café, aguardiente quemado, palomitas de maíz, al uso. Sonaba un vocear sencillo, bajo, de los grupos de personas, en la oscuridad o en el foco de las lamparitas y faroles. Allá afuera, la noche cerrada; había llovido un poco. Raramente, uno hablaba más fuerte y súbito se moderaba, y compungíase, recordando su descuido. En fin, lo mismo de lo mismo, una ceremonia, al estilo de allá. Pero todo tenía un aire espantoso.
He aquí que un mequetrefe pacífico y honesto, llamado Liojorge, apreciado por todos, fue quien había enviado a Damastor Dagobé al destierro de los muertos. El Dagobé, sin motivo aparente, le había amenazado con cortarle las orejas. Entonces, cuando le vio, avanzó hacía él, mostrando el puñal; pero el tranquilo del muchacho, que manejaba un pistolón, le pegó un tiro entre los dos pechos, por encima del corazón. Hasta entonces vivió Téllez.
Después de tamaño suceso, sin embargo, se espantaban de que los hermanos no se hubiesen cobrado venganza. En su lugar, se apresuraron a organizar velatorio y entierro. Y resultaba bien extraño.
Tanto más que aquel pobre Liojorge permanecía aún en la aldea, solo en casa, resignado ya a lo peor, sin ánimo de ningún movimiento.
¿Podía entenderse aquello? Ellos, los Dagobés que aún vivían, hacían los debidos honores, serenos y hasta sin jaleo, pero con alguna alegría. Derval, el benjamín, principalmente, se movía social, tan diligente, con los que llegaban o estaban: Perdone las molestias... Doricón, el más viejo ahora, se mostraba ya solemne sucesor de Damastor, corpulento como él, entre leonino y mular, el mismo mentón avanzado y los ojitos venenosos; miraba hacia lo alto, con especial compostura, pronunciaba: ¡Dios lo tenga en su gloria! Y el del medio, Dismundo, hermoso hombre, ponía una devoción sentimental, sostenida, en mirar al cuerpo en la mesa: Mi buen hermano...
En efecto, el finado, tan sórdidamente avaro, o más, cuanto mandón y cruel, se sabía que había dejado buena cuantía de dinero, en billetes, en el banco.
Sea así, como si nada: a nadie engañaban. Sabían bien hasta-qué-punto, lo que todavía no estaban haciendo. Aquello sería cosa de fieras. Pero después. Sólo querían ir por partes, nada de apresurarse, a su propio ritmo. Sangre por sangre; pero por una noche, unas horas, mientras honraban al fallecido, podían suspenderse las armas, en el falso fiar. Después del cementerio, sí, agarraban al Liojorge, con él terminaban.
Siendo lo que se comentaba, en los rincones, sin ocio de lengua y labios, en un murmullo, entre tantas perturbaciones. Por lo que aquellos Dagobés, brutos sólo de arrebatos, pero matreros también, de los que guardan la lumbre en el puchero, y jefes de todo, no iban a dejar una paga en paz: se veía que ya tenían sus intenciones. Era así por lo que no conseguían disimular cierto contento canalla, casi riéndose. Saboreaban ya el sangrar. Siempre, a cada momento posible, sutilmente tornaban a juntarse, en un vano de ventana, en frecuente parloteo. Bebían. Nunca uno de los tres se distanciaba de los otros; ¿por qué se mostraban así de cautos? Y a ellos llegaba, de vez en cuando, algún compareciente, además de compadre, de confianza -traía noticias, cuchicheaban.
¡Asombroso! Íbanse y veníanse, en lo abierto de la noche, y lo que trataban de proponer, era sólo por el rapaz Liojorge, criminal en legítima defensa, por mano de quien el Dagobé Damastor hizo desde aquí el viaje. Se sabía ya que, entre los veladores, siempre alguien, poco a poco, filtraba palabras. El Liojorge, solo en su morada, sin compañeros, ¿enloquecía? Lo cierto, no tenía la maña como para aprovecharse y escapar, lo que de nada serviría: fuese adonde fuese, pronto lo agarraban los tres. Inútil resistir, inútil huir, inútil todo. Debía humillarse, acobardado: por allá, meándose de miedo, sin medios, sin valor, sin armas. ¡Ya era alma para sufragios! Y, no es que, sin embar...
Sólo una primera idea. Con que alguien que de allá viniera y volviese, a los dueños del muerto, y transmitiera un mensaje, el resumen de este recado. Que el rapaz Liojorge, osado labrador, afirmaba que no había querido matar al hermano de ningún ciudadano cristiano, sólo apretó el gatillo en el postrer instante, para tratar de librarse, por fatalidad, del desastre. Que había matado con respeto. Y que, con ánimo de probarlo, estaba dispuesto a presentarse, desarmado, allí mismo, dando fe de ir, personalmente, para declarar su manifiesta falta de culpa, en caso de que mostrasen lealtad.
Un pálido estupor. ¿Sabía en qué asunto se metía? De miedo, aquel Liojorge había enloquecido, ya estaba sentenciado. ¿Tendría el valor? Que viniese: saltar de la sartén a las brasas. Y hasta daba escalofríos -respecto a lo que se sabía- que, presente el matador, torna a brotar sangre del matado. Tiempos, estos. Y era que, en aquel lugar, no había autoridad.
La gente espiaba a los Dagobés, aquellos tres vivaces. ¡Güeno’stá!, decía tan sólo el Dismundo. El Derval: ¡Haiga paz!, hospitalario, la casa honraba. Serio, en sí, enorme el Doricón. Sólo hizo no decir. Subió la seriedad. Recelosos, los presentes tomaban más aguardiente quemado. Había caído otra lluvia. El plazo de un velatorio, a veces, se demora mucho.
Mal acabaran el oír. Se suspendió el indagar. Otros embajadores llegaban. ¿Querrían conciliar las paces, o poner urgencia en la maldad? ¡La extravagante proposición! La cual era: que el Liojorge se ofrecía a ayudar a cargar el ataúd. ¿Habían oído bien? Un loco -y las tres fieras locas, las que ya había, ¿no bastaban?
Lo que nadie creía: tomó el orden de palabra el Doricón, con un gesto destemplado. Habló indiferentemente, se le dilataban los fríos ojos. Entonces, que sí, que viniese -dijo- después de cerrado el ataúd. La urdida situación. Uno ve lo inesperado.
¿Y si fuese? La gente iba a ver, a la espera. Con el taciturno peso en los corazones; un cierto susto propagado, por lo menos. Eran horas peligrosas. Y despuntó despacio el día. Ya mañana. El difunto hedía un poco. Arre.
Sin cena, se cerró el ataúd, sin jaculatorias. El ataúd, de ancha tapa. Miraban con odio los Dagobés -sería odio al Liojorge-. Supuesto esto, se cuchicheaba. Rumor general, el "lugubarullo", Ya que ya, viene él... y otras concisas palabras.
En efecto, llegaba. Había que abrir de par en par los ojos. Alto, el mozo Liojorge, despojado de todo atinar. No se presentaba animosamente, ni para afrentar. Sería así el alma entregada, con humildad mortal. Se dirigió a los tres: -¡Con Jesús! -él, con firmeza. ¿Y entonces? Derval, Dismundo y Doricón -el cual, el demonio de modo humano- poco menos que habló: -¡Hum... Ah! Vaya cosa.
Hubo que escoger para acarrear: tres hombres a cada lado. El Liojorge agarró el asa, al frente, por el lado izquierdo -le indicaron-. Y lo rodeaban los Dagobés, el odio en torno suyo. Entonces fue saliendo el cortejo, terminado lo interminable. Sorteado así, ramillete de gente, una pequeña multitud. Toda la calle embarrada. Los entrometidos más adelante, los prudentes en la retaguardia. Se buscaba el suelo con la mirada. Al frente de todo, el ataúd, con las vaivenes naturales. Y los perversos Dagobés. Y el Liojorge, al lado. El importante entierro. Se caminaba.
Bajo el retintín, muy de paso. En aquel entremedio, todos, en cuchicheo o silencio, se entendían, con hambre de preguntar. El Liojorge aquél, sin escapatoria. Tenía que hacer bien su parte: tener las orejas gachas. El valiente, sin retorno. Como un criado. El ataúd parecía tan pesado. Los tres Dagobés, armados. Capaces de cualquier sorpresa, ya estaban con la mirada enfilada. Sin verse, se adivinaba. Y, en aquello, caía una lluviecita. Caras y ropas se empapaban. El Liojorge -¡tan aterrorizado!- su prudencia en el ir, su tranquilidad de esclavo. ¿Rezaba? No se sentía parte de sí, sólo una presencia fatal.
Y, ahora, ya se sabía: bajado el cajón a la fosa, a quemarropa lo mataban; en el expirar de un credo. La lluviecita ya se ablandaba. ¿No se iba a pasar por la iglesia? No, en el lugar no había cura.
Se proseguía.
Y entraban en el cementerio. Aquí, todos vienen a dormir -rezaba el letrero del portón-. Hízose el constipado airado compaña, en el barro, al lado del hoyo; muchos, sin embargo, más atrás, preparando el huye-huye. La fuerte "circunspectancia". Ninguna despedida: al una-vez Dagobé, Damastor. Depositado hondo, en forma, por medio de tensas cuerdas. Tierra encima: pala y pala; asustaba a la gente, aquel son. ¿Y ahora?
El rapaz Liojorge esperaba, escurriéndose dentro de sí. ¿Veía sólo siete palmos de tierra para él, delante de su nariz? Tuvo un mirar penoso. Se retorcía el silencio. Los dos, Dismundo y Derval, exploraban al Doricón. Súbito, sí: el hombre se estiró de hombros, ¿sólo ahora veía al otro, en medio de aquello?
Le miró brevemente. ¿Se llevó la mano al cinturón? No. La gente era lo que así preveía, la falsa percepción del gesto. Sólo dijo, súbitamente, oyose:
-Mozo, váyase usted, recójase. Sucede que mi añorado hermano era un condenado diablo...
Dijo aquello, bajo y casi inaudible. Entonces se volvió hacia los presentes. Sus otros dos hermanos, también. A todos agradecían. Si no es que sonreían, apresurados. Se sacudían de los pies el barro, se limpiaban las caras del que les había saltado. Doricón, ya fugaz, dijo, completó: ...Nosotros nos vamos a vivir a un pueblo grande... El entierro había terminado... Y otra lluvia empezaba.

Joao Guimaraes Rosa.

14 junio 2012

Cabeza de Ángel



Apenas entramos me sentí asfixiada por el calor y estaba como entre los muertos y creo que si me quedara sola en una sala de ésas me daría miedo pues me figuraría que todos los cuadros se me quedaban mirando y me daría una vergüenza muy grande y es como si fueras a un camposanto en donde todos los muertos estuvieran vivos o como si estuvieras muerta sin dejar de estar viva y lástima que no sepa contarte los cuadros ni tanta cosa de hace muchísimos siglos que es una maravilla que están como acabados de hacer ¿por qué las cosas se conservan más que las personas? imagínate ya ni sombra de los que los pintaron y los cuadros están como si nada hubiera pasado y había unos muy lindos de martirios y degüellos de santas y niños pero estaban tan bien pintados que no me daban tristeza sino admiración los colores tan brillantes como si fueran de verdad el rojo de las flores el cielo tan azul y las nubes y los arroyos y los árboles y los colores de los trajes de todos los colores y había un cuadro que me impresionó tanto que sin darme cuenta como cuando te ves en un espejo o como cuando te asomas a una fuente y te ves entre las hojas y las ramas que se reflejan en el agua entré al paisaje con aquellos señores vestidos de rojo verde amarillo y azul y que llevaban espadas y hachas y lanzas y banderas y me puse a hablar con un ermitaño barbudo que rezaba junto a su cueva y era muy divertido jugar con los animalitos que venían a hacerle compañía venados pájaros y cuervos y leones y tigres mansos y de pronto cuando iba por él los moros me cogían y me llevaban a una plaza en donde había edificios muy altos y puntiagudos como pinos y empezaban a martirizarme y yo empezaba a echar sangre como surtidor pero no me dolía mucho y no tenía miedo porque Dios arriba me estaba viendo y los ángeles recogían en vasos mi sangre y mientras los moros me martirizaban yo me divertía viendo a unas señoras muy elegantes que contemplaban mi martirio desde sus balcones y se reían y platicaban entre sí de sus cosas sin que les importara mucho lo que a mi me pasaba y todo el mundo tenía un aire indiferente y allá lejos había un paisaje con un labrador que araba muy tranquilo su campo con dos bueyes y un perro que saltaba junto a él y en el cielo había una multitud de pájaros volando y unos cazadores de vestidos de verde y rojo y un pájaro caía traspasado por una flecha y se veían caer las plumas blancas y las gotas rojas y nadie lo compadecía y yo me ponía a llorar por el pajarito y entonces los moros me cortaban la cabeza con un alfanje muy blanco y salía de mi cuello un chorro de sangre que regaba el suelo como una cascada roja y del suelo nacían multitud de florecitas rojas y era un milagro y entonces todos se iban y yo me quedaba sola en aquel campo echando sangre durante días y días y regando las flores y era otro milagro que no acabara la sangre hasta que llegaba un ángel y me ponía la cabeza otra vez pero imagínate que con la prisa me la ponía al revés y yo no podía andar sino con trabajo y para atrás lo que me cansaba mucho y como andaba para atrás pues empecé a retroceder y me fui saliendo de aquel paisaje y volví a México y me metí en el corral de mi casa donde había mucho sol y polvo y todo el patio cubierto por unas grandes sábanas recién lavadas y puestas a secar y las criadas llegaban y levantaban las sábanas y eran como grandes trozos de nubes y el prado aparecía todo verde y cubierto de florecitas rojas que mi mamá decía que eran del color de la sangre de una Santa y yo me echaba a reír y le contaba que la santa era yo y cómo me habían martirizado los moros y ella se enojaba y decía ay mi Dios ya mi hija perdió la cabeza y a mí me daba mucha tristeza oír aquellas palabras y me iba al rincón oscuro del castigo y me mordía los labios con rabia porque nadie me creía y cuando estaba pegada a la pared deseando que mi mamá y las criadas se murieran la pared se abrió y yo estaba al pie de un pirú que estaba junto a un río seco y había unas piedras grandes que brillaban al sol y una lagartija me veía con su cabecita alargada y corría de pronto a esconderse y en la tierra veía otra vez mi cuerpo sin cabeza y mi tronco ya estaba cicatrizado y sólo le escurría un hilo de sangre que formaba un charquito en el polvo y a mí me daba lástima y espantaba las moscas del charquito y echaba unos puñados de tierra para ocultarla y que los perros no pudieran lamerla y entonces me puse a buscar mi cabeza y no aparecía y no podía ni siquiera llorar y como no había nadie en aquel paraje me eché a andar por un llano inmenso y amarillo buscando mi cabeza hasta que llegue a un jacal de adobe y me encontré a un indito que allí vivía y le pedí un poco de agua por caridad y el viejito me dijo el agua no se niega a un cristiano y me dio agua en una jarra colorada que estaba muy fresca pero no podía beberla porque no tenía cabeza y el indito me dijo no se apure niña yo aquí tengo una de repuesto y empezó a sacar de unos huacales que tenía junto a la puerta su colección de cabezas pero ninguna me venía unas eran grandes otras muy chicas y había de viejos hombres y de mujeres pero ninguna me gustaba y después de probar muchas me enoje y empecé a darles de patadas a todas las cabezas y el indito me dijo no se amuine niña vamos al pueblo a cortar una cabeza que le acomode y yo me puse muy contenta y el indito sacó de su casa un hacha de monte de cortar leña y empezamos a caminar y luego de muchas vueltas llegamos al pueblo y en la plaza había una niña que estaba martirizando unos señores vestidos de negro como si fueran a un entierro y uno de ellos leía un discurso como en el Cinco de Mayo y había muchas banderas mexicanas y en el kiosco tocaban una marcha y era como una feria había montones de cacahuates y de jícamas y cañas de azúcar y cocos y sandías y toda la gente compraba y vendía menos un grupo que oía al señor del discurso mientras los soldados martirizaban a la niña y arriba por un agujero Dios lo veía todo y la niña estaba muy tranquila y entonces el indito se abrió paso y cuando todos estaban descuidados le cortó la cabeza a la niña y me la puso y me quedó muy bien y yo di un salto de alegría porque el indito era un ángel y todos me miraban y yo me fui saltando entre los aplausos de la gente y cuando me quedé sola en el jardín de mi casa me puse un poco triste pues me acordaba de la niña que le cortaron la cabeza. Ojalá que ella se la pueda cortar a otra niña para que pueda tener cabeza como yo.

Octavio Paz

31 mayo 2012

Humo en el paisaje (fragmento), de Barrabás y otros cuentos

 "Al principio fue como una neblina de humedad, como un vaho gris y amenazante que volaba en el aire manchando el cielo, cerrando el horizonte, esfumando los árboles. Después se acostumbraron a aquella gigantesca presencia del humo de la fábrica en el cielo del campo, como se acostumbraron al ambiente mecánico, al ruido de las máquinas, a las horas sin forma y al angustioso quejido de la sirena. Pasaron del olor del surco al del aceite, del movimiento de los bueyes al de las bielas, de las señales profundas de la naturaleza a los relojes y los manómetros. Tenían el aspecto de haber contraído una enfermedad monótona y tediosa, habían olvidado el idioma de los animales y el ritmo de las cosechas. "

13 mayo 2012

MADRE

Tu nombre viene lento como las músicas humildes
y de tus manos vuelan palomas blancas

mi recuerdo te viste siempre de blanco
como un recreo de niños que los hombres miran desde
aquí distante

un cielo muere en tus brazos y otro nace en tu ternura
a tu lado el cariño se abre como una flor cuando pienso

entre ti y el horizonte
mi palabra está primitiva como la lluvia o como los himnos
porque ante ti callan las rosas y la canción


Carlos Oquendo de Amat Poeta peruano - Puno

20 marzo 2012

Más allá de la vida y la muerte

CÉSAR VALLEJO



Jarales estadizo de julio; viento amarrado a cada peciolo manco del mundo grano que en él gravita. Lujuria muerta sobre lomas onfalóideas de la sierra estival. Espera. No ha de ser. Otra vez cantemos. ¡Oh qué dulce sueño!

Por allí mi caballo avanzaba. A los once años de ausencia, acercábame por fin ese día a Santiago, mi aldea natal. El pobre irracional avanzaba, y yo, desde lo más entero de mi ser hasta mis dedos trabajados, pasando quizá por las mismas riendas asidas, por las orejas atentas de cuadrúpedo y volviendo por el golpeteo de los cascos que fingían danzar en el mismo sitio, en misterioso escarceo tanteador de la ruta y lo desconocido, lloraba por mi madre que muerta dos años antes, ya no habría de aguardar ahora el retorno del hijo descarriado y andariego. La comarca toda, el tiempo bueno, el color de cosechas de la tarde de limón, y también alguna masada que por aquí reconocía mi alma, todo comenzaba a agitarme en nostálgicos éxtasis filiales, y casi podían ajárseme los labios para hozar el pezón eviterno, siempre lácteo de la madre; sí, siempre lácteo, hasta más allá de la muerte.

Con ella había pasado seguramente por allí de niño. Sí. En efecto. Pero no. No fue conmigo que ella viajó por esos campos. Yo era entonces muy pequeño. Fue con mi padre, ¡cuántos años haría de ello! Ufff… También fue en julio, cerca de la fiesta de Santiago. Padre y madre iban en sus cabalgaduras; él adelante. El camino real. De repente mi padre que acababa de esquivar un choque con repentino maguey de un meandro:

—Señora… ¡Cuidado!…

Y mi pobre madre ya no tuvo tiempo, y fue lanzada ¡ay del arzón de las piedras del sendero. Tornáronla en camilla al pueblo. Yo lloraba mucho por mi madre, y no me decían qué le había pasado. Sanó. La noche del alba de la fiesta, ella estaba ya alegre y reía. No estaba ya en cama, y todo era muy bonito. Yo tampoco lloraba ya por mi madre.

Pero ahora lloraba más recordándola así, enferma, postrada, cuando me quería más y me hacía más cariño y también me daba más bizcochos de bajo de sus almohadones y del cajón del velador. Ahora lloraba más, acercándome a Santiago, donde ya sólo la hallaría muerta, sepulta bajo las mostazas maduras y rumorosas de un pobre cementerio.

Mi madre había fallecido hacía dos años a la sazón. La primera noticia de su muerte recibíla en Lima, donde supe también que papá y mis hermanos habían emprendido viaje a una hacienda lejana de propiedad de un tío nuestro, a efecto de atenuar en lo posible el dolor por tan horrible pérdida. El fundo se hallaba en remontísima región de la montaña, al otro lado del río Marañón. De Santiago pasaría yo hacia allá, devorando inacabables senderos de escarpadas punas y de selvas ardientes y desconocidas.

Mi animal resopló de pronto. Cabillo molido vino en abundancia sobre ligero vientecillo, cegándome casi. Una parva de cebada. Y después perspectivóse Santiago, en su escabrosa meseta, con sus tejados retintos al sol ya horizontal. Y todavía, hacia el lado de oriente, sobre la linde de un promontorio amarillo brasil, se veía el panteón retallado a esa hora por la sexta tintura postmeridiana; ; y yo ya no podía más, y atroz congoja arrecióme sin consuelo.

A la aldea llegué con la noche. Doblé la última esquina, y, al entrar a la calle en que estaba mi casa, alcancé a ver a una persona sentada a solas en el poyo de la puerta. Estaba sola. Muy sola. Tanto, que, ahogando el duelo místico de mi alma, me dio miedo. También sería por la paz casi inerte con que, engomada por la media fuerza de la penumbra, adosábase su silueta al encalado paramento del muro. Particular revuelo de nervios secó mis lagrimales. Avancé. Saltó del poyo mi hermano mayor, Angel, y recibióme desvalido entre sus brazos. Pocos días hacía que había venido de la hacienda por causa de negocios.

Aquella noche, luego de una mesa frugal, hicimos vela hasta el alba. Visité las habitaciones, corredores y cuadras de la casa; y Angel, aún cuando hacía visibles esfuerzos para desviar este afán mío por recorrer el amado y viejo caserón, parecía también gustar de semejante suplicio de quien va por los dominios alucinantes del pasado más mero de la vida.

Por sus pocos días de tránsito en Santiago, Angel habitaba ahora solo en casa, donde, según él, todo yacía tal como quedara a la muerte de mamá. Referíame también como fueron los días de salud que precedieron a la mortal dolencia, y cómo su agonía. ¡Cuantas veces entonces el abrazo fraterno y escarbó nuestras entrañas y removió nuevas gotas de ternura congelada y de lloro!

—¡Ah, esta despensa, donde le pedían pan a mamá, lloriqueando de engaños!— Y abrí una pequeña puerta de sencillos paneles desvencijados.

Como en todas las rústicas construcciones de la sierra peruana, en las que a cada puerta únese casi siempre un poyo, cabe el umbral de la que acababa yo de franquear, hallábase recostado uno, el mismo inmemorial de mi niñez, sin duda, rellenado y enlucido incontables veces. Abierta la humilde portezuela, en él nos sentamos, y allí también pusimos la linterna ojitriste que portábamos. La lumbre de ésta fue a golpear de lleno el rostro de Angel, que extenuábase de momento en momento, conforme transcurría la noche y reverdecíamos más la herida, hasta parecerme a veces casi transparente. Al advertirle así en tal instante, le acaricié y cubrí de ósculos sus barbadas y severas mejillas que volvieron a empaparse de lágrimas.

Una centella, de esas que vienen de lejos, ya sin trueno, en época de verano en la sierra, le vació las entrañas a la noche. Volví restregándome los párpados a Angel. Y ni él ni la linterna, ni el poyo, ni nada 4estaba allí. Tampoco oí ya nada. Sentíme como en una tumba…

Después volvñía ver a mi hermano, la linterna, el poyo. Pero creí notarle ahora a Angel el semblanrte como refrescado, apacible y quizás me equivocaba —diríase restablecido de su aflicción y flaqueza anteriores. Tal vez, repito, esto era un error de visión de mi parte, ya que tal cambio no se puede ni siquiera concebir.

—Me parece verla todavía —continué sollozando— no sabiendo la pobrecita qué hacer para la dádiva y arguyéndome: —¡Ya te cogí, mentiroso; quieres decir que lloras cuando estás riendo a escondidas! ¡Y me besaba a mí más que a todos ustedes, como yo era el último también!

Al término de la velada de dolor, Angel parecióme de nuevo muy quebrantado, y, como antes de la centella, asombrosamente descarnado. Sin duda, pues, había yo sufrido una desviación de la vista, motivada por el golpetazo de luz del meteoro, al encontrar antes en su fisonomía un alivio y una lozanía que, naturalmente, no podía haber ocurrido.

Aún no asomaba la aurora del día siguiente, cuando monté y partí para la hacienda, despidiéndome de Angel que quedaba todavía unos días más, por los asuntos que habían motivado su arribo a Santiago.

Finada la primera jornada del camino, acontecióme algo inaudito. En la posada hallábame reclinado en un poyo descansando, y he aquí que una anciana del bohío, de pronto mirándome asustada, preguntóme lastimera:

—¿Qué le ha pasado, señor, en la cara? ¡Parece que la tiene usted ensangrentada, Dios mío!…

Salté del asiento. Y al espejo advertíme en efecto el rostro encharcado de pequeñas manchas de sangre reseca. Tuve un fuerte escalofrío, y quise correr de mí mismo. ¿Sangre? ¿De dónde? Yo había juntado el rostro al de Angel que lloraba… Pero… No. No ¿De dónde era esa sangre? Comprenderáse el terror y la alarma que anudaron en mi pecho mil presentimientos. Nada es comparable con aquella sacudida de mi corazón. No habrán palabras tampoco para expresarla ahora ni nunca. Y hoy mismo, en el cuarto solitario donde escribo está la sangre añeja aquella y mi cara en ella untada y la vieja del tambo y la jornada y mi hermano que llora y a quien no besó mi madre muerta y…

… Al trazar las líneas anteriores he huido disparado a mi balcón, jadeante y sudando frío. Tal es de espantoso y apabullante el recuerdo de esa escarlata misteriosa…

¡Oh noche de pesadilla en esa inolvidable choza, en que la imagen de mi madre muerta alternó, entre forcejeos de extraños hilos, sin punta, que se rompían luego de sólo ser vistos, con la de Angel, que lloraba rubíes vivos, por siempre jamás!

Seguí ruta. Y por fin, tras una semana de trote por la cordillera y por tierras calientes de montañas, luego de atravesar el Marañón, una mañana entré en parajes de la hacienda. El nublado espacio reverberaba a saltos con lontanos truenos y solanas fugaces.

Desmonté junto al bramadero del portón de la casa que da al camino. Algunos perros ladraron en la calma apacible y triste de la fuliginosa montaña. ¡Después de cuanto tiempo tornaba yo ahora a esa mansión solitaria, enclavada en las quiebras más profundas de las selvas!

Una voz que llamaba y contenía desde adentro a los mastines, entre el alerta gárrulo de las aves domésticas alborotadas pareció ser olfateada extrañamentepor el fatigado y tembloroso solípedo que estornudó repetidas veces, enristró casi horizontalmente las orejas hacia delante, y, encabritándose, probó a quitarme los frenos dela mano en son de escape. La enorme portada estaba cerrada. Diríase que toquéla de manera casi maquinal. Luego aquella misma voz siguió vibrando muros adentro, y llegó un instante en que, al desplegarse, con medroso restallido, las gigantescas hojas del portón, ese timbre bucal vino a pararse en mis propios veintiséis años totales y me dejó de punta a la Eternidad. Las puertas hiciéronse a ambos lados.

¡Meditad brevemente sobre suceso increíble, rompedor de las leyes de la vida y de la muerte, superador de toda posibilidad; palabra de esperanza y de fe entre el absurdo y el infinito, innegable desconexión de lugar y de tiempo; nebulosa que hace llorar de inarmónicas armonías incognosibles!

¡Mi madre apareció a recibirme!

—Hijo mío —exclamó estupefacta—. ¿Tú vivo? ¿Has resucitado? ¿Qué es lo que veo, Señor de los Cielos?

¡Mi madre! ¡Mi madre en alma y cuerpo. Viva! Y con tanta vida, que hoy pienso que sentí ante su presencia entonces, asomar por las ventanillas de mi nariz, de súbito, , dos desolados granizos de decrepitud que luego fueron a caer y pesar en mi corazón hasta curvarme senilmente, como si, a fuerza de un fantástico trueque de destino, acabase mi madre de nacer y yo viniese , en cambio desde tiempos tan viejos, que me daban una emoción paternal respecto de ella.

Sí. Mi madre estaba allí. Vestida de negro unánime. Viva. Ya no muerta. ¿Era posible? No. No era posible. De ninguna manera. No era mi madre esa señora. No podía serlo. Y luego ¿qué había dicho al verme? ¿Me creía, pues, muerto?

—¡Hijo de mi alma! —rompió a llorar mi madre y corrió a estrecharme contra su seno, con ese frenesí y ese llanto de dicha con que siempre me amparó en todas mis llegadas y mis despedidas.

Yo habíame puesto como piedra. La vi echarme sus brazos adorados al cuello, besarme ávidamente y como queriendo devorarme y sollozar sus mimos y sus caricias que ya nunca volverán a llover en mis entrañas. Tomóme luego bruscamente el impasible rostro a dos manos, miróme así, cara a cara, acabándome de preguntas. Yo, después de algunos segundos, me puse también a llorar, pero sin cambiar de expresión ni de actitud: mis lágrimas parecían agua pura que vertían dos pupilas de estatua.

Por fin enfoqué todas las dispersadas luces de mi espíritu. Retiréme algunos pasos atrás. E hice entonces comparecer ¡oh, Dios mío! a esa maternidad a la que no quería rtecibir mi corazón y la desconocía y le tenía miedo; las hice comparecer ante no sé qué cuando sacratísimo, desconocido para mí hasta ese momento, y di un grito mudo y de dos filos en toda su presencia, con el mismo compás del martillo que se acerca y aleja del yunque, con que lanza el hijo su primer quejido, al ser arrancado del vientre de la madre, y con el que parece indicarle que ahí va vivo por el mundo y darle al mismo tiempo, una guía y una señal para reconocerse entrambos por los siglos de los siglos. Y gemí fuera de mí mismo:

—¡Nunca! ¡Nunca! Mi madre murió hace tiempo. No puede ser…

Ella incorporóse espantada ante mis palabras y como dudando de si yo era yo. Volvió a estrecharme entre sus brazos, y ambos seguimos llorando llanto que jamás lloró ni llorará ser vivo alguno.

—Sí— le repetía. — Mi madre murió ya. Mi hermano Angel también lo sabe.

Y aquí las manchas de sangre que advirtiera en mi rostro, pasaron por mi mente como signos de otro mundo.

—¡Pero hijo de mi corazón! —susurraba casi sin fuerza ella. — ¿Tú eres mi hijo muerto y al que yo misma vi en su ataúd? Sí. ¡Eres tú mismo! ¡Creo en Dios! ¡Ven a mis brazos! Pero ¿qué?… ¿No ves que soy tu madre? ¡Mírame! ¡Mírame! ¡Pálpame, hijo mío! ¿Acaso no lo crees?

Contempléla otra vez. Palpé su adorable cabecita encanecida. Y nada. Yo no creía nada.

—Sí, te veo —le respondí— te palpo. Pero no creo. No puede suceder tanto imposible.

¡Y me reí con todas mis fuerzas!

20 febrero 2012

Antepasados

Manuel Mejía Vallejo.

Los contados viajeros que atraviesan el páramo hablan de un pueblo fantasma. Entre largos silencios, frente al fuego que da calor a su fatiga y su asombro, tratan de hilar una historia de sueño y pesadilla. Al narrar, ellos mismos parecen habitantes de aquel pueblo fantasma.
-Hacía tanto frío, que era necesario recordar intensamente un buen tiempo de calor para contrarrestar las heladas.
Si llamaban: -¡Sol! , la palabra sol apenas alumbraba un trecho del camino más cercano a la voz y nunca llegaba a producir sombra ni tibieza. Porque no había calor. El calor era nostalgia de un sol que, según leyenda callada, existió un tiempo sobre los eriales ateridos.
—Había tanta deshabitación, que sus habitantes, alejados, tenían que concentrarse en el recuerdo de otros seres para no morir de soledad.
Si llamaban: - ¡Roberto! , la palabra no lograba traer claramente la figura. De cuando en cuando una silueta borrada era la sola respuesta. Porque no había presencias, y el llamado invocaba únicamente vacíos: en el sueño, en el recuerdo de lo jamás sucedido, en el eco dormido de la propia voz.
-Había tan pocas alas en el aire, que si alguna se atrevía contra el viento, los suyos eran aletazos de protesta.
Si llamaban: - ¡Pájaro! , moría un silbo en las vertientes apeñuscadas, en forma de despedida. Porque no había pájaros. Sólo en sus recuerdos cruzaban dos o tres, grises y torpes, incómodo el vuelo en esos recuerdos desesperados. -Había tal escasez de agua, que debían calmar sus sedes en la evocación de arroyo distantes.
Si llamaban: - ¡Arroyo! , la palabra se iba humedeciendo en un camino de bruma y arena. Allí acababan las sílabas, sin llegar nunca a ser lo que nombraban. Porque el agua era presencia de la sed, rumor de corrientes ajenas sobre rocas en espera inútil. Algunas ausencias de peces saltaban con chapoteos de aire seco.
—Había tanto silencio, que trataban de inventar canciones traídas por la memoria. Pero nadie sabía cantar, porque también su voz se hizo para el silencio.
Si llamaban: - ¡Canción! , apenas sí un leve llanto escondido parecía temblar entre los chamízales. Porque tampoco había voces. Callar fue otra manera de hablar a voz en cuello, sin posibilidad de silenciosos respondedores.
—No había árboles. El viento y las arenas volantes convirtieron en muñones lo que pudo ser ramazones al cielo.
Si llamaban: -¡Árbol! , caían de ninguna parte hojas secas, sabedoras únicamente del vuelo de su caída.
—No había flores. Cada botón era fracaso último de últimos ensayos por florecer. Cada hoja tenía fuerza suficiente para alargar su agonía.
Si llamaban: - ¡Flor! , un rubor se insinuaba al extremo de un tallo nacido para morir, porque el viento arenoso desteñía la posibilidad de cáliz o pétalo.
Así, poco a poco los habitantes fueron desapareciendo de frío, de soledad, de sed, de silencio, y las palabras se confundían, desamparadas en el paisaje.
Sólo un sobreviviente alcanzó a experimentar las primeras sensaciones de calor, de compañía, de aguas abundantes, de pájaros, de voces y baladas amigas.
Al morir supo que en adelante existiría esa región creada por la angustia, por el recuerdo apretado, por la sed y la muerte. Sobre su roca hizo desgonzar una esperanza última al entrever un sitio amable fabricado a lo largo de tantas invocaciones desgarradas. Alcanzó a escuchar la fuga del silencio, el sonar de un arroyo que brotaba entre las rocas del páramo, la suave caída de un sol que entibiaba silbos recién llegados y grupos de jóvenes cantando canciones primeras.
Así se formó aquel extraño lugar. Los contados viajeros que logran atravesar el páramo hablan de sombras y luces y árboles y personas y animales soñados por una gran desesperanza.

18 febrero 2012

El sueño de la pesadilla

Manuel Mejía Vallejo.

Cada noche pensaba un fragmento de su muerte futura. Al amanecer unía los fragmentos de sueño y reflexión, decaía su afán desorientado.
—Esta noche no soñaré —se dijo, pero el pensar que no soñaría con un pedazo de muerte lo hizo pensar en su muerte, y en la noche soñó otra pesadilla sobre lo que había pensado; al día siguiente pensó en su sueño, y ya no pudo detenerse el círculo.
Si con vigilias forzadas intentaba sustraerse al sueño, no podía repeler la idea de temor y muerte que intentaba expulsar. Así el cansancio se fue haciendo más visible: días y noches en vela impedían saber si soñaba que no quería soñar, si pensaba que no debía soñar, si soñaba y pensaba en morir, si moría por pensar que no debía pensar en el sueño ni en la muerte. Sólo cuando lo hallamos totalmente inmóvil —casi eterno— entendimos cómo el despertar era otro regreso de la pesadilla.

13 febrero 2012

Profeta del pasado

Cuento de Manuel Mejía Vallejo.

Según sus palabras, la historia es algo que tiene memoria: nosotros sólo tratamos de recordar lo ya efectuado; por eso, lo que estamos viviendo es un recuerdo de lo vivido; nos acercaría a esta posibilidad cierta sensación de pesadilla que despiden los acontecimientos.

En cuanto a la alucinación del futuro, se acerca al fuego fatuo, emanación de lo aparentemente escondido, porque todo pensamiento de futuro parece un regreso. Así corroboró que la historia es un ciclo y por lo tanto la posteridad queda atrás.

-Aunque ignoro dónde empieza este camino que da vuelta a la tierra, es el verdadero camino eterno, porque su futuro es su pasado: lo que está adelante es verdaderamente lo que ha quedado atrás.

Igualmente descubrió que el sueño podía ser verdad, pero de vez en cuando, ya que en muchos aspectos lo motiva el azar.

-Yo soy yo más lo que sueño, más lo que acepto: el sueño es prolongación de nuestras creencias.

En cambio, el recuerdo se acerca a lo verdadero; consiste en una distorsión del tiempo que los hechos deben sufrir: ellos existieron antes -existen-, pues todo acaecer es intemporal, de tal modo que no hay hechos pasados.

Con el fin de probarlo recordó públicamente el incendio de La Capilla Veraniega, y murió estoicamente en esas llamas.

07 febrero 2012

Cielo cerrado

Cuento.
(Manuel Mejía Vallejo)


Los ojos oblicuos miraron hacia arriba, arrugaron el entrecejo, y en las pupilas comenzó la tormenta.

-¡Diablos, el invierno!

Zumbó el viento en las alas de los sombreros, en las ramazones, en los gruesos ponchos.

-¡El invierno!

Zumbó en las puertas golpeantes, en el campanario, en los aleros de paja.

-¡Diablos!

Goterones con viento aporrearon sus toscas habitaciones se fueron errando las nueves y sobre la tierra empezó a llover.

De día. De noche.

Por los ranchos pajizos chorreó el agua hacia los caños, en los caños se formaron arroyos, de los arroyos nacieron torrentes, los torrentes se volvieron ríos que arrasaban los sembrados. De día. De noche.

Fue entonces una voz de los indios, hacia un mismo punto sus miradas, contra igual silencio su desesperación. Se acabaron las oraciones, se acabó la paciencia, se acabaron las velas de cera al pie de las imágenes. Y revivieron escondidos ancestros.

En la cumbre pedían a los dioses de sus antepasados, a los protectores de la huerta y la montaña. Un poco de sol para sus maizales. Para sus cafetos. Para sus patatas. Un poco de sol para sus pájaros. Y los dioses no escucharon el temblor murmurante de los labios indígenas.

El agua seguía cayendo en chorros. De día. De noche. Se dañaron las espigas. Se dañaron las mazorcas tiernas. Se dañaron los tubérculos de papa y yuca. Se dañó la esperanza.

-Estamos solo- dijeron, y parecía que no hubieran hablado.

Sentían dolor físico al golpear el aguacero contra las plantas, al llanto de los niños, al aullido de los perros. En su complejo del olvido creían natural el olvido del cielo, del Dios cristiano, de sus antiguos dioses. Pero iban donde el cura para decirle:

-rece o mande rezar.

-se pudren las maticas.

En las cumbres, la jerga del brujo intercedía para que cayera el sol en la espalda de hombres y cerros. Rezaba a los duendes del aire y la montaña, a los señores del trueno y de las nubes. Pero el agua no menguaba y un día fueron hasta el brujo y le dijeron:

-Tus rezos no sirven.

-No te escuchan los dioses.

-Te mataremos.

Y con sus machetes lo descuartizaron. Dos ídolos se salpicaron con la sangre del brujo, pero la sangre se coaguló y las piedras siguieron impávidas ante el sacrificio, bajo los nubarrones sin espacio para el sol de las plantas.

De día. De noche.

Desde cada choza vigilaban el firmamento. Los perros tiritaban, fijos sus ojos en las gotas al caer en los baches. Despabilaban a la luz de un relámpago y volvían al parpadeo tardío. Agua y más agua desde arriba anegaba los pejugales. Un poco de sol para las hojas, para los grumos, para las pupilas indígenas hacia arriba, desoladas.

De la desesperación nació otra fe, y así los indios, inclinados para resistir el chubasco, acudieron al Cura de la aldea, que había predicado nuevos dioses, Uno, y sus santos, amos de cielo y tierra. A veces creían más en el perro de San Roque, en el caballo que en Santiago Apóstol.

-Llama y cruz, nube y piedra.

Pero iban a misa porque el latín sonaba a palabras de magia aptas para la comunicación con las deidades. Quemaban incienso salvaje igual que a sus ídolos. Sin embargo el sol no venía y protestaron ante el Cura:

-No reza bien tu rezador.

-Cambia de rezador, o lo matamos.

-Como al brujo mataremos a tu rezador.

Desconfiaban del sacristán porque compraba a menos precio las cosechas, porque amenazaba con las fauces del siete infiernos, porque menospreciaba sus costumbres.

El Cura recibía ofrendas y rezaba para que cayera sol a las plantas. Y el sol no caía y los indios volvieron a la casa parroquial

-No sirve tu rezador, tata.

-Cambia de rezador que no sirve.

-Humo y oscurana tiene en su corazón.

Lo asustó la calma de las frases. Desde el púlpito soltó su voz:

-Paciencia, Dios los está probando.

Se mostraba duro ese Dios con los humildes. Y era el Dios de los humildes y lo amaban porque sufría azotado por unos soldados extraños, atado a una columna, punzado en el corazón, crucificado contra unos maderos.

-Siendo Dios, ¿porqué se dejó matar?

-No sería bastante bravo.

-Era la bondad infinita.

-Lo amaban a su modo, con El se identificaban al repartir los panes y peces, al llorar su cuerpo sangre en los olivos. Pero ya en su trono se volvía inaccesible. No les gustaba contemplarlo en la gloria de la resurrección, en la comodidad de un cielo entre coros de arcángeles, era como si se apartara de ellos, como si se elevara a un punto tan distante, que el viento no podría llevarle la voz de las campanas, ni los invisible protectores alcanzarían a susurrarles las palabras mágicas del latín, querían al Cristo y seguían rogándole. Y el agua no dejaba de llover.

Veinte días. Veinte noches.

-Padre, las rogativas.

-Tenemos rabia con Dios.

-No nos gusta ya el Dios.

El Cura los echó de la Iglesia.

-¡indios bárbaros!

El sacristán reiteró: ¿no se lo dije, Padre? Son brutos, no entienden ni les importa la religión. Hoy no tocaré las campanas y el agua siguió cayendo. De día. De noche. Sobre los ranchos, sobre las yucas, sobre el café, sobre el maíz, sobre las papas, sobre los niños. Y volvieron a la iglesia y dijeron bajo la lluvia:

-Que toquen las campanas.

-Ya no nos gusta el Dios.

-El rezador no nos gusta.

Roncos sonaban los goterones al caer a sombreros de caña, a los ponchos. El sacerdote se restregaba las manos para calentárselas, para librarse del temor, para implorar paciencia.

-Aguanten buenos hombres, Dios los está probando.

-Ojalá le sepamos a mierda pa que no nos pruebe más.

El Cura volvió a echarlos del templo.

De regreso a sus ranchos pensaron que Dios estaba enojado porque veía enojado con el Cura, y odiaron con mayor odio y mayor silencio. Silencio que se oyó cuando todos hablaron por uno, como si no tuvieran bocas:

-Queremos rogativas. Queremos sol.

Aunque los sabía irreductibles, tenía fe en la obra, en la perseverancia. ¿No habían construido, acaso una iglesia? La iglesia creció. Nunca pudo crecer la aldea, es verdad, porque se resistían a grandes concentraciones, querían estar con sus animales, sobre su palada de tierra, en el rancho, entre sus árboles.

Irreductibles y extraños. Recordaban las originales confesiones en vísperas de primer viernes o en trances definitivos:

-“Me acuso que robé”.

-“no vuelvas a roba”.

-“volveré a robar si necesito”.

-“lo prohíbe la santa madre iglesia”.

-“¡…!

-“lo prohíbe Dios”

-“ dígale al Dios que maté con un rayo al Jacín Cua”

-“es pecado pedir tal cosa”.

-“es malo el Jacín Cua?”

-“no debemos desear la muerte al prójimo”.

-“el Jacín Cua no es prójimo, es dañero”.

-“Tenemos que perdonar a nuestros enemigos”.

-“dígale al Dios que liquide al Jacin Cua, o yo lo liquidaré”.

Sin embargo lo conmovían ciertos detalles de la superstición indígena, ese querer destruir a los dioses cuando no escuchaban, más que la súplica del hombre, la orden de servirlo. Aquellas imprecaciones de una rebeldía desolada:

-“eres mal nacido porque te rogamos por las plantas y las arrasaste; porque te pedimos ayuda y nos arruinaste; porque te tragaste las oraciones y no cumpliste el deber retornándolas en obras…”

Y la del más desgarrado corazón ante la indiferencia de los dioses.

-“nosotros los hombres somos vuestro espectáculo y vuestro teatro de quienes os reís y regocijáis. Nuestros caminos y obras no están en nuestras manos sino en las manos de quien nos mueve.

Le habéis hecho vuestra silla en la que os asentáis, y los habéis hecho como flauta vuestra”.

Por eso se preocupó cuando dijo el sacristán:

-Tengo miedo, saquemos a San Isidro en rogativas.

El padre escudriñó el cielo plomizo.

-No es tiempo, creo que no escucharía San Isidro.

El sacristán miraba con temor marrullero.

¿desconfiaría el sacerdote de la mediación del buen Isidro?. Sabía que los caminos del cielo son inescrutables y trata de adivinarlos sería pretensión hermana de la soberbia. Si se equivocaba en los designios celestiales ¿no sería grande el daño contra la fe de esas gentes?. De ahí que el sacristán lo viera atisbar con un seño fruncido los horizontes, y exclamar:

-todavía no asomará el sol, no es tiempo de Rogativas. Que aguarden estos indios, tócales bien las campanas.

El sacristán tocó solemnemente las campanas, y los indios se animaron al oír esa voz formidable que debía ser oída por los dioses de la tierra y de los hombres. Sol para sus matas. Para sus miradas tendidas contra las nueves.

-¡oigan las campanas hasta que revienten- renegaba el campanero-sacristán a cada jalón de los rejos- ¿quieren más, indios brutos? ¡por tantos diezmos que traen! ¡Por tantas gallinas!

Pero el agua seguía. Agua polvorosa corrió al principio por los caños. Agua con hojas secas. Agua con barro y hojas verdes. Agua con barro y frutillas. Pantano y agua sucia después. Días. Noches.

Cuando salía un rayo de sol, aparecían pequeños pájaros que se llevaban en el pico a los rastrojos. Y por los caños el agua arrastraba pichones sin plumas.

Con sus raíces descubiertas las matas se doblegaban sobre el terreno pegajoso. Las flores de los cafetos desaparecieron, desaparecieron los frutos recién nacidos. Los indios volvieron a la aldea, en silencio rabioso, y hablaron al sacristán:

-no sirvieron tus campanazos.

-dijimos que rezaras fuerte pa que oyera Cristico.

-te dio pereza y te dio sueño.

-venimos a matarte.

Los ojos del sacristán tomaron el brillo opaco de los machetes que desenvainaban. El llamado a dioses se volvió llamado a muerte, despertó en los indios una sombría urgencia de exterminar en réplica humana a lo infinito, en desesperado acto de rebeldía.

A medida que los indios se le acercaban, más se aferraban sus manos a los rejos que movían los badajos en la honda canción de agonizantes. Los ojos se abrieron del todo para desbordar el terror. Pero con el primer golpe quisieron reventar, hasta que se quedaron fijos cuando otros machetazos picaron su cuerpo. La sangre se diluyó en los charcos, a poco fue un barrizal sanguinolento en el agua que bajaba por los muros de la iglesia.

-¡beban sangre dioses crueles!- dijeron todos por uno al cielo cerrado.

-¡beban sangre!

El Cura vio desde el balcón de la casa parroquial y quiso huir pero le salió al paso la masa de indios, ensangrentados sus machetes en los puños inmóviles. Su frío era otro ingrediente del terror, pero ellos miraban sin remordimiento, empapados los harapos y los sobreros de paja.

-lo matamos porque no le oía el Dios.

-porque era mal rezador.

-te dijimos que cambiaras de rezador.

-que sacaras al Santo pa las Rogativas.

-claro, hijos, cuando quieran sacamos al buen Santo, El les traerá sol, les resucitará las matas, les…

-queremos al Santo pa cargarlo ya.

-vamos a cargar ya mismo al Santo.

El Padre fue seguido por los indios, se arrodillaron, prendieron sus últimas candelas al pie del crucifijo. Y empezaron a rezar como si no tuvieran boca:

-mándanos sol, Tatica Dios. El maíz se muere, se muere el plátano y el trigo y los repollos y el cafeto y moriremos también nosotros. Y si morimos, morirás tu, porque te alimentas con nuestros diezmos, nuestras candelas, con nuestros rezos. Mándanos sol o te mataremos de hambre porque no rezaremos, porque no daremos diezmos, porque no prenderemos candelas. Oye las campanas y abre el cielo pa que alumbre el sol en los hojas, en los ranchos, en el pantano. Se nos muere el maíz, se nos muere el café, Tata Dios…

El Cura tañía las campanas como nunca nadie tañó un par de campanas. Para despertar a Dios. Para despertar a San Isidro. Para invocar a los coros celestiales.

-Vamos a salir con el Santo en Rogativas.

-nos acompañarás en las Rogativas con el Santo.

Cuando dijeron, ya traían en andas la imagen de San Isidro Labrador, parecido a ellos en su angustia vieja.

El sacerdote los vio acercarse silenciosos, crueles, amargos. No alcanzarían a diferenciar un rostro: era una inmensa cosa gris.

Antes podía distinguir la cara y la voz de Pedro:

-aquí está la gallinita, gracias por los rezos.

Antes podía distinguir la voz y el rostro del Anselmo:

-pinta buena la cosecha, tendrá su misa el Santo y una turega de chócolos.

Antes podía distinguir la sonrisa de la Cata, el sueño del niño aferrado al pecho:

-bonito el mamantón, lo cristianamos con la luna llena.

Ahora únicamente veía algo sin forma, reptante, que hacía con el Santo un objeto animalizado frente a él, bajo el aguacero de la tarde.

-rece de modo que oiga Tata Dios- exigieron los indios por boca de todos, sin abrirla nadie.

El Cura salió con el aguacero encima

-“Señor, que nos des y nos conserves los frutos de la tierra. Te rogamos que nos oigas”.

-no va a oír El.

-alto, de modo que Oiga.

Y el Cura levantó la voz, golpeado por el chubasco su rostro al cierro cerrado:

-Danos Señor, Tus bondades y Tus bendiciones.

- no tiene magia el rezo- reclamaron los indios, sin boca para la exigencia. Entonces el Cura empezó a orar en latín, idioma de palabras mágicas para la indiada. Se alegraron por dentro al oír el habla que hablaba y entendía Dios, con el habla de las campanas, altas en la torre para que las captar más fácilmente.

-“glorifica mi alma el Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha puesto Sus ojos en la bajeza de Su esclava…

Difícil recordar todas las palabras mágicas en tales circunstancias. A veces no era latín sino un idioma que inventó su miedo. Dios oiría y le perdonaría, el miedo de los justos es amable al corazón de lo alto.

Pero fue sintiendo vergüenza, y una dignidad olvidada enjuagó su expresión, hizo rítmico el paso, armónicos los gestos, segura la voz que salía no de la presión indígena, sino de su corazón refrescado. Y el habla era él mismo en tranquila elección:

-No está solo el hombre, Señor. Oye el silencia de los que no quieren odiarte, escucha a Tus criaturas, barro del barro que formaste, imagen de Tu perdón. Dános un poco de sol, brilla Tu en él para que brille la esperanza de estos hombres oscuros, la esperanza de todos nosotros, los hombres…

Los indios veían caer el aguacero sobre el Santo, resbalar el agua por su rostro descolorido. Uno se quedó mirándolo, hasta que subió por sobre los hombros de los cargadores y sin detener nadie el paso se quitó el sombrero de caña, grande para la cabeza de la escultura, pequeño para su deseo de abrigo. Otro subió también, tomó el sombrero y vistió a la imagen con el poncho. Volvió a colgar el sombrero en la cabeza de madera antes de bajarse, amorfo en la romería silenciosa.

Las últimas casas de la aldea se perdían entre el espeso aguacero, de ahí en adelante se multifurcaba en andaderos las chozas.

-iremos por estos sembraos con el Santo.

En los barrizales se hundían los pies del Cura y de los romeros. También sus silencios sabían a oración.

-queremos seguir solos, Tata.

-llevaremos al Santo por los rincones pa que vea el invierno.

-lo llevaremos nosotros solos, Tata Cura.

-pa que el Santo vea el daño que nos hace.

La oración del sacerdote siguió anegando la fe desvalida de los indios, que ya se alejaban con las andas por un camino desigual hacia la ruina de sus siembras.

-dáles, Señor, la fe. Dáles, Señor, el sol para ellos, para sus matas, para Tu gloria.

Bajo el torrente iban despareciendo, hacia la bruma de angustia, el Santo y los indios. Bajo la lluvia las mejillas del Cura tenían agua tibia y honda.

Largo rato permaneció mirándolos, mirándose a sí mismo, con vergüenza, con esperanza. Y fue lento su paso de regreso a las campanas heladas.

Agua y más agua.

Cuarenta días. Cuarenta noches.

Estaban más bravos los indios y fueron a la imagen que seguía entre sus siembras, y le quitaron el sombrero de ala escurrida.

-pa que te mojes la cabeza porque no oíste el ruego del hombre

Al amanecer del día siguiente fue otro y lo despojó del poncho.

-pa que sepas lo que son las malas lluvias, Santo fregao.

Y el Santo se mojaba con las tupidas gotas del aguadero. De día. De noche. Agua y más agua.

Quedaba nada de sementeras. Se comieron las semillas, aullaban sus perros bajo los aleros, se encogían de frío y agua los animales domésticos. Al acabarse las palabras para el rezo, volvieron los indios al sitio donde enclavaron las andas de la imagen y con rejos y ramas lo vapulearon.

-Santo fregao, no estás oyendo al hombre.

Con la lluvia, San Isidro resistía el aguacero de azotes. Entonces volvieron con hachas y machetes y dijeron:

-te rajaremos en astillas.

-no nos quieres.

-no te queremos, Santo malo.

-Santo fregao, no te queremos

-te rajaremos en astillas.

Y a machetazos acabaron con la imagen, acabaron con ella los hachazos. Hundieron sus restos en un pantano entre las siembras.

Un día más.

Una noche más.

A la mañana siguiente en los ojos oblicuos empezó a despuntar el sol, y hubo nubes que se fueron con mejor viento, y se despejó el cielo para nueva fe, y se derramó alegre el día en los ojos y en los charcos. Y salieron los animales, y cantaron los pájaros, y la indiada fue al barrizal donde sepultó las astillas del santo.

-hay que ser duros con estos dioses-

-pa que aprendan a servir y respetar al hombre

Y empezaron a sacarlo y a lavar los restos con arrepentimiento sonreído. Los dioses estaban a su servicio, por eso les llamaban, por eso vivían vida sin tiempo

Entonces llevaron al pueblo los despojos del Santo, y el Cura de nuevo pudo reconocer los rostros de Pedro, de Juana, del Anselmo, de la Cata y de su hijo mamantón. Tuvo deseos de llorar cuando entraron en la iglesia a decirle:

-aquí está el Santico.

-haremos otro

-de buena madera lo haremos.

Este ya no nos oía, no hacía buenos milagros.

-no oyó las campanas, no oyó los rezadores.

El Cura escuchaba, abstraídos los ojos en un rayo de sol que untaba el altar

-destruyeron al Santo…-dijo con dolor sereno.

-sí, quedó malito-contestaron los indios-

A todos nos jodió el invierno.