Otrora
vivía en un sitio llamado Cualquier Lugar un poderoso hacendado, pero poderoso
de verdad: poder de tierras y de rebaños, de mucha autoridad y prepotencia. Lo
de otrora es porque el caso que aquí se va a contar sucedió hace casi doscientos
años, sin exageración. Pero, podía haber pasado en la actualidad o, tal vez,
esté sucediendo ahora o mañana, simplemente con un ligero cambio de escenario.
¿Por qué? Porque el hombre siempre está cambiando de escenario; lo único que él
no consigue es cambiar al propio hombre.
Santa
era el nombre del hacendado. Maximino Santana. Solamente cuando visitaba al
notario para firmar, como de costumbre, una escritura, era cuando las personas
se acordaban que Santana —¡ah, era cierto! — se llamaba Maximino. Tal
vez ni él mismo se acordara ya de su nombre. ¡Santana y punto! Apellido
promovido a nombre, cosa que, por lo demás, sucede hasta en las mejores
familias.
Santana,
evidentemente, tenía una familia y provenía de otra; las dos sumadas,
multiplicaron en tres generaciones el apellido Santana. En lo que concierne a
Santana, el hacendado, sumaba y multiplicaba tierras y rebaños con el aval de
los notarios. Disminuir y dividir no eran operaciones de su gusto aritmético.
Se
enorgullecía tanto y tanto del nombre o, mejor dicho, de su apellido, de modo
tal que cuando le nació el primer hijo le puso por nombre Santana.
—Es
el nombre que me dio suerte —explicaba—. Y ya que no pude llamarme en verdad
Santana, mi hijo se va a llamar así.
¿Qué
podía decir el escribano del Registro Civil? Si el hacendado así lo quería, que
así fuera. Y registró con el nombre de Santana al recién nacido. Más tarde,
cuando tuvo que aprender a firmar su nombre, le bastó al niño escribir por
duplicado: Santana Santana.
Fue
justamente Santana Santana, ya todo un hombre, quien sacó de la sesera la idea
de contratar un pistolero para acabar de una vez por todas con el pleito que
los Santana tenían con un vecino llamado Pedro Juan.
—¿Un
pistolero? —preguntó el padre.
—Sí,
un pistolero —respondió el hijo.
—¿Me
estás diciendo que debo matar a Pedro Juan?
—No
queda otro camino, padre.
—Hijo,
¿qué idea es esa? Hasta hoy, nadie de nuestra familia necesitó del crimen para
resolver lo que fuera. Tengo 65 años, luché duro para tener lo que tengo, he
tratado con toda clase de gente, no niego haber peleado algunas veces, pero
siempre respeté la vida de los demás.
Dos
días después vinieron con el cuento de que Pedro Juan, acompañado de su
ingeniero, estaba midiendo las tierras que colindaban con las de los Santana.
—¿Te
das cuenta, padre? —dijo Santana Santana—. Pedro Juan no escarmienta. Está
tramando nuevos líos. No queda otro remedio que liquidarlo. Mañana por la
mañana voy a la hacienda de mi padrino. Le pediré que contrate un pistolero. Mi
padrino está acostumbrado a tratar con esa gente, no habrá problemas.
—Yo
ya te di mi opinión —dijo Santana—. Pero ya que insistes, resuelve con tu
padrino como lo creas mejor. Sólo te pido que me dejes fuera de esto.
—¿Algún
encargo para él, papá?
—¿Para
quién?
—Para
mi padrino.
—Ah…
dale mis saludos.
Santana
Santana volvió diciendo que el padrino había prometido conseguir, dentro de dos
o tres días, a la persona adecuada para realizar el servicio.
El
padrino cumplió lo ofrecido: dos días después llegaba un hombre que, visto de
arriba abajo y de lado a lado, no tenía nada especial. Era un hombre fornido,
de patillas, usaba un sombrero cualquiera y traía colgada del hombro una
mochila de cuero, cosa que los hombres de aquel tiempo ya usaban
¡Claro!
¡Era el pistolero!
Santana
Santana lo llamo a un lado y le dio las instrucciones necesarias.
—Tenga
confianza —dice el pistolero—. De mañana no pasa.
Eran
aproximadamente las cuatro de la tarde, salvo error. El pistolero se acomodó en
la terraza.
Santana
Santana lo dejó allí y fue a ver unos puercos recién nacidos. En eso, Santana
padre salió hacia la terraza donde encontró al pistolero que había visto antes
conversando con su hijo en el cerco:
—¿Y
tu revólver, muchacho? —preguntó el viejo.
—¿Revólver?
—Sí,
tu revólver. Desde que llegaste noté que estabas desarmado, a menos que tengas
en arma en la mochila.
—No,
señor, no tengo revólver.
—Pero…
viniste a prestar un servicio, no entiendo por qué no trajiste tu arma. No me
gusta nada la idea de que hagas el servicio con un arma de mi hijo o mía. ¿Por
qué no traes contigo un revólver?
El
pistolero sonrió algo cortado:
—¿Sabe?...
debo decirle que le tengo horror a las armas de fuego.
—¿Horror
a las armas de fuego?
—Sí,
señor. No está en mí… Me asusto mucho cuando oigo un tiro.
—¿A
ver?... no entiendo. Viniste a hacer un servicio…
—Y
lo voy a hacer, señor mío. Voy a hacerlo. Sólo que no trabajo con arma de
fuego… Yo sólo trabajo con puñal.
—¿Con
Puñal?
—Sí,
señor… Quiero decir que yo cojo a la persona, la derribo y le doy un tajo en el
gañote. Ahí acaba todo… Ya despaché unas dieciséis personas de ese modo. Más
fácil que sangrar un cerdo. Después uno aprovecha para limpiar el puñal en la
camisa del muerto. ¿Se da cuenta?
El
hacendado puso cara de asco. El labio superior le temblaba, moviéndose hacia un
lado, como si quisiera reír y no se riese. Pero eso duró un rato, de inmediato
su rostro se convirtió en una airada máscara.
Abandonó
la terraza y entró en la casa. Había en él algo que delataba una determinación.
Al momento volvió con un revólver en la mano. Desde la puerta fue disparando
contra el pistolero. El primer tiro le acertó en la cabeza y los dos siguientes
en el pecho. Hubiera bastado con el primer disparo, el pistolero no tuvo tiempo
ni de convulsionarse: murió al instante.
Santana
Santana vino corriendo.
—¡Papá,
¿qué has hecho, papá?! Mataste al pistolero…
—¿Pistolero?
Maté a un monstruo.
—Pero,
papá… Y ahora, ¿qué vamos a hacer con Pedro Juan?
El
hacendado no lo pensó dos veces:
—Bueno,
ya que comencé, hay que seguir adelante. Coge tu arma y vamos a acabar con él.
Y
acabaron.
Herberto Sales
Brasil, 1917-1999