17 noviembre 2012

La honra


        Había amanecido nortiando; la Juanita limpia; lagua helada; el viento llevaba zopes y olores. Atravesó el llano.
        La nagua se le amelcochaba y se le hacía calzones. El pelo le hacía alacranes negros en la cara. La Juana iba bien contenta, chapudita y apagándole los ojos al viento. Los árboles venían corriendo. En medio del llano la cogió un tumbo de norte. La Juanita llenó el frasco de su alegría y lo tapó con un grito; luego salió corriendo y enredándose en su risa. La chucha iba ladrando a su lado, queriendo alcanzar las hojas secas que pajareaban.
        El ojo diagua estaba en el fondo de una barranca, sombreado por quequeishques y palmitos. Más abajo, entre grupos de güiscoyoles y de ishcacanales, dormían charcos azules como cáscaras de cielo, largas y oloríferas. Las sombras se habían desbarrancado encima de los paredones y en la corriente pacha, quebradita y silenciosa, rodaban piedrecitas de cal.
        La Juanita se sentó a descansar: estaba agitada; los pechos -bien ceñidos por el traje- se le querían ir y ella los sofrenaba con suspiros imperiosos. El ojo diagua se le quedaba viendo sin parpadear, mientras la chucha lengüeaba golosamente el manantial, con las cuatro patas ensambladas en la arena virgen. Río abajo, se bañaban unas ramas. Cerca unos peñascales verdosos sudaban el día.
        La Juanita sacó un espejo, del tamaño de un colón y empezó a espiarse con cuidado. Se arregló las mechas, se limpió con el delantal la frente sudada y como se quería cuando a solas, se dejó un beso en la boca, mirando con recelo alrededor, por miedo a que la bieran ispiado. Haciendo al escote comulgar con el espejo, se bajó de la piedra y comenzó a pepenar chirolitas de tempisque para el cinquito.
        La chucha se puso a ladrar. En el recodo de la barranca apareció un hombre montado a caballo. Venía por la luz, al paso, haciendo chingastes el vidrio del agua. Cuando la Juana lo conoció, sintió que el cora­zón se la había ahorcado. Ya no tuvo tiempo de esca­parse y, sin saber por qué, lo esperó agarrada de una hoja. El de a caballo, joven y guapo, apuró y pronto es­tuvo a su lado, radiante de oportunidad. No hizo caso del ladrido y empezó a chuliar a la Juana con un galope incontenible como el viento que soplaba. Hubo defensa claudicante, con noes temblones y jaloncitos flacos; después ayes, y después... El ojo diagua no parpadeaba. Con un brazo en los ojos, la Juana se quedó en la sombra.
        Tacho, el hermano de la Juanita, tenía nueve años. Era un cipote aprietado y con una cabeza de huizayote. Un día vido que su tata estaba furioso. La Juana le bía dicho quíen sabe qué, y el tata le bía metido una penquiad'el diablo.
        -¡Babosa! -había oído que le decía-. ¡Habís perdido lonra, que era lúnico que tráibas al mundo! ¡Si biera sabido quibas ir a dejar lonra al ojo diagua, no te ejo ir aquel diya; gran babosa!...
        Tacho lloró, porque quería a la Juana como si hubiera sido su nana; e ingenuamente, de escondiditas, se jue al ojo diagua y se puso a buscar cachazudamente lonra e la Juana. El no sabía ni poco ni mucho cómo sería lonra que bía perdido su hermana, pero a juzgar por la cólera del tata, bía de ser una cosa muy fácil de hallar. Tacho se maginaba lonra, una cosa lisa, redondita, quizás brillosa, quizás como moneda o como cruz. Pelaba los ojos por el arenal, río abajo, río arriba, y no miraba más que piedras y monte, monte y piedras, y lonra no aparecía. La bía buscado entre lagua, en los matorrales, en los hoyos de los palos y hasta le bía dado güelta a la arena cerca del ojo, y ¡nada!
        -Lonra e la Juana, dende que tata la penquiado -se decía-, ha de ser grande.
        Por fin, al pie de un chaparro, entre hojas de sombra y hojas de sol, vido brillar un objeto extraño. Tacho sintió que la alegría le iba subiendo por el cuerpo, en espumarajos cosquilleantes.
        -¡Yastuvo! -gritó.
        Levantó el objeto brilloso y se quedó asombrado. -¡Achís! -se dijo-. No sabía yo que lonra juera así...
        Corrió con toda la fuerza de su alegría. Cuando llegó al rancho, el tata estaba pensativo, sentado en la piladera. En la arruga de las cejas se le bía metido una estaca de noche.
        -¡Tata! -grito el cipote jadeante-: ¡El ido al ojo diagua y el incontrado lonra e la Juana; ya no le pegue, tome!...
        Y puso en la mano del tata asombrado, un fino puñal con mango de concha.
        El indio cogió el puñal, despachó a Tacho con un gesto y se quedó mirando la hoja puntuda, con cara de vengador.
        -Pues es cierto... -murmuró. Cerraba la noche.
Salarrué.