25 octubre 2011

Un pedazo de noche**

(Juan Rulfo)
(Fragmento)

ALGUIEN me avisó que en el callejón de Valerio Trujano había un campo libre, pero que antes de conseguirlo tenía que dejarme “tronar la nuez”. No quiero decir en qué consistía aquello, porque todavía, calculando que no me quede ni un pedazo de vergüenza, hay algo dentro de mí que busca desbaratar los malos recuerdos.
Yo estaba entonces en mis comienzos. Apenas unos días antes había agarrado la cuerda, cuando las muchachas de Trujano me dieron la oportunidad, haciéndome un campito a su alrededor. Y a pesar del contrapeso que era tener siempre delante de una al sujeto que tronaba las nueces; a riesgo de estar viendo a todas horas su cara seca y sus ojos sin zumo y sin pestañas y su carcaje huesudo, era mucho mejor estar aquí, trabajando en chorcha, que andar derramada por las calles.
Además, en Valerio Trujano se me desterró el miedo. Al cabo de dos o tres semanas ya no lo sentí, como si se hubiera dado cuenta de que conmigo salía sobrando. Y aunque en muchas ocasiones noté sus temblores, procuraba esconderse cuando veía mis necesidades, tal vez y seguramente por miedo a que lo mandara a vivir solo, porque el miedo es la cosa que más miedo le tiene a la soledad, según yo sé.
Así en esas andanzas, fue cuando conocí al que después fue mi marido…
Una noche se me acercó un hombre. Esto no tenía importancia, pues para eso estaba yo allí, para que me buscaran los hombres. Pero el que se arrimó esa noche se distinguía de los demás en que traía un niño en brazos. Un niño pequeño, de los que todavía se valen de la gente para ir de un lado a otro.
Al verlo junto a mí, pensé que venía a limosnear, porque alargó la mano como pidiendo dinero. Estaba yo por darle unos centavos, cuando inquirió por el precio.
__ ¡No! __ le dije yo__. Así no.
__ Así no ¿que?
__ Con eso que llevas encima.
__ A él no le interesan todavía estas cosas. __respondió__. Ahora que no estaría por demás que ya se fuera instruyendo.
Desentendiéndome de él, miré a todas partes buscando con los ojos alguna muchacha que me viniera a sacar del apuro. Pero las pocas que andaban por allí, estaban aparejadas.
__ Tal vez vienes buscando a alguien en especial __le dije__. Alguna con quien ya has estado otras veces.
__ Vengo por ti __me contestó__. Nomás dime cuánto cobras.
Parecía no entender que yo no iría con él a ninguna parte mientras cargara a su criatura.
__ Nomás dime__ volvió a decir.
Entonces le señalé un precio muy alto, quizá diez veces mayor del que acostumbrábamos pedir.
__ Está bien__ dijo__. ¡Vamos!
Yo pensé que aquello no estaba nada bien. Pero también pensé que el que “tronaba las nueces” no nos daría cuarto en el hotel. Y así sucedió. En cuanto cruzamos el pasillo, sentimos el aire de su mano huesuda que nos echaba fuera.
__ Ya ves__ le dije__, ya ves que no se puede.
__ Se podrá__ contestó él__. No faltaba más.
Estábamos otra vez en la calle. Me rodeó la cintura y me fue llevando.
__ Conozco un sitio medio oscuro… el encargado es un “tú-la-trais”. Allí si nos dejarán entrar.
Yo miraba al niño que se retorcía en sus brazos. Tenía los ojos como de gente grande, llenos de malicia o de malas intenciones. Pensé que tal vez fuera el puro reflejo de nuestros vicios.
Me hubiera gustado que se soltara berreando para que su padre le echara tierra a este negocio y se fuera con todo y niño a descansar en paz. Pensaba en eso, cuando los ojos del muchachito empezaron a reír. Me tendió los brazos y brincaba y se reía conmigo, enseñándome el único diente de su boca.
__ ¿Ya ves? __ dijo el fulano__. También él quiere ir contigo.
El chamaco estaba envuelto como tamal, enrollado en un jorongo. Lo apreté contra mi cuello dándole de nalgaditas para que de durmiera. Pero aquel niño no tenía sueño; se revolvía como gusano y buscaba con su boca allí donde sabía que estaba la comida. A rasguño y rasguño fue abriéndome la blusa hasta que sus manos se agarraron a mis senos.
__ Esta criatura tiene hambre__ le dije al tipo aquel.
__ Tenemos tiempo __contestó__. Después le daremos de comer.
Llegamos a la puerta de un hotel donde él me detuvo:
__ ¿Aquí es?__ le pregunté.
__ Si, aquí mero.
Pasamos. Atravesamos un patio donde había un tendedero de sábanas, y al comenzar a subir la escalera, oímos una voz chillona que nos gritaba que allí no era casa de cuna.
Entonces fuimos más lejos, como por allá, por las calles de Ogazón. Él se llamaba Claudio Marcos. No, el niño no era suyo. Era de un compadre. Nomás que él se había acomedido a cuidarlo porque hoy la estaba celebrando. Bueno, todos los días se las colocaba, pero nunca se había puesto tan necio como ahora.
Por eso había sacado al niño de la cantina, para que no siguiera aporreándose la cabeza cada vez que el compadre se caía al suelo. Y como ya estaba desentendido, fue fácil quitárselo. Lo bueno va a estar mañana cuando recuerde y no dé con el muchachito ni se las huela dónde lo dejó.
__ ¿No lo vas a llevar a su casa?
__para allá iba. Pero al verte varié de opinión. Se me ocurrió que el niño pasaría bien la noche con nosotros.
__ ¿Te divierte hacer eso?
__ ¿Qué dices?
__ Nada.
__ Yo a ti ya te había echado el ojo__ siguió diciendo__. Pero no me animaba a hablarte. Con esa cara no pareces de la misma raza que las otras. Si hasta creí que andarías por esos barrios nomás de visita.
__ Bueno, ¿adónde vamos?__ pregunté yo.
Él no hizo caso. Siguió caminando sin dejar de hablar.
__ Lo mejor es que lleves al niño con su madre__ le dije.
__ No ganaríamos nada con eso__ respondió__. No es ella la que le da de mamar.
Torcimos por una calle plana, desalumbrada. Al entrar a la placita de los Ángeles, un policía alcanzó a conocerme:
__no te desparrames, Olga__ dijo.
__ ¿A quién le dicen así?__ me preguntó Claudio Marcos.
__ A mí.
__ ¿No que te llamabas Pilar?
__ Da lo mismo un nombre que otro. Para lo que sirve__ le contesté, ya medio fastidiada__. Lo que tenemos que hacer es regresarnos, ando lejos de mi zona.
Llegamos al jardín de Santiago y nos sentamos en una banca.
El chiquillo se había dormido sobre mis hombros. Y aunque casi no pesaba de tan flaco, de cualquier manera no hallaba cómo deshacerme de él. No me explicaba tampoco por qué razón seguía yo allí, y mucho menos me pasaba por la cabeza que fuéramos a acostarnos juntos, con aquel recién nacido en medio de nosotros. Con todo, el hombre no daba trazas de terminar la plática.
__ Oiga__ le dije, poniéndome seria__, este niño debía estar ya dormido en su cama. Haría bien en llevárselo. Y si la madre no le da de mamar, pues hágalo usted, aunque sea nada más por consideración.
__ ¿Cree que ya es hora de que le toque?
__ Yo no sé__ le contesté__. Pero por lo flaco que está, pienso que no ha probado bocado en toda su vida.
__ Ah, no. Eso sí que no. En eso sí que no estoy de acuerdo. El niño come. Y come un resto. Nada menos hoy al mediodía se zampó media docena de tortillas. También le gusta el chile y el caldito de frijoles. Todo eso se come. Ahora que si tú no me crees, vamos a algún lado. Aquí traigo cincuenta pesos. Entramos a un merendero y pedimos cincuenta pesos de cosas y nos las comemos entre los tres. ¿Quieres?
La verdad es que yo tenía hambre. Nos metimos a la primera tortería que encontramos. Ya allí, entre tanta gente, entre el olor agarroso del chorizo frito, se me olvidó lo que andaba haciendo con aquel fulano que tenía enfrente. Y se me ocurrió pensar que a él se le había olvidado hacía rato el motivo por el que me levantó de la calle.
Comimos. Él, aparte de lo suyo, pidió un vaso de leche y unas semitas.
Sentó al niño en sus piernas y le fue dando un bocado tras otro remojado en leche. Cuando dio fin a la primera semita, tomó otra y así siguió con la tercera. El niño mordisqueaba con su único diente hasta ir achicando el pan, luego amasaba el migajón granuloso y de pronto se lo tragaba de un tirón.
__ ¿Ya ves como si se atraganta?__ me decía aquel sujeto riéndose__. Sus padres le hicieron el cogote así de grande a fuerza de embutirle, desde recién hecho, cuanta botana les daban en las cantinas. Y no cabe duda que sirve de mucho tener el cogote de este tamaño.
__ Ya que estamos en esto__ le dije__, ¿qué demontres andas haciendo tú con ese muchacho, si tiene madre que se encargue de cuidarlo?
__ ¿Te refieres a mi comadre Flaviana?
__ No sé a cuál de todas tus comadres me refiero. Pero a mí no me va a ir muy bien esta noche. No ganaré ni para vergüenzas.
__ Pienso pagarte. ¿O qué quieres que lo haga por adelantado?
__ No__ le dije__, lo que quiero es ir a cuidar mi pedazo de pared. Tal vez esté algún amigo esperándome.
En realidad, tenía miedo del “quiebranueces”. Tanto por haberme dejado ver con aquel cliente del niño, que de seguro era ir contra las reglas como por la idea que ha de haber tenido en mí, pensando que le quise meter un cachirul. Y luego estaba lo del impuesto del día, que jamás perdonaba, así una estuviera vomitando sangre.
El que decía llamarse Claudio Marcos también se había quedado pensativo. Luego dijo:
__ Soy sepulturero. ¿No te asustas si te digo que soy sepulturero? Pues bien, eso soy yo. Y nunca he dicho que con ese trabajo no gano ni para vergüenzas. Es como cualquier otro. Con la ventaja de darse muy seguido el gusto de enterrar a la gente. Te digo esto porque tú, igual que yo, debes odiar a la gente. Tal vez mucho más que yo. Y sobre este asunto quisiera darte un consejo: nunca quieras a nadie. Deja en paz esa cosa con que se quiere a los demás. Me acuerdo que yo tuve una tía a quien quise mucho. Se murió de repente, cuando yo estaba más encariñado con ella, y lo único que conseguí con todo eso fue que el corazón se me llenara de agujeros.
Lo oía. Pero eso no me quitaba del pensamiento al “quiebranueces” con sus ojos hundidos y como mudos. Mientras aquí, este tipo me estaba platicando que odiaba a media humanidad y que era muy bonito saber cómo enterraría uno a uno a los que él veía a diario. Y que cuando alguien de aquí o de por allá le decía o le hacía alguna maldad, él no se enojaba; pero callada la boca se prometía dejarlos quietos una temporada muy larga cuando cayeran en sus manos.
__... No, no me dan pena los muertos, y mucho menos los vivos. Desde hace quince años acabé con eso. Al principio, me entristecía mucho cuando a raíz de sepultar a la madre de un montón de hijos, ellos se soltaban dando unos alaridos espantosos, y se abrazaban al cajón como ladillas sin que fuera suficiente la fuerza de tres ni cuatro hombres para despegarlos. Me ha tocado asistir a infinidad de casos por el estilo. Pero ahora eso ya se murió. Cuando uno es sepulturero hay que enterrar la lástima con cada muerto que uno entierra.
“… Los vivos son los que son una vergüenza. ¿No lo crees tú así? Los muertos no le dan guerra a nadie; pero lo que es los vivos, no encuentran cómo mortificarle la vida a los demás. Si hasta se medio matan por acabar con el corazón del prójimo. Con eso te digo todo. En cambio, a los muertos no hay por qué aborrecerlos. Son la gran cosa. Son buenos. Los seres más buenos de la tierra.”
__ Salgamos fuera __le dije__. Me siento sofocada. Vamos a donde nos dé el aire.
Cuando estuvimos en la calle, todavía nos siguió por un rato el humo rancio de las fritangas. Él había escondido al niño debajo del saco, seguramente del viento de la noche.
__ Ahorita que te levantaste, me acordé de una cosa __dijo__. De que mi comadre Flaviana no tiene nada aquí __siguió diciendo, mientras se tallaba el pecho__. Ahora que si los tuviera como tú, a lo mejor estarían llenos de pulque, así que no le servirían de ningún modo para engordar a una criatura.
Entonces yo le pregunté si no tenía él por costumbre aprovecharse de la tal Flaviana cuando su compadre pasaba las noches enteras en la cantina.
Luego luego me respondió que no. Porque no había modo, pues ella no se separaba nunca del marido.
__ Los dos se emborrachan juntos y por todas partes andan juntos, hasta que se les cae o se les pierde la memoria a los dos por igual.
Casi no lo oía. Pensé ir a dormir. Pero a él se le ocurrió que nos arrinconáramos un rato a la entrada de cualquier zaguán, donde estuviéramos solos y como fuera de este mundo:
__ Me haré a la idea de que te soñé __dijo__. Porque la verdad es que te conozco de vista desde hace mucho tiempo, pero me gustas más cuando te sueño… Entonces hago de ti lo que quiero. No como ahora que, como tú ves, no hemos podido hacer nada.
Ya casi era de día. Olía a día, aunque la tierra, las puertas y las casas seguían a oscuras.
El sueño me hizo cruzar la calle y buscar algún hotel. El hombre se vino tras de mí. Me detuvo:

__ ¿Te debo algo?
__ No nada__ le contesté.
__ Te hice perder tu tiempo. Debes cobrarme lo que sepas cobrar por una noche.
Me zafé de él. Abrí la puerta y busqué el primer cuarto desocupado. Me eché vestida sobre la cama, apreté los ojos y, aflojando el cuerpo, me fui quedando dormida. Alguien rasguñaba la calle con una escoba. Alguien aquí dentro preguntó:
__ ¿Nos volveremos a ver algún día? Me quedaron ganas de platicar contigo.
Sentí que se sentaba al pie de la cama…
Es el mismo que está sentado ahora al borde de mi cama, en silencio, con la cabeza entre las manos. Acaba de despegarse de las rejas de la ventana donde acostumbra pasar las noches esperando mi regreso. Me ha dicho muchas veces que no soy yo la que llega a estas horas, que nunca acabaremos por encontrarnos:
__...o tal vez sí __dice__; quizá cuando te asegure bajo tierra el día que me toque enterrarte.
Lo que él no sabe es que quiero dormir. Que estoy cansada. Parece como si se le hubiera olvidado el trato que hicimos cuando me casé con él: que me dejaría descansar; de otra manera acabaría por perderse entre los agujeros de una mujer desbaratada por el desgaste de los hombres…



**aunque escrito en enero de 1940, como parte de la novela El hijo del desaliento, Rulfo no dio a la publicidad este fragmento hasta setiembre de 1959, en la Revista Mexicana de Literatura (nueva época, núm. 3). Reaparece en la Obras de Juan Rulfo, México, FCE, 1987. (Letras mexicanas)

05 octubre 2011

Duelo a cuarto cerrado

(Manuel Mejía Vallejo)

Ya era tarde cuando el muchacho recorrió la plaza de Balandú.
— ¡Se van a matar! —gritó con orgullo desesperado en la manera de anunciarlo.
Fue también tarde cuando el teniente salió al trote elegante hacia el local. Y tarde cuando golpeó a la puerta y la gente se apretujaba por presenciar lo que era imposible de ser presenciado.
Todos se hundieron en esa espera corta y respetuosa que intuye el ruido que debería producir la muerte: adentro el duelo era silencioso e implacable.
— ¿Quiénes?
—Ellos. Juraron darse cuchillo agarrados a un pañuelo.
En un principio fueron amigos extremos. Sólo ellos podían llegar a ser enemigos hasta la obsesión, unidos en la vida y en la muerte por ese rencor que les llenaba las horas.
Nadie respondió a los golpes del teniente, nadie respondió a los llamados del muchacho ni de la mujer vestida de negro que ponía en el grito su último vigor.
— ¡Abran la puerta!
En medio del silencio pareció abrirse paso un ruido sordo que salía del cuarto, dos respiraciones apretadas, zapatos que pisaban el suelo macizo.
— ¡Apagaron la luz!
—Se están matando en el oscuro.
El oficial hizo una seña al agente que llegó a su lado; cuando el agente regresó con un hacha y una barra, el oficial llamó de nuevo. Nadie adentro se acercó a la puerta. La mujer de negro miró al muchacho, miró al oficial, miró a la puerta. Después los ojos se sacudieron como si las miradas quisieran salir juntas.
— ¡Brutos! —dijo, y con sus manos abiertas se tapó lo que pudo de la cara. El muchacho se arrimó con la cabeza caída.
— ¡Véanla! —señaló alguien cuando el primer hachazo dio contra el borde de la chapa de gruesa llave. Unos rostros se empinaron sobre las cabezas para ver dos caminos de sangre que resbalaban debajo del portón y caían lentos al escalón del quicio. Ni una queja salía del cuarto, ni una protesta: sólo movimientos sordos, el jadeo de dos hombres en duelo a muerte.
Los de afuera empuñaron sus dedos violentamente como para no soltar el cuchillo que no empuñaban. Cuando la puerta crujió con más violencia al abrirse, empezó a crecer la sangre junto a una bota del teniente; la otra bota pisó el quicio, avanzó una mano en la oscuridad y soltó la luz.
De espaldas a lo que se volvió murmullo, el oficial ordenó al agente:
—Haga retirar a los demás.
Se fijó en el pañuelo lleno de sangre que todavía apretaban los puños de los cuerpos tendidos y que no soltaron con las cuchilladas. Sólo agregó, casi en silueta, la luz contra el poderío de su quijada:
—Estos dos ya se mataron.