20 septiembre 2011

La Venganza

Manuel Mejía Vallejo.


A veces trataba de olvidar que buscaba a un hombre para matarlo. Sin embargo, seguía de pueblo en pueblo, de hacienda en hacienda, con un odio que ya me cansaba los ojos.
—Se necesita querer mucho a una persona para buscarla tanto —opinó alguien.
—Tal vez odiarla mucho —dudó otro. Y a mi pregunta respondían: “¿Un gallero de cuarenta y cinco años? Hay tantos galleros de cuarenta y cinco años. En algún cruce tropezará con él”.
Por eso, continuaba trillando caminos de pueblo en pueblo, de finca en finca: tal vez esos caminos me han dañado: en ellos recogí emociones que me hicieron más hombre. O menos hombre, según se mire. A veces se pegaban dentro, sin maltratar; otras me incomodaban, se hacían cuerpos extraños, pero de nadie más, como remordimientos.
—A las ferias de Tambo irán los mejores galleros —dijo alguien.
Y cuando tuve la seguridad de que allí encontraría al que debía morir, con la yema de un pulgar probé largo rato la punta de mi cuchillo.
“Los mejores galleros…”. Desde pequeño me despertaban los cantos de los gallos, entre ellos crecía, ellos me fueron enseñando el camino del hombre. Diariamente mi madre les echaba maíz como si alimentara recuerdos. Días. Meses. Años.
—Deberías venderlos —le dije por decir.
Terca en la fidelidad a su pobre historia respondió:
—Él vendrá por sus gallos cualquier día. Aguilán sigue cantando.
Toda ella parecía irse al mirar por la ventana.
—”Mañana volveré. No hay uno igual” —le dijo el desconocido años atrás.
Nunca regresó el hombre por su gallo. Nunca regresó por ella.
Y se arrastró el tiempo, y Aguilán no atacó más su sombra, y se mellaron las espuelas, perdió las plumas negras de su cola roja, y una mañana el pico amaneció clavado en el polvo. Mi madre lloró, cortó las espuelas y las clavó en la pared, junto a las del desconocido. Pero otros hijos de Aguilán cantaron en los corrales y mi madre los crió empecinada.
—Algún día vendrá por ellos.
—No vendrá, madre.
— ¿Iba a dejar olvidado su mejor animal de pelea?
—Madre, ya murió. Aguilán está muerto.
—Qué sabe uno…
Este hombre se había dañado su destino, había dañado el mío. Desde que oí por primera vez el canto de los gallos, desde que una vez empezó a contestar dentro, como si aquel canto me perteneciera. Tardes y tardes pasé en los corrales espantando esa voz, pero el camino estaba marcado: también yo sería gallero.
(De ahí en adelante, la vida fue espuelas, crestas, picos, plumas. Plumas de rojo quemado. Plumas jaspeadas. Plumas saraviadas. Plumas de gallo peleador. Y seleccionaba los que a picotazos destruían su imagen en los charcos, los que atacaban su sombra y curvaban cuatro plumas negras en su cola roja. Al verme adiestrándolos, mi madre pronunciaba un “igual al otro” con vaivén de cabeza. Ignoré si se refería a mí o al gallo de turno).
Por instinto sabía volverlos más combativos. Ella observaba, se enteraba de que era el ganador en el vecindario, y de su silencio saltaban palabras que formaban parte de ese mismo silencio: “Tenía que ser así”. Porque yo estaba marcado. Como los gallos que nacen para matar o para morir peleando. Y no reclamaba. Sabía que alguien torció nuestro camino, que nosotros torceríamos el de alguien con o sin culpa.
Aunque la vida era amable al tender la soga a las reses en estampida, al oír el viento en la crin de los caballos, al sentir el olor de la madera, no dejaba de transferir mi odio, por eso, al lidiar toros y muletos duplicaba mi fuerza, imaginando que dominaba al desconocido.
Hasta los picotazos de mis gallos me vengaban; era él quien los sufría. “El día señalado nos veremos frente a frente, y morirá”, juré todavía niño. Y amolaba despaciosamente espolones y cuchillos mientras miraba a cualquier punto.
Días. Meses. Años.
Aún creo recordar el brillante sonar de las espuelas de mi padre sin figura, las de los vaqueros, las corvas espuelas de Aguilán. Cuando en las noches me tendía sobre la hierba, fijaba en una estrella los ojos, porque las estrellas me hacían rodajas metálicas. Entonces rayaba la hierba con los talones, vengativo.
Sin embargo, en ocasiones luchaba por resignarme a oír hablar a mi madre de cuando el desconocido le entregó el gallo y le dijo: “Es de la mejor cuerda, volveré…”.
Pero detrás de mi sombra decía: “hay que encontrarlo”. Porque al formarme en el odio tuve que aceptar el engranaje y vivir en mí mismo, como en casa ajena. Por lo menos esto había llegado a comprender: debía recorrer mi pesadilla, hundirme en cada hora como en el barro, llenar este espacio para el grito.
Y lo llené con odio, desde que oí cantar los gallos, desde que vi a mi madre echarles maíz, como si se desgranara, desde que me hice vaquero. Por eso, cuando dijeron: “Irán los grandes apostadores a las ferias de Tambo”, con una alegría cansada agarré camino, el gallo bajo el poncho veranero, entre el cinturón y mi piel el cuchillo, para el que un día prometió mentirosamente: “dejo el cuatroplumas en prueba de que volveré”. Porque desde esa promesa, mi madre no tuvo otra vida que la de Aguilán. Meses, años de diálogos sin objeto. “¿No oyes zumbar la candela?”. “¿No te lo dije? Es señal de que vendrá”, y descolgaba las espuelas del muro. Yo alzaba la voz al verla tan ingenua.
“Nadie llegará, madre. Estamos solos. ¡Solos!”.
Y nadie llegaría. Comíamos pan duro, comíamos silencios, duros, con la sopa sobre un mantel de cuadros amarillos y rojos, remendado una y cien veces junto a la ventana. Nunca la ausencia de aquel hombre dejó de llenar el rancho, nunca una alegría sin mancha llegó a nuestra mesa gris.
Y cuando las afueras del pueblo se hicieron pequeñas, salí lejos para ganar con qué apostar a mi gallo. Amansaba potros y muletos, arreaba ganado, organizaba tandas de cartas y dados, no perdía carnavales ni ferias, para decir cuando encontrara al desconocido: “Lo juego todo a mi gallo”.
En Aguilán habría de jugarme esa cosa amarga que era mi vida.
Y ahora el día estaba conmigo, con las primeras casuchas de Tambo a medio destruir por los terremotos. En las arenas del cauce saqué el gallo para darle aire, para que se desentumeciera y mandara un canto al rescoldo del mediodía.
Sobre un filón de lava una iguana se secaba al sol, tostado ya su color verde. Cuando le arrojé un pedrusco, se escabulló por el cauce. También en el pueblo estarían durmiendo como iguanas la siesta, sobresaltada por los cohetes. Cualquiera hora sería de siesta en la modorra de Tambo.
—Aguilán —dije levantándome—. Se acerca la hora.
Del pueblo rodaba el eco de una rara canción. “La cantará uno que no quiere llorar, ni morirse”, reflexioné avanzando por sobre troncos de lava: “Milagro que viva el pueblo tan cerca de un volcán”. Alguien aporreaba con un palo unos cueros contra dos armatostes. “Sirve de acompañamiento a la canción del loco”, pensé. Más adelante avanzaba un hombre de una sola mano —sería el sepulturero— con su pica al hombro, el muñón en la frente, para enjugarse. La sombra de la pica culebreaba en el suelo.
El camino de lava se volvió calle, en la calle había sol y frases de personas invisibles. “¿Lloverá está semana?”. “Qué ha de llover”. “Tal vez candela de volcán”. “Tal vez candela”.
A la sombra se despatarraban dos gallinas, un ala desplegada, la otra barriendo el polvo. Más adelante, la fonda de los galleros, así lo supuse por su nombre: El Gallo Rojo. Al llegar al portón, mi sombra se recostó en el suelo, como un largo cansancio. Sólo una muchacha aguardaba detrás de los estanques.
— ¿Qué se le ofrece? —preguntó con dejo de quien no está acostumbrado a ser amable por obligación. Un tablón chirrió con mi peso, con mi peso traqueteó el taburete. Las piernas se estiraron, sobresalieron las botas con polvo y barro seco. Resollé.
— ¿Qué desea?
Las cosas circundantes significaban más que la muchacha: eran mi prolongación.
—... El día señalado… —repetí, para mi venganza.
Los cascos herrados de un caballo negro al galope, brillaron sobre las piedras de la calle. Una de las gallinas salió corriendo, la otra apenas se rebulló.
— ¿Aquí se reúnen los galleros? —pregunté a la muchacha en lugar de responderle.
—Pronto llenarán esto —informó, sin largar un trapo con que aparentaba desempolvar los taburetes, y calculando mi estatura. Era denso el olor de ceniza. Volvió a retumbar el volcán.
—Feo ese animalón bramando cada cinco minutos —dije. Ella sopló un cadejo de pelo, que se le venía a la cara, y miró al cielo visible por un ángulo del techo.
—Dicen que el sol quema los pájaros en pleno vuelo. —Con las manos remedó alas que se quiebran—. Caen chamuscados al polvo.
En su presencia disminuía el sopor.
—Deme algo de beber —dije—. Y de comer, he caminado mucho.
Y ahora la observaba. Ella disimuló restregando el estante. Me pareció blanda la tarde: era como si tocara sus senos a la orilla de un río. Mientras servía, y para espantar mi fijeza, preguntó, refiriéndose al bulto bajo mi poncho:
— ¿También es gallero?
En su tono había esperanza de que lo negara; por eso dio la espalda cuando asentí, sin hablar. Algo mío, sin embargo, descansaba en la muchacha.
—Los martes de feria atiendo la fonda —dijo abanicándose—, porque mi papá sale a recoger galleros.
Galleros, cohetes, la cercana muerte… Los minutos empezaron a alargarse como si los estiraran de las puntas, como en las grandes esperas. En la trastienda hervía agua en una olla de barro. “Allí sancocharán los gallos que resulten muertos”, imaginé con fastidio. Un vaho extraño flotaba en derredor. No sé de dónde venía al pueblo tanto humo. “Candelas de verano”, pensé, aunque podía ser una sensación de olor.
— ¡Helados! —pregonaron en una esquina; la voz soplaba como viento. Por la calle pasaban bultos blancos, negroides, mestizos. Ninguno de ellos reflejó a mi madre, a su silencio junto a la ventana, a mí mismo.
—Pueblo raro —comenté por no callarme.
Alguien, lejos, tocaba un tambor. Recordé al que aporreaba los cueros de res en las afueras, la barriga de las iguanas y de los caimanes, un perro con el buche inflado de muerte.
—Es un pueblo con maldición —dijo retorciendo el trapo—. Él manda en este infierno. Él, y esta sofocación que no se larga.
El reverberar seguía llegando en el humo. Venía del almendro, del volcán, de los cohetes, de las piedras con matas de humo. Humo de verano. Candelas en las nubes.
— ¿Quién es Él?
—El cojo. Hace lo que le da la gana: en la fonda, en la gallera, en las ferias, en la comarca. Ya lo conocerá.
De cuando en cuando, voces gelatinosas, sin personas que las pronunciaran, hablaban de ganado, de las riñas, de la sequía, de asesinatos. Por una tapa asomaba un muñón de cacto. El reflejo del sol hería en los techos de zinc, en la pica de enterrador, que regresaba amenazando a un gañán con su mano ausente. La otra gallina de desperezó antes de escurrirse por un portillo.
— ¡Helados! —volvieron a gritar más cerca, pensé que con mi propia voz. La lengua de la muchacha recorrió los labios.
—Eran famosas las ferias de Tambo; la gente no volvió por miedo del cojo. Esto se llena sólo de tahúres y galleros… Siempre la misma canción. Está loco, el pobre.
— ¿De qué enloqueció?
—De miedo, dicen.
Dos cohetes estallaron en el cielo amarillo.
— ¿Miedo de qué?
Subió los hombros y mordió un mango que arrojó a un balde. Seguimos la trayectoria de la fruta.
—De Tambo, del volcán, del cojo: matan, hacen pesada la vida.
Cuando el mango dio contra el asiento del balde, aplaudió con asombro infantil, que borró al asomar otra iguana por la puerta del fondo.
— ¡Fuera, sapo estirado! —dijo aventándole el trapo. Sonreía a su reintegro—. De todas partes salen iguanas. ¡Qué pesadilla! —aclaró.
—Se creería un caimán.
Imaginaba que debajo de cada piedra y de cada raíz se encontraría un alacrán, que iguanas y ciempiés se turnarían los chinchorros de los niños, que el tiempo se medía en retumbos de volcán. Las noches de Tambo deberían jadear como perros con fiebre, como yo estaba por hacerlo, cuando advertí que la muchacha me observaba. Hice buches de aire.
—Tambo, los otros, dan lo mismo. Hombres, pueblos, gallos…
Miró como si abriera una puerta. Quizá le interesó este actuar y vivir alejado de mi vida, este aire que dice: todo venía señalado.
— ¿Ha viajado mucho? —preguntó dando una vuelta.
—Desde los doce años.
—Doce años. Ni gitano que fuera.
—Busco a un hombre.
—Debe quererlo mucho para buscarlo tanto tiempo.
—O aborrecerlo.
No le sonó esto. Harto de odios vivía Tambo para hablar de nuevos odios. Yo volví atrás un minuto. Cien caminos recorría, cien más en busca del desconocido. Llanos, colinas, cerros. Desde cada cerro veía más lomos cordilleranos. Y cada lomo cordillerano era como un inmenso vuelo de montes.
— ¿Ha pasado por los páramos? —preguntó.
—He vivido en páramos.
—Suena sabroso la palabra páramo. Es fría.
Viéndola sentía el sabor de la música en las tierras altas, parecida a viento y a lluvia sobre los árboles.
—Esta tienda es de mi papá —dijo al servirme—. Mi papá fue el mejor gallero.
Algo se sacudió violentamente en mí. También Aguilán se conmovió a la presión de mi mano. Y al oír que algunas personas se acercaban, mi cuerpo se enfrentó a la puerta, menos los ojos, que buscaban signos familiares en la joven. Sólo cuando el ruido estuvo a pocos metros, retiré de la muchacha mi vista. La suya me seguía, en guardia. Escuchábamos el brillo de las espuelas en las piedras, el cambio de los pasos: sobre el cascajo, sobre el chasquido de los cuescos de coco, sobre la acera. Pasos pesados contra el maderamen, a la sombra.
Bajo los sombreros, diez rostros fueron llenando la fonda: parecían empotrados en el sonar de los tacones. La sensación del humo aumentó con sus cigarros, con las rodajas de sus espuelas, que sacarían chispas si chocaran en unos ijares.
—Ya está, muchacha —le dijo un cincuentón, indicándole que podía salir, y se situó tras los estantes para servir aguardientes a los recién llegados. El sudor resbalaba en pequeños arroyos.
Llevé el pañuelo a mi frente, aliviado porque no podía ser este el tipo a quien buscaba. Cuando la muchacha retiró mis trastos, susurró:
—Quiero que gane su gallo.
Bajo mi poncho apreté una mano que no existía.
— ¿Hablaremos después? —pregunté, señalando vagamente el cañaduzal.
Ella ladeó las pestañas, creo que ofendida, y salió a la calle. Cerré los ojos para oír mejor sus pisadas. Mi mano pasó del cuchillo a las plumas de Aguilán. Sobre ellas aprendía a perdonar viejas historias.
— ¿Qué traes escondido, forastero? —preguntaron insolentemente desde un grupo.
—Un gallo de pelea —contesté, con ganas de levantarme para seguir a la joven. Ellos removieron sus taburetes. El tablón chirrió con mi peso.
— ¡Helados! —gritó un negro, que arrastraba su carretilla blanca y sucia, pero continuó su camino al ver a los buscapleitos. No pensé: “Va un negro vendiendo helados”, sino: “Lo chamuscó el sol”. Únicamente al rato volvió a oírse el pregón, como una tinaja de agua sobre carbones al rojo. Y con el pregón, el golpe de un palo contra seis cueros de res.
—Dice que trajo un gallo de pelea —se burló uno, haciendo sonar la rodaja de su espuela. Los otros aflojaron el barboquejo, empujaron atrás los sombreros y dejaron colgar las manos cerca de cualquier empuñadura.
El trato con gallos de riña me enseñó a manejar el cuchillo y a conocer a los hombres: aquellos tenían ganas de matar. Yo quería seguir a la muchacha, mi pelea no debía ser con ellos. Por eso les dije, al pisar el escalón de salida y quebrar con la suela un cuesco de algarroba:
—Nos veremos en la gallera.
Caminé en dirección del cañaduzal, la cara hacia los pedregales del volcán, donde crecían para las nubes unas matas de humo. Y cuando me perdí con la muchacha, el sol tumbaba el humo, tumbaba las sombras contra el suelo rajado.
Lejos cantaban la extraña canción.

* * *

Al contacto de mi mano, las plumas de Aguilán tenían la aspereza de las hojas, de la caña, la suavidad que tenía la piel de la muchacha al sol de Tambo.
En los muros agrietados se retorcían millares de alacranes, de arañas, de lagartijas. Observaba las rajaduras en las tapias desconchadas, sus costillares de guadua y cañabrava, una tira de papel inmóvil en una alta viga; si se hubiera movido, se habría refrescado. Pero en Tambo no entraba brisa, entraban el humo, el chillar de los grillos de verano, el golpe del tambor.
Desde hacía rato me había apostado en la última grada de la gallera. Observaba a la gente, las telarañas, las grietas dejadas por los terremotos.
Desde mi sitio distinguiría al desconocido, entre mil pasos los pasos suyos, el color de sus botas, el sonar de sus espuelas. Siempre las soñé. “Madre, quiero medírmelas”. “Cuando crezcas, hijo”. Tal vez ella pensara que eran espuelas para andanzas sin retorno. Únicamente pude calzarlas, cuando el tiempo de la venganza se hizo caminos. Uno de esos me llevó a Tambo, donde esperaba alerta la hora señalada.
Cuatro bancas abajo, el grupo de la fonda echaba pullas, que yo desoía y que se interrumpieron al entrar un hombre alto y cojo.
Algo cojeó en mí al comprender que ese era el desconocido, a quien busqué durante quince años, a quien atisbó mi madre, desde una ventana al camino, sin pasos de regreso.
Mis manos se volvían puños bajo el poncho. Cojo y alto. Para encontrarlo, una vida entera. Al verlo no me dije: “Tiene una pierna más corta que la otra”, sino: “Tiene una pierna más larga”. Largas, gruesas aun la recogida, rematada en bota de triple tacón. La cojera hacía parte de su mismo vigor, le infundía una insolente superioridad física.
Los otros le fueron abriendo paso, porque veían un jefe en la presencia golpeante, en el ancho cinturón de dos hebillas, en sus manazas terminadas en un zurriago de arriero.
—Dice que trajo un gallo —señaló uno del grupo. El Cojo se quedó mirándome. Algo cojeó también con vigor en su mirada; parecía descubrir un recuerdo.
—Le podríamos casar pelea con mi gallina —invitó el de bigotes ahumados, en voz alta, porque la bulla impedía escuchar. Miré sin mover los párpados, hasta que metió las manos entre los botones de la camisa para ventear el sudor pegajoso. Algo volvió a cojear en el recién llegado. No dejaba de fijarme en su chaqueta, en su mandíbula, en sus ojos fuertes. Lo veía, las espuelas en la noche, veía a mi madre, veía el apego a su pobre historia, su dolor remendado una y cien veces la desolación de la mesa gris. “Hijo, ¿no oyes zumbar la candela?”.
—El joven no nos quita la vista —dijo el Cojo silabeadamente, interesado en mi postura. Porque siempre fui de ojos y labios tranquilos, nunca las manos tuvieron más afán, tampoco las piernas lo tuvieron.
—Si nos mostrara el pollo, hasta le permitiríamos sacarlo al redondel —agregó, queriendo decir que había esperado mucho. Trazó una raya con el herrón del zurriago y se dirigió guasonamente al de bigotes ahumados:
— ¿Qué edad tiene tu gallina?
El otro se pavoneó, porque el jefe lo determinaba en público.
—Pues ya están canosas las plumas.
—Entonces puede que le aguante el pajarraco del amigo.
La risa ocultó otra expresión. Sonreía como si mirara un recuerdo. Mi seguridad lo hacía replegarse dentro de sí mismo, agazaparse para el salto que nunca se da. Tal vez este aire de hombre libre contribuyó a contenerlo.
Después de desatar un nudo, el Cojo se puso a desenrollar el rejo que cubría el zurriago. Su lentitud amenazadora al desenvolverlo anunciaba castigo. Con la punta ya libre latigueó sus pantalones.
— ¡Eh, usted, forastero! —gritó dando un bastonazo a la valla del redondel. Seguramente para hacerse notar había herrado los tacones de sus botas y el extremo de su bastón. Los ojos giraron contra mí. Varios se carcajearon, para descansar, por cualquiera exclamación chabacana. El Cojo dirigió las risas de sus secuaces. Por un momento, la gallera se carcajeó a una orden no impartida. Sonreía, antes de remedar el vozarrón del hombre, todavía de espaldas:
— ¡Eh, usted, Cojo!
Se le vio el aturdimiento. De un golpe se cerraron las bocas. Tal vez porque yo podía tener oculto en mi poncho un puñal, o una hachuela, o un revólver con el gatillo a punto, su reacción se redujo a tres palabras escandalosas:
— ¡Aquí lo espero!
— ¿Por qué no sube usted? —rechacé—. Con tantos berridos asustará a los gallos.
Afirmó en la mano el zurriago y saltó ágilmente la primera grada. Al entrar en un parche de sol el polvo se convirtió en mil insectos espantados por la luz.
Todos dependían de mí, del gamonal.
— ¿Quiere verme cojear, forastero?
—No —contesté—. Ya lo vi cojeando, y lo hace muy bien.
Advertí que echaba al suelo no su cojera sino su manera de explotarla, su agresividad respaldada en ella. El público estrechaba más. Arreciaba el calor, arreciaban los golpes contra los cueros de res, arreciaba el bramido del volcán.
—Le salió respondón el muchacho —comentaron.
Ante la merma de su autoridad, el Cojo se plantó, agresivo el tono por mi impasibilidad.
—Forastero, ¿va a sacar el gallo?
—No —respondí secamente—. No quiero mostrarle el gallo.
El silencio fue como si oyeran algo pesado que estuviera por caer encima.
— ¡Helados! —volvió el pregón del negro, calle arriba. La rueda metálica de su carretilla debía de sacar chispas al cascajo.
Quietas seguían las alas de los pájaros y la cinta de papel. El humo de verano seguía quieto. El Cojo saboreaba la prolongación de la escena, jugaba con los nudos del zurriago asegurado a su muñeca por una trenza de cuero.
— ¿Qué opinan? —se dirigió a los suyos preparando un salto grande—. No lo muestra.
—Deberíamos averiguar por qué —intervino el de bigote, provocador en el arrastrar de las letras y en el sobar la canana con la palma de sus manos. Como si rastrillara un fósforo en un reguero de pólvora, el Cojo hizo la pregunta.
—Y… ¿nos diría siquiera el nombre para empezar?
Enrollaba el rejo en sus manos, lo volvía a desenrollar. Sonreía como si golpeara. Mis ojos rozaron como espuelas sus mejillas. De un manotazo sacudió el raspón, brincando con ayuda del zurriago la primera grada.
—Es una historia fea —empecé con desaliento. Un cohete dibujó en el aire una alta palmera de humo. Si hubiera estallado el volcán, me habría importado poco. El Cojo avanzó desenrollando el rejo. Era inaguantable la tensión. Yo calculaba el estilo de su ramalazo, la manera de esquivarlo, y asegurar efectividad al cuchillo.
— ¡Déjenlos solos! —reclamaron voces dispersas cuando intentaron atacarme. Los secuaces advirtieron un atrevimiento no acostumbrado y se aquietaron después de consultarse. El Cojo entendió que la hora había llegado.
— ¡Eh! —le habló al de bigotes ahumados en tono falsamente suave: contémosle cómo nos abandonó el Bruto.
Con un índice el otro fue echando más atrás el sombrero hasta despejar la frente; el índice imitó un cañón de revólver.
—Pues cuando se dio cuenta de que no obedecía él mismo se lo fue disparando.
—Pero —volvió el Cojo, marrullero—, ¿por qué se lo dispararía?
El de bigotes alzó un hombro, con la navaja rebanó un trozo de caña.
—Ya estaba en edad de morirse. —Fingió expresiones de lástima cuando remató: —Feo se veía el hueco en la frente.
Esperaron a que surtiera efecto la amenaza. Pero siempre hay palabras que detienen puñaladas o disparos. Yo tenía las mías:
—Aguilán se llama este gallo…
El asombro del Cojo empujó mi voz lenta como su peso, ahora condescendiente.
—Yo quería ponerlo Gavilán; mi madre quería ponerlo Águila. Al fin lo pusimos Aguilán: un viejo nombre, mezcla de gavilán y águila.
Se detuvo, y con él sus matones. Envejeció dos años o veinticuatro. Toda mi edad lo derrumbó. Mi edad más nueve meses. Por un momento creí sorprenderle una buena mirada. Tal vez fuera posible… Los otros se extrañaron de la impasibilidad mía, del repentino balbuceo del Cojo y de su grito:
— ¡Tengo que ver ese gallo!
Había convertido en látigo el rejo para castigar su pasajero temblor. Me lo disparó desde los tres metros. No fue difícil evitar la marca en el rostro y dar con el rejo una vuelta en mi muñeca, dejando libre el pulgar. Así, mil veces tumbé potros y toros en mi trabajo de vaquero y amansador. Lo mismo pasó con el Cojo: de un formidable jalón le hice saltar la grada restante. Los del grupo se movían como si tascaran frenos.
—No saldrá vivo, forastero —exclamó hecho un nudo de músculos rabiosos, y se irguió con agilidad de puma.
“No saldrá vivo…” Podía ser. Vivo. Muerto. Alguna tumba debería estar cavando la pica del enterrador.
— ¡Tengo que ver ese gallo! —repitió. Pero al querer rasgar el poncho, con la hoja de mi puñal le hice un chisguete en el cinturón. Paró en seco, arqueando el vientre para evitar que le hundiera el cuchillo. Dije sereno, pendiente de su bastón y señalando con la barba el cuchillo:
—Así son las espuelas de Aguilán.
—... Como aceros afilados… —Pareció recordar, esquivando el cuchillo. Dos o tres clientes sacaron sus armas, pero el Cojo movió los dedos para que de nuevo llenaran sus estuches. No era de ellos la pelea.
El público dejó de vociferar, apretujado contra nosotros. Algunos cargaban todavía sus gallos. Gotas de sudor salpicaban la frente del Cojo y la mía.
—Está jugando con ventaja, forastero —dijo. Solamente él y yo sabíamos lo que quería decir: al insinuarle que él era mi padre, neutralizaba su poder, lo ponía en ridículo delante de un pueblo sometido a su crueldad.
— ¿Y quién no ha jugado con ventaja? —Señalé a los matones—. ¿Usted? —Le inquietaba mi mano serena, su limitación para arrastrarme, estas burlas temerosamente echadas de contrabando:
—Perdió los estribos el gran Cojo. El forastero ni soltó el gallo tapado.
—Se le cuajó la sangre al viejo guapetón.
Comprendí hasta qué punto lo odiaban, pero aquella solidaridad conmigo me pareció cobarde. Él viró con desprecio en redondo, volvió a enfrentárseme y ordenó para dejar la decisión a los gallos:
—Traigan a Buenavida.
Dos hombres salieron por una puerta falsa. Con mi cuchillo corté el rejo tenso entre mi puño y su muñeca. Mi vida se había hecho para este momento.
Uno de sus incondicionales le trajo una jarra con agua. Al beber regó parte del líquido. Con el dorso de un brazo restregó la barba mojada y vació el resto del agua en la cara y en la muñeca sangrante.
— ¿Cómo quiere la apuesta? —preguntó resollando—. Por algo trajo el gallo tapado.
—Para destaparlo al mejor apostador y al mejor gallo.
Al levantarme palmoteé mis pantalones. El polvo se regó como el golpe de los aletazos en el ruedo, a medida que bajábamos grada por grada, frente a frente, con lentitud, dueño cada cual de los movimientos acompasados del otro, de sus intenciones más ocultas.
El descenso fue un espectáculo para los galleros, que hacían comentarios exagerados, casaban apuestas, abrían camino para que el Cojo y yo entráramos en el ruedo. Su gallo vino en manos de los dos hombres, lo recibió sin acreditarlo ni apartar de mí su intención. Podría jurar que no me veía a mí sino todo lo que detrás de mí pudiera referirse a él. Tal vez una escena de muchos años atrás., cuando entregó un gallo a una mujer y le dijo: “Es de la mejor cuerda, volveré por él”. Gallos, pueblos, mujeres. Un rancho en las afueras, un par de espuelas plateadas, vagabundaje sin regreso… Yo saqué lo que llevaba para apostarlo. Muchos ojos brotaron, se acabaron los silencios que aún quedaban.
— ¡Es un dineral! —exclamaron al ver en el suelo el producto de mis años de preparación.
— ¡Nunca vimos una apuesta igual por estos rumbos!, ni la volveremos a ver.
Crecían las suposiciones sobre el porte de mi gallo, sobre mi procedencia. “Al diablo se parece”, dijeron. Y refiriéndose al Cojo: “¿Qué le pasará?”. Él clavó a un lado el zurriago y habló sin importarle el dinero:
—Destápelo, joven. —Otro brinco lo colocó en mejor posición —. Le enseñaré de gallos y de hombres.
Nada respondí. Pero sus palabras me hicieron cantear el poncho y destapar el gallo.
— ¡Aguilán! —exclamó al verlo, y desde ese momento no dejó de mirarme. Era como si en un espejo empañado tratara de reconocer un rostro que pudo ser el suyo. Los movimientos empezaron a ser mecánicos, tenían un extraño agotamiento. Recordé los gallos perdidosos, un viejo gavilán que un día cayó muerto, se sus alas a unas pencas de cabuya.
—Cola roja, cuatro plumas negras —recité masajeando suavemente al animal, fijos los ojos en el Cojo—, corto el pico, largas las espuelas. Hay que saber de gallos y de hombres.
Nuevas cabezas asomaban por sobre otros espectadores, más silencios y más voces acabaron de embrutecer la gallera. El volcán, los cueros de res, la absurda canción. El Cojo y yo callábamos frente a frente, separadas las piernas, arqueados hacia adelante, en las manos los gallos listos para el careo.
— ¡Doble contra sencillo a Buenavida! —borbotó el de bigotes. Quería en realidad apostar a su dueño. La gente volvió a pensar en desafíos:
— ¡Cinco a uno mando yo!
— ¿También le llegaría la hora?
El cojo les tiró una mirada con el grito:
— ¡Aparo todas las apuestas!
El amo de Tambo recuperaba energías, levantaba su vigorosa cojera. Era digno de un odio grande: pensé en la agria soledad de mi madre, en sus ojos fatigados, en sus sienes, en su frente de edad sin medida. La veía en las tareas humildes: cuando amasaba los puños de cacao; cuando tendía ropa en la cerca; cuando echaba maíz a los gallos; cuando asaba tortillas al zumbar de la leña verde… Y un pañuelo doblado nerviosamente, y tres fotografías borrosas, y un olor de cebollas y humo, y una fonda gris, y un mantel a cuadros, y otros olores inocentes, con bondad temerosa. Por eso, mi cuchillo buscaba dirección. Al frente estaba el culpable. ¿Culpable de qué? —Llegué a preguntarme— ¿De ser hombre?
La agresividad de Aguilán también fue rápida. Apenas si nos dimos cuenta de cuando los gallos levantaron humazos de polvo y se arrancaron tres plumas en los revuelos iniciales. Sin embargo, yo sentí en mí los picotazos de Buenavida, en el Cojo los espolonazos de Aguilán. Sólo una vez el hombre se fijó en mi cuchillo, sólo una vez observé cómo los nudos de sus dedos se blanqueaban en el zurriago. Continuaba llegándonos el barullo que nos rodeaba, los tropezones de los gallos sobre la arena chisgueteada.
Los picos entreabiertos decían la fatiga en la pelea. A cada segundo las espuelas eran más lentas en el ataque. Los ojos saltaban de la arena a nosotros, de nosotros a las espuelas. Puñal, zurriago, picos. Yo miraba los gallos, veía al Cojo. En un minuto debería tomar la decisión más importante de mi vida. Pero es difícil volcarse en un acto, así sea el más importante. Y no podía retardar la decisión, aunque forzarla seria desmentirla.
—Todas las mañanas ella le echaba maíz —dije con voz que apenas se oía, ronca.
— ¿Quién es ella?
Le contestó mi silencio, le contestó el suyo. Nos llegaban lejanos, los aletazos en el aire. Con el puño de una mano restregué la palma de la otra.
—Ella esperaba. Ella rezaba.
— ¿Rezaba? —contrajo las cejas peludas. Las levantó.
—Era su manera de no gritar.
Hizo amargos signos de aceptación.
—Desde cuando yo estaba niño ella me decía: “Algún día volverá”. Pero él nos torció el camino, el rancho estuvo sin hombre. Hasta que juré vengarme.
—El odio nos vuelve hombres —dijo sin convicción. La punta del zurriago trazó rayas en la arena. No quise decirle que ella había muerto. De todas maneras, para él nunca existió. Excepto ahora, cuando la vida la había matado.
—Los caminos nos pierden —añadió. Su voz se diluía entre los últimos aletazos. La punta de su lengua asomó entre los dientes; allí se quedó esperando las palabras, que salieron al fin solas, duras:
—Son torcidos todos los caminos que andamos.
No sé qué quiso decir. Era como si le hundieran muchas espuelas. El bordón se aflojó en sus manos, el cuchillo se desgonzó en las mías. Sus párpados se apagaron un poco; yo también tenía miedo de imaginar que dentro de unos segundos él yacería entre los brincos finales de los gallos, que mi mano limpiaría la sangre del cuchillo en las plumas rojas de Aguilán, en sus cuatro plumas negras.
Pero de pronto en el Cojo no vi más que un hombre, sólo un hombre, también desamparado, sin otro camino que el de la muerte. Cuando muriera le quebrarían la pierna mala a la altura de la rodilla para acomodarla en el ataúd. Me dolieron sus canas, su pierna contraída, sus arrugas, el zurriago nudoso, la gruesa bota de cuero crudo; lo supuse muy cercano a mí, con sus angustias. También él vivió trago a trago la vida, resistió el contragolpe de las propias acciones, el sabor a ceniza de cada jornada. También a él le gustaría el olor de la madera, el canto de los sinsontes, los campos sembrados después de la lluvia… Y también él tendría que morir… ¿Debería yo matarlo? Me estragaba tanta crueldad. Revólveres, puñales, espuelas. Maldita la gracia de vivir. Sentía una rabiosa piedad por todos los seres caídos. Y el Cojo era uno de ellos.
— ¡Lo mató! ¡Lo mató! —gritaron en la gallera cuando Aguilán se empinaba sobre Buenavida y cantaba despiadadamente. Me levanté, cogí mi animal, que dejó en las palmas de las manos sangre a medio coagular, y al salir clavé en el polvo mi cuchillo. El Cojo se quedó inmóvil, mirando, sin ver, la hoja que brillaba junto a las espuelas de su gallo muerto.
Cuando salí a la calle, el sol comenzaba a clavarse tras la cordillera. Unos gallinazos que planeaban sobre ella parecían pavesas de incendio. Dentro de la gallera se quemaban los últimos gritos, se quemaban los últimos silencios.
Algo de mi padre se estremeció en mí cuando vi a la muchacha a la entrada del cañaduzal. Me quedé mirándola con tristeza, con la vieja tristeza de mi madre. Únicamente dije:
—Estoy cansado.
Creo que le dolió mi fatiga.
—Aquí dejo este gallo en prueba de que volveré. Es de la mejor raza. —Y Salí pisando la sombra por el camino seco y solo. Me pareció que iba llorando.