13 enero 2014

¿Pistolero?



Otrora vivía en un sitio llamado Cualquier Lugar un poderoso hacendado, pero poderoso de verdad: poder de tierras y de rebaños, de mucha autoridad y prepotencia. Lo de otrora es porque el caso que aquí se va a contar sucedió hace casi doscientos años, sin exageración. Pero, podía haber pasado en la actualidad o, tal vez, esté sucediendo ahora o mañana, simplemente con un ligero cambio de escenario. ¿Por qué? Porque el hombre siempre está cambiando de escenario; lo único que él no consigue es cambiar al propio hombre.
Santa era el nombre del hacendado. Maximino Santana. Solamente cuando visitaba al notario para firmar, como de costumbre, una escritura, era cuando las personas se acordaban que Santana —¡ah, era cierto! — se llamaba Maximino. Tal vez ni él mismo se acordara ya de su nombre. ¡Santana y punto! Apellido promovido a nombre, cosa que, por lo demás, sucede hasta en las mejores familias.
Santana, evidentemente, tenía una familia y provenía de otra; las dos sumadas, multiplicaron en tres generaciones el apellido Santana. En lo que concierne a Santana, el hacendado, sumaba y multiplicaba tierras y rebaños con el aval de los notarios. Disminuir y dividir no eran operaciones de su gusto aritmético.
Se enorgullecía tanto y tanto del nombre o, mejor dicho, de su apellido, de modo tal que cuando le nació el primer hijo le puso por nombre Santana.
—Es el nombre que me dio suerte —explicaba—. Y ya que no pude llamarme en verdad Santana, mi hijo se va a llamar así.
¿Qué podía decir el escribano del Registro Civil? Si el hacendado así lo quería, que así fuera. Y registró con el nombre de Santana al recién nacido. Más tarde, cuando tuvo que aprender a firmar su nombre, le bastó al niño escribir por duplicado: Santana Santana.
Fue justamente Santana Santana, ya todo un hombre, quien sacó de la sesera la idea de contratar un pistolero para acabar de una vez por todas con el pleito que los Santana tenían con un vecino llamado Pedro Juan.
—¿Un pistolero? —preguntó el padre.
—Sí, un pistolero —respondió el hijo.
—¿Me estás diciendo que debo matar a Pedro Juan?
—No queda otro camino, padre.
—Hijo, ¿qué idea es esa? Hasta hoy, nadie de nuestra familia necesitó del crimen para resolver lo que fuera. Tengo 65 años, luché duro para tener lo que tengo, he tratado con toda clase de gente, no niego haber peleado algunas veces, pero siempre respeté la vida de los demás.
Dos días después vinieron con el cuento de que Pedro Juan, acompañado de su ingeniero, estaba midiendo las tierras que colindaban con las de los Santana.
—¿Te das cuenta, padre? —dijo Santana Santana—. Pedro Juan no escarmienta. Está tramando nuevos líos. No queda otro remedio que liquidarlo. Mañana por la mañana voy a la hacienda de mi padrino. Le pediré que contrate un pistolero. Mi padrino está acostumbrado a tratar con esa gente, no habrá problemas.
—Yo ya te di mi opinión —dijo Santana—. Pero ya que insistes, resuelve con tu padrino como lo creas mejor. Sólo te pido que me dejes fuera de esto.
—¿Algún encargo para él, papá?
—¿Para quién?
—Para mi padrino.
—Ah… dale mis saludos.
Santana Santana volvió diciendo que el padrino había prometido conseguir, dentro de dos o tres días, a la persona adecuada para realizar el servicio.
El padrino cumplió lo ofrecido: dos días después llegaba un hombre que, visto de arriba abajo y de lado a lado, no tenía nada especial. Era un hombre fornido, de patillas, usaba un sombrero cualquiera y traía colgada del hombro una mochila de cuero, cosa que los hombres de aquel tiempo ya usaban
¡Claro! ¡Era el pistolero!
Santana Santana lo llamo a un lado y le dio las instrucciones necesarias.
—Tenga confianza —dice el pistolero—. De mañana no pasa.
Eran aproximadamente las cuatro de la tarde, salvo error. El pistolero se acomodó en la terraza.
Santana Santana lo dejó allí y fue a ver unos puercos recién nacidos. En eso, Santana padre salió hacia la terraza donde encontró al pistolero que había visto antes conversando con su hijo en el cerco:
—¿Y tu revólver, muchacho? —preguntó el viejo.
—¿Revólver?
—Sí, tu revólver. Desde que llegaste noté que estabas desarmado, a menos que tengas en arma en la mochila.
—No, señor, no tengo revólver.
—Pero… viniste a prestar un servicio, no entiendo por qué no trajiste tu arma. No me gusta nada la idea de que hagas el servicio con un arma de mi hijo o mía. ¿Por qué no traes contigo un revólver?
El pistolero sonrió algo cortado:
—¿Sabe?... debo decirle que le tengo horror a las armas de fuego.
—¿Horror a las armas de fuego?
—Sí, señor. No está en mí… Me asusto mucho cuando oigo un tiro.
—¿A ver?... no entiendo. Viniste a hacer un servicio…
—Y lo voy a hacer, señor mío. Voy a hacerlo. Sólo que no trabajo con arma de fuego… Yo sólo trabajo con puñal.
—¿Con Puñal?
—Sí, señor… Quiero decir que yo cojo a la persona, la derribo y le doy un tajo en el gañote. Ahí acaba todo… Ya despaché unas dieciséis personas de ese modo. Más fácil que sangrar un cerdo. Después uno aprovecha para limpiar el puñal en la camisa del muerto. ¿Se da cuenta?
El hacendado puso cara de asco. El labio superior le temblaba, moviéndose hacia un lado, como si quisiera reír y no se riese. Pero eso duró un rato, de inmediato su rostro se convirtió en una airada máscara.
Abandonó la terraza y entró en la casa. Había en él algo que delataba una determinación. Al momento volvió con un revólver en la mano. Desde la puerta fue disparando contra el pistolero. El primer tiro le acertó en la cabeza y los dos siguientes en el pecho. Hubiera bastado con el primer disparo, el pistolero no tuvo tiempo ni de convulsionarse: murió al instante.
Santana Santana vino corriendo.
—¡Papá, ¿qué has hecho, papá?! Mataste al pistolero…
—¿Pistolero? Maté a un monstruo.
—Pero, papá… Y ahora, ¿qué vamos a hacer con Pedro Juan?
El hacendado no lo pensó dos veces:
—Bueno, ya que comencé, hay que seguir adelante. Coge tu arma y vamos a acabar con él.
Y acabaron.

Herberto Sales
Brasil, 1917-1999

30 diciembre 2013

La botija



   José Pashaca era un cuerpo tirado en un cuero; el cuero era un cuero tirado en un rancho; el rancho era un rancho tirado en una ladera. Petrona Pulunto era la nana de aquella boca: 
       -¡Hijo: abrí los ojos, ya hasta la color de qué los tenes se me olvidó!.... José Pashaca pujaba, y a lo mucho encogía la pata. 
       -¿Qué quiere mama?.
       -¡Qués necesario que te oficiés en algo, ya tás indio entero! 
       -¡Agüen!....Algo se regeneró el holgazán: de dormir pasó a estar triste, bostezando.
       Un día entró Ulogio Isho con un cuenterete. Era un como sapo de piedra, que se había hallado arando. Tenía el sapo un collar de pelotitas y tres hoyos: uno en la boca y dos en los ojos. 
       -¡Qué feyo este baboso!- llegó diciendo. Se carcajeaba, meramente el tuerto Cande!....Y lo dejó, para que jugaran los cipotes de la María Elena. Pero a los dos días llegó el anciano Bashuto, y en viendo el sapo dijo: 
       -Estas cositas son obras donantes, de los agüelos de nosotros. En las aradas se encuentran catizumbadas. También se hallan botijas llenas dioro.....
       José Pashacase dignó arrugar el pellejo que tenía entre los ojos, allí donde los demás llevan la frente. 
       -¿Cómo es eso, ño Bashuto?..-. Bashuto se desprendió del puro, y tiró por un lado una escupida grande como un caite, y así sonora.
       -Cuestiones de la suerte, hombré. Vos vas arando y ¡plosh!, de repente pegas en la huaca´, y yastuvo; tihacés de plata. 
       -¡Achís!, ¿en veras, ño Bashuto?
       -¡Comolóis!.


 Bashuto se prendió al puro con toda la fuerza de sus arrugas, y se fue en humo. Enseguiditas contó mil hallazgos de botijas, todos los cuales "el bía prisenciado con estos ojos". Cuando se fue, se fue sin darse cuenta de que, de lo dicho, dejaba las cáscaras. Como en esos días se murió la Petrona Pulunto, José levantó la boca y la llevó caminando por la vecindad, sin resultados nutritivos. Comió majonchos robados, y se decidió a buscar botijas. Para ello, se puso a la cola de un arado y empujó. Tras la reja iban arando sus ojos. Y así fue como José Pashaca llegó a ser el indio más holgazán y a la vez el más laborioso de todos los del lugar. Trabajaba sin trabajar -por lo menos sin darse cuenta- y trabajaba tanto, que a las horas coloradas le hallaban siempre sudoroso, con la mano en la mancera y los ojos en el surco. Piojo de las lomas, caspeaba ávido la tierra negra, siempre mirando al suelo con tanta atención, que parecía como si entre los borbollos de tierra hubiera ido dejando sembrada el alma. Pa que nacieran perezas; porque eso sí, Pashaca se sabía el indio más sin oficio del valle. Él no trabajaba. Él buscaba las botijas llenas de bambas doradas, que hacen "¡plocosh" cuando la reja las topa, y vomitan plata y oro, como el agua del charco cuando el sol comienza a ispiardetrás de lo del ductor Martínez, que son los llanos que topan el cielo.
       Tan grande como él se hacía, así se hacía de grande su obsesión. La ambición más que el hambre, le había parado del cuerpo y lo había empujado a las laderas de los cerros; donde aró, aró, desde la gritería de los gallos que se tragan las estrellas, hasta la hora en que el güas ronco y lúgubre, parado en los ganchos de la ceiba, puya el silencio con sus gritos destemplados. Pashaca se peleaba las lomas. El patrón, que se asombraba del milagro que hiciera de José el más laborioso colono, dábale con gusto y sin medida luengas tierras, que el indio soñador de tesoros rascaba con el ojo presto a dar aviso en el corazón, para que este cayera sobre la botija como un trapo de amor y ocultamientoY Pashaca sembraba, por fuerza, porque el patrón exigía los censos. Por fuerza también tenía Pashaca que cosechar, y por fuerza que cobrar el grano abundante de su cosecha, cuyo producto iba guardando despreocupadamente en un hoyo del rancho por siacaso. Ninguno de los colonos se sentía con hígado suficiente para llevar a cabo una labor como la de José. "Es el hombre de Jierro", decían; "ende que le entró a saber qué, se propuso hacer pisto. Ya tendrá una buena huaca...." Pero José Pashaca no se daba cuenta de qué, en realidad, tenía huaca. Lo que él buscaba sin desmayo era una botija, y siendo como se decía que las enterraban en las aradas, allí por fuerza la incontraría tarde o temprano. Se había hecho no sólo trabajador, al ver de los vecinos, sino hasta generoso. En cuanto tenía un día de no poder arar, por no tener tierra cedida, les ayudaba a los otros, les mandaba descansar y se quedaba arando por ellos. Y lo hacía bien: los surcos de su reja iban siempre pegaditos, chachadas y projundos, que daban gusto.
       -¡Onde te metés babosada. Pensaba el indio sin darse por vencido. 
       -Y tei de topar, aunque no querrás, así mihaya de tronchar en los surcos.
       Y así fue; no del encuentro, sino lo de la tronchada. Un día, a la hora en que se verdeya el cielo y en que los ríos se hacen rayas blancas en los llanos, José Pashaca se dió cuenta de que ya no había botijas. Se lo avisó un desmayo con calenturas; se dobló en la mancera; los bueyes se fueron parando, como si la reja se hubiera enredado en el raizal de la sombra. Los hallazgos negros, contra el cielo claro, voltiando a ver el indio embruecado y resollando el viento oscuro. José Pashaca se puso malo. No quiso que naide lo cuidara. "Dende que bía finado la Petrona, vivía íngrimo en su rancho".
       Una noche, haciendo juerzas de tripa, salió sigiloso llevando, en un cántaro viejo, su huaca. Se agachaba detrás de los matochos cuando óiba ruidos, y así se estuvo haciendo un hoyo con la cuma. se quejaba a ratos, rendido, pero luego seguía con bríos su tarea. Metió en el hoyo el cántaro, lo tapó, bien tapado, borró todo rastro de tierra removida y alzando sus brazos de bejuco hacia las estrellas, dejó liadas en un suspiro estas palabras:
       -"¡Vaya; pa que no se diga que ya nuai botijas en las aradas!"....

Salarrué

17 diciembre 2013

La intrusa


Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.

Jorge Luis Borges

08 octubre 2013

Los dos reyes y los dos laberintos



Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso." Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere.

Jorge Luis Borges.

11 abril 2013

La respuesta


No llovía.  En el cantón, desde las dos de la tarde, se oyó el saltito de duende del tambor, llamando a los de la rogación: “tom, tom, tom; tototom, tom, tom; tototom, tom, tom…”.

El calor estaba estacado en el llano, como un cuero de res. “Tom, tom, tom; tototom, tom, tom…”.

Todo se doraba; todo se caía; todo se tostaba. En un remiendo de talpetate, la culebra dormía enroscada, y era como el yagual del pesado cántaro de la sed. Ligeros cirros medían el cielo. Las leguas huían hacia las montañas del contorno, lejanas y azules, sentadas y pensativas como dioses.

El viento yacía muerto en el polvo. Arrodillados de sed, los jiotes de bronce y los jocotes, elevaban sus nervudos brazos implorantes. Las piedras sacaban sus cabezas del suelo, para respirar. Rápidos pasaban los rieles del tren, huyendo de aquel infierno; abrían los llanos en línea recta, apartando los pajonales calcinados, en busca de los azules frescos de lontananza. El sol abría un gran boquete en el azul, por donde caía a torrentes la gloria de Dios.

                                                                ***

A las tres salió la rogación, por el camino de “El Pedregal”. Era una chusma de colores, que cantaba salmos tristes y llorones. Delante, en unas andas, San Isidro, envuelto en mantos de antiguos verdes, iba mirando con sus ojos dulces, resignados,  cuán chico parecía al lado de sus devotos. Era un inanito de palo, de a vara, con flores de trapo en la mano, un clavo en la coronilla y la nariz manchada de kakemosca.

“Tom, tom, tom, tototom, tom, tom…”.

Despertados los pájaros, cruzaban los claros del cielo. Los chuchos tísicos salían de los ranchos, a regañar a los rogantes.

Iba la rogación por la calle rial. Cruzó la palanquera del conacaste y siguió a la orilla del cerco, rondando el potrero enorme. Todos llevaban los ojos y las narices fijas en el cielo, como si husmearan la lluvia de bendición.

Fueron alejándose, por los sembrados; cruzaron la quebrada seca y continuaron por el piñal. A lo lejos, la rogación se deslizaba como una cromática cola de barrilete, que se hubiera hecho culebra.

“Tom, tom, tom; tototom, tom, tom”.

                                                        ***

Allá por las cuatro y media, el día traquió y se paró en seco. Como si le hubieran aplicado un fósforo, el cielo tilinte se quemó. La llama se corrió hasta el suelo y allí brotó la jumazón. Fue una nube prieta y veloz, que invadió el mundo como una noche extraviada. Venía huyendo, llena de terror, bramando y trompezándose en los cerros. Pasó, con un remolino de viento que enloquecía las palazones, amarradas sin remedio a la tierra, sin esperanza de huida. Los techos de las casas, asustados, abrieron sus alas y se volaron. El polvo, sediento, subió a beber agua por el camino de caracol. Con paletas invisibles, batían la sopa de hojas en la olla del mundo. La tormenta, borracha, primero lloró; después babeó y, por último, vomitó su negrura. Eran torrentes incontenibles que brotaban de todas partes, arrasándolo todo. Las ramas se quebraban y huían de sus madres, y las madres se retorcían gimiendo y alargando los brazos impotentes.

Fue un verdadero desastre. Cuando amaneció, en calma los cielos verdes, dos viejos indios, desgreñados y transidos, estaban sobre un árbol caído y miraban con resignación las barbaries del cielo.

-Señor Goyo: siel santo llega a ser del alto de diusté, nostaríamos contando el cuento.

-¡Pa que veya; demasiado milagrero el hijuepuera!...
 
Salarrué

30 marzo 2013

El Cárcamo del Duende

5
 
El sol reverbera en mi pecho. Núbiles doncellas acarician mis rugosas estrías, tapizadas de musgo verde; humedecen las palmas de sus manos recorriendo mi torso, mis brazos, mis axilas. Yo las miro hondamente a los ojos. Por la noche, cuando se duerman, estaré con ellas.
Al crepúsculo, me descolgaré de mi árbol madre. Ahí en el torrente, donde el agua truena y su caída produce espumarajos blancos, suelo bañarme desnudo.
Urdiré una estratagema para que una niña púber crea haberme sorprendido. Mi lacia cabellera cuidará de no hacer visible mi rostro, pero ella recordará -hasta el aliento postrero- mi vigoroso miembro viril, que tratará de encontrar infructuosamente entre los mortales.
Más tarde oirá mi reclamo: como de un niño desconsolado, o de un gato trepado en la fronda oscura de la vieja higuera.
 
Luis Flores Prado.

10 febrero 2013

¡Nos debemos la muerte, Oviedo!

 
Recuerda que somos mortales,
arreglemos nuestras cuentas.


Huayno popular peruano

 
Al principio encendió un cigarrillo guiado por un viejo hábito, como si estuviese petrificado al pie de su catre, arropado con un abrigo negro y un desvaído pantalón vaquero. Se sirvió una taza de café frío a pesar del viento glacial, esa mañana, sin quitarse los guantes, sin darse cuenta de que los pétalos podridos de los jazmines caían al pie de la ventana como picas de papel en la penumbra. Oviedo, apoltronado en su silla, sorbió pausadamente el café, soltó bocanadas de humo, sus ojos flotaron sobre los vidrios opacos de la puerta tentados de alcanzar la calle, de alcanzar la estación del tren y abordar el de las doce. Sin embargo, debió guardar la taza vacía en un rincón de adobes tiznados, consumir por completo el cigarrillo, cerciorarse de que el boleto estaba ahí, en el bolsillo trasero, y debió por fin consultar su reloj pulsera, entrecerrando los ojos como era su costumbre, para que se diera cuenta de que era hora de dar paso al destino, de arrancarle por última vez una hoja al almanaque, de cerrar el zaguán con aldaba y caminar hasta la estación tratando de ocultar esa extraña inquietud por llegar a Huancayo y arreglar viejas cuentas.
Pronto abandonó su chalet de los suburbios y ganó las calles céntricas de Huancavelica, con su andar leve de fiera esquelética. Oviedo sólo llevaba encima un decolorado sombrero que encubría la calvicie modelada por el tiempo, y una fotografía en blanco y negro de él y sus camaradas en una recóndita callejuela de Huancayo, allá por el 87, que le recordaba inexorablemente la incertidumbre de la guerra. Y aquello era suficiente. Dominó la ciudad acorazada, sin horizontes. Vio las casas grises sofocadas por centenarias enredaderas y se convenció de que hacía mucho tiempo habían dejado de ser simplemente casas y ahora en cambio se iban pareciendo a los hombres cuando mueren. Quizá por ello esta vez no se ofuscó con los ruidos de la gente y las bocinas de la calle Versalles, que durante un mes exactamente —desde que abandonó la prisión y arribó al azar a esta ciudad— le estorbaron, martirizaron su oficio de relojero ambulante. Consultó su reloj entrecerrando los ojos, como era su costumbre, y supo que había tiempo para encender un cigarrillo y recordar casi en voz alta que hace exactamente treinta y cinco años, once meses y seis días que esperaba zanjar una cuenta, y fumó impasible entre muchedumbres indiferentes. Oviedo era posiblemente el tipo más satisfecho sobre la tierra sosteniendo su cigarrillo rumbo a la estación del tren; no le importaba ahora la estrepitosa tos que sacudía su rostro constantemente exhibiendo su barba rala, blanca como la cal; ni tampoco el hecho de que haya tropezado con el pie izquierdo al salir de su barraca, incidente que otras veces en el pasado le había inquietado hasta la alucinación, encerrándolo indefectiblemente en casa durante todo el día, recordando que la última vez que vio al teniente Patiño en la emboscada, había tropezado con el mismo pie.
Le cogió una llovizna gris y apuró el cigarrillo. Abandonó sus contemplaciones y se incorporó al presente, a su momento, recorrió la última cuadra, sus dedos arácnidos constataron que el boleto se
hallaba en el bolsillo trasero. Arribó a la estación mientras la llovizna se hacía más dura, abordó el vagón y ocupó su asiento. Sacudió su sombrero algo tranquilizado, acomodó en un bolsillo la foto y nuevamente —sin percatarse que el tren se ponía en marcha— se entregó a los recuerdos oscilando entre los episodios oscuros de aquellos años en Púcuta y en tres o cuatro palabras que le dijo el teniente Patiño tratando de negociar la liberación de sus soldados. Recordó, por ejemplo, los incendios de las haciendas, de las fincas y las iglesias donde el mismo Patiño clamaba: « ¡Mamani está ahí! ¡Lo quiero vivo o muerto!». Y aquellas torturas, tres días en el pozo con agua hasta las narices y las rodillas quebradas por la electricidad. Empalideció, aún ahora, su rugoso rostro. Pensó en la desolación de 1964 donde se incubaba un amasijo de ideas en medio de la selva, y en la gran emboscada en que murieron treinta y cinco hombres y él, Oviedo, fue capturado junto a Mamani por el Ejército siguiendo las órdenes de Patiño. Recordó la espesa niebla de aquella mañana, la misma llovizna que ahora veía por la ventanilla del tren, la dinamita, las balas penetrando en los cuerpos de uno y otro bando, la incertidumbre de los repentinos silencios, y por fin, la arremetida, el desarme y la tortura: lo colgaron desnudo de los brazos en un bohío, llovieron macanas contra los huesos y los músculos que cedían y estallaban, la electricidad acuchillaba sus rodillas, y al cabo su cuerpo húmedo y laxo, atado enérgicamente, fue arrojado a la tierra junto al rostro inerte del camarada Nilmar, a quien le habían arrancado los párpados para que nunca cerrase los ojos… Y luego los treinta años en prisión…
El silbato repentino del tren lo sustrajo temporalmente de sus pensamientos, se hundió en su butaca, asqueado, ofuscado por no poder fumar en el vagón. Pronto olvidó la molestia, retornó a sus recuerdos y le sobrevino una rara emoción. Trató de recordar una a una las palabras de Patiño cuando éste lo abordó soberbio en el pasillo de la cárcel luego de la sentencia: «No lo olvide Oviedo, esta guerra es entre los dos. Debiste matarme cuando me tuviste de rehén. Sin embargo, esto no ha terminado. Tuviste tus razones y ahora yo tengo las mías». Y le dio en un papel garabateado el lugar, la fecha y la hora exacta en que debían arreglar sus cuentas. Y ese día era hoy después de treinta y cinco años, once meses y seis días. Quizá por eso ahora supo que toda esa eternidad no fue sino un detenerse a pensar en el camino y retomarlo más decididamente. Por eso no contó las cinco horas de viaje ni las quince cuadras que caminó hasta el centro de Huancayo hasta la Plaza Constitución, o los 69 pasos que avanzó hasta un banco donde creyó que estaría a la vista de los transeúntes… de Patiño. Consultó su reloj, entrecerrando la vista como era su costumbre, y supo que las agujas indicaban las siete menos cinco minutos. Encendió un cigarrillo, apreció la noche, el cielo algo gris como corresponde en invierno. Los árboles iluminados por los faroles, contiguas luces que infinitamente seguían el rastro paralelo de las avenidas. Todo había cambiado en treinta y cinco años. Sólo la plazoleta mantenía su forma, excepto por alguno que otro árbol que ya no existía y la luminosidad que ahora lo penetraba todo y destruía las sombras. Oviedo, en la plazoleta, no tenía sombra y soltó una risita de alegría. Podía estar contento ahora, en completa inercia, observándolo todo, discurriendo en cosas más insignificantes, ahora que le acometía una satisfacción, pensó en las gigantescas agujas del reloj de la Catedral, pensó en el vuelo espiral de las palomas, en los edificios que lo rodeaban. Y sólo cuando el tañer de las campanas dejó entrever que eran las siete de la noche, vio a alguien de considerable estatura envuelto en una gabardina negra, chalina y guantes, que despacio se acercó hacia él.
—Buenas noches, Teniente —dijo Oviedo consultando su reloj—. Siete en punto. Algo se aprende en el ejército.
—Cómo estás, Oviedo —saludó apacible el mayor Patiño tratando de ocultar quizá la misma emoción que sentía Oviedo y estrechó su mano afectuosamente.
—Creo que bien, Teniente, aunque con algo de frío por supuesto; el tiempo ha cambiado. Hace treinta y cinco años…
—Así es. Pero qué ocurrencia confiarse en invierno. Me sorprende de usted.
—Aunque es mayor el frío en la prisión. Usted sabe, el cemento, las rejas…
—Bueno, bueno, dejemos eso. ¿Toma algo? Digo, para conversar más tranquilamente. Han pasado tantas cosas.
—Usted dirá.
Oviedo se levantó del banco y echaron a caminar como dos sombras envejecidas, como dos viejos amigos que se debían la muerte el uno al otro. Caminaron algunas cuadras casi en silencio. Entraron en una cantina. El Teniente pidió dos
calientes1 mientras se acomodaba en una silla.


—Es lo que toman los hombres —dijo.
Oviedo asintió indiferente mientras ocupaba su asiento adyacente a un muro colmado de luces de neón. Examinó algunos rostros paulatinamente, quizá con el propósito de descubrir en alguno de ellos una cara conocida, camarada… Y luego volvió a lo suyo, extrajo del bolsillo interior de su abrigo su cajetilla semivacía de cigarrillos, encendió uno y ladeándose hacia al Teniente que llenaba su vaso, invitó:
— ¿Desea uno?
— ¡Qué descortés! —dijo Patiño avergonzado—. Perdone Oviedo, hacerle venir hasta aquí y no ofrecerle un cigarrillo. ¡Eso es imperdonable siendo yo el anfitrión!
Cogió uno en seguida más reconfortado, cómodo, y de no ser que entre ambos fortuitos compañeros mediaba un ancestral duelo, habría deseado permanecer así impasible con un cigarrillo entre los dedos perpetuamente. Se acercó satisfecho a la lumbre de Oviedo, avivó el tabaco y «golpeó» arrojando una bocanada de humo que desdibujaba sus rostros, que se difuminaba con la luz verde de la taberna, revolviéndose con la música que llegaba desde algún cubículo secreto.
—Debe ser la emoción de volverlo a ver, Oviedo.
—No se preocupe —señaló Oviedo mientras retiraba los codos de la mesa para recostarse en la pared—. En la prisión nadie se toma atenciones para nadie.
—No me diga que no tuvo quien lo visitara, ¿su madre al menos? —murmuró el Teniente ofreciéndole la copa vacía.
—El primer año la veía cada fin de semana. Después ya no —comentó sobrio depositando la mirada en la gente que entraba o salía o fumaba en otras mesas esperando insensiblemente que pasase el tiempo.
—Parece que no es bueno hablar de eso ahora. En fin, en fin… han pasado tantas cosas.
—Y qué fue de usted, Teniente. A usted sí le fue bien según veo —interrogó el guerrillero reafirmándose en la conversación.
—Algo. Después de tu proceso y de algunos más, decidí retirarme. La situación en la selva era compleja. Yo ya tenía demasiado con la complicación de mis rodillas. Tú sabes, después de una tortura como la que me dieron tus hombres nadie vuelve a ser el mismo. Y la lesión devino en artrosis. Aún ahora sigo un tratamiento.
—Supe de su retiro por las noticias que traían los nuevos a la cárcel. Y no crea que usted llevó la peor parte. Yo quedé casi ciego. Dicen que fue por las descargas de electricidad… Fuimos tus rehenes, era lógico. Pero de todos modos estuve treinta y cinco años encerrado después de aquello, hasta el mes pasado —dijo y sonrió hastiado cediendo el vaso a su involuntario confidente.
—Bueno, ambos la pasamos mal —dijo Patiño prolongando siempre una mueca de ironía—. ¿No tienes otro cigarrillo? El médico me los prohibió, pero en una ocasión así tiene perdón.
—Claro, claro. He reservado el último para mi viejo amigo —invitó haciendo notar en la última palabra cierta causticidad.
—Pero no piense que he cambiado mi forma de pensar; es más, creo que ahora soy más «eficiente» —se mofó Patiño levantando sutilmente el vaso y el cigarrillo que dominaba con la derecha—. Si volvería a mi puesto y tendría a Mamani acorralado… ¡Salud!
—Veo que recuerda bien a pesar de los años. Usted me dirá entonces cómo es que murió Mamani. Porque a mí me tuvieron todo el tiempo vendado en la avioneta antes de enrumbar a Jauja luego de la emboscada. Sólo pude percibir el cuerpo frío, ensangrentado, la cabeza destrozada de Mamani.
—Usted, Oviedo, habrá creído que se suicidó. No fue así; ordené que lo arrojaran al vacío, desde un avión, en una zona rocosa. Y ahí acabó todo. Se divulgó después, desde mi despacho, que Mamani se suicidó golpeándose la cabeza en la pared de la choza en la que lo tuvimos atado de manos antes de subirlo a la avioneta. Eso es todo —exclamó el militar desbordando nuevamente su copa.
—No creímos eso —interpuso Oviedo—. En la prisión, los camaradas, siempre supimos que Mamani no pudo haber hecho algo así.
—Quizá tengas razón, pero había que salvar el momento, la situación era convulsa y la prensa metiéndose en lo que no le importa…
—Usted cumplió con su trabajo y nosotros con el nuestro. La victoria, sin embargo, no fue suya ni nuestra; creo que es algo que nuestros ojos ya no verán —sentenció.
—En todo caso le agradezco por haber venido esta noche. Es grato tener al «segundo cabecilla» nuevamente frente a mí, créame, es realmente satisfactorio. Sin exagerar le digo que desde entonces he vivido por una sola razón: arreglar algo que quedó pendiente con usted en el pasado.
—A eso he venido —precisó Oviedo consultando su reloj, entrecerrando la vista como era su costumbre, algo serio, pensativo—. Son las diez y media. Usted dirá…
—Tengo una habitación alquilada donde suelo reunirme con algunos amigos. La ocupo cuando deseo. ¿Le parece?
—Bueno.
Abandonaron media botella y sobrios aún salieron del bar enfrentándose a la noche, a la garúa que había empezado a caer en toda la ciudad. Las luces de la calle hacían ver las avenidas más desiertas, la niebla emergía de las comisuras borrando por momentos la imagen de los hombres que luego de algunas cuadras abordaron un taxi que los llevaría a San Carlos. Luego de unos minutos se hallaban frente a la eventual habitación de Patiño; sin prisa, entraron en el cuarto.
—Tome asiento —invitó el Teniente mientras aseguraba con llave la única puerta—. Disculpe el desorden, no vengo muy a menudo por aquí —señaló.
—Descuide.
—No crea que he planeado todo esto. Dejé que pasen estos treinta y cinco años sin preparar ningún artificio —dijo el Teniente y colocó una pequeña mesa de vidrio en el centro de la habitación, entre Oviedo y él.
La noche fluía tranquila, húmeda. Sólo el sonido de sus voces graves desbarataba el silencio. Tratando inútilmente de disimular su impaciencia el teniente Patiño abrió el cajón de un viejo estante y sacó un revólver. «Es mi nena», dijo soplando el polvo del cañón. En seguida, se acomodó en su asiento, puso el arma sobre la mesa y exclamó viendo a los ojos de su oponente:
—La ruleta rusa. Se me ocurrió cuando iba a la plaza.
—Si así lo prefiere usted, yo no tengo ningún inconveniente —asintió Oviedo, quitándose los guantes.
—Entonces cañón manda —sentenció el Teniente y colocó la bala en el tambor del arma—. Gírela usted, Oviedo, es el invitado. Tome. Hoy es el día…
Oviedo recibió el arma y despacioso hizo girar el tambor para que la bala se perdiese.
—Ya está —dijo Oviedo—, ahora sortéela usted. Tómese su tiempo, nadie espera ya a dos viejos que han perdido todo, incluso su destino.
Y el Teniente tomó el arma, la colocó en la mesa, sus dedos firmes impulsaron el artefacto haciéndola girar. El arma giró pesada envenenando el ambiente, reluciendo el armazón, la empuñadura y se detuvo despacio apuntando al Teniente.
—No le tiene mucha estima su arma —sonrió Oviedo incorporándose atentamente.
—Así parece, pero mi nena sólo quiere darme un susto —murmuró el Teniente y tomó su revólver llevándose lentamente el cañón hacia su sien—. Usted, Oviedo, tuvo la oportunidad de matarme cuando me tomó de rehén en la primera emboscada. Pero mataste a quince de mis oficiales.
—Sólo nos defendíamos, Teniente. Ustedes iniciaron el fuego.
—Bueno, bueno, como sea, mataron, incluso, a nuestro médico. Y en lugar de matarme de una buena vez, ¡me torturaste! Aún ahora me parece sentir las patadas, las macanas, los puñetazos. ¡Y no lo hiciste, no acabaste conmigo! ¡Dejaste libre al animal herido! Querías darme una lección —dijo Patiño presionándose el cañón en la sien, acariciando el disparador—. No tuviste el valor suficiente para hacerlo, ¿no es así? ¿Por qué no me mataste, Oviedo?
Un sordo sonido de gatillo llenó la habitación, sin que la bala abandonara el revólver.
— ¿Por qué no me mataste entonces?—insistió el Teniente alcanzando el arma a su rival.
—Nosotros sólo nos defendimos y a pesar de ello tuvimos bajas —dijo Oviedo cogiendo el arma, acomodándose en su butaca.
— ¡Pero mataron a mis hombres! —interpuso el Teniente golpeando la mesa con el puño sacudiendo las arrugas de su rostro robusto.
— ¡Tú mataste a los míos! Nosotros sólo nos defendimos teniendo en cuenta que en aquella emboscada éramos inferiores en número, en armas y estábamos hambrientos —rebatió el guerrillero encañonándose sin apartar la mirada hacia su competidor.
— ¡Aprieta ya, Oviedo! ¿O tienes miedo? ¡Haz lo que debí haber hecho hace mucho tiempo!
Oviedo apretó sin más vacilaciones el arma abandonándose al destino sin que se produjese algún ruido de bala.
—Ahora usted, Teniente, es su turno —afrentó Oviedo dejando aflorar leves gotas de sudor.
El teniente Patiño cogió el arma adelantándose ligero hacia el rostro de Oviedo, y en un movimiento repentino sus expeditivos dedos se apresuraron en presionar el gatillo en tanto que mascullaba iracundo: « ¡Nos debemos la muerte, Oviedo!». Las gotas de su rostro inmóvil brillaban con la débil luz de la lámpara de la habitación surcando ligeramente sus ojos cerrados, sus pómulos, su boca que temblaba rechinando los dientes... En unos segundos retomó su asiento, abrió los ojos e ileso entregó el revólver al guerrillero quien mostraba una tranquilidad pétrea en su rostro.
— ¡Cójala, Oviedo! ¡Cumpla con su destino!
El ex guerrillero recibió el arma y, depositando la mirada en su enemigo, en silencio apretó el gatillo; sintió un sonido breve en el cráneo al que hizo seguir una sonrisa de soberbia, de triunfo. La noche se desarrollaba fría, la garúa se hacía más copiosa. En la penumbra del cuarto la luz tenue de la lámpara desdibujaba dos rostros de piedra, sin movimiento.
—Cójala, Teniente. No haga esperar a su invitado. Su nena, por lo visto, está disgustada con usted —musitó satisfecho Oviedo cediendo lentamente el arma a su dueño.
El teniente Patiño tomó el arma. La llevó agitado a su sien sin pronunciar palabra alguna. « ¡Así se es más hombre!», pensó esta vez sin cerrar los ojos, sonriendo levemente, colmado de un temor y una satisfacción que durante de treinta y cinco años, once meses y seis días había atizado en su espíritu, y lo menos que debía hacer era ver a su rival frente a él y convencerse de que alguien había triunfado, que había un vencedor después de todo, porque así eran las leyes de la guerra, aunque fuese el enemigo quien victorioso lo estuviese viendo a punto de caer muerto. Cerró los ojos, finalmente, resignado pero satisfecho, mientras su rival consultaba su reloj entrecerrando los ojos como era su costumbre, y cuando sus dedos espantados se disponían a presionar el gatillo oyó una risotada que mató el silencio de la noche.
—Son las doce y tres, Teniente. Deje el arma. El tiempo se ha acabado. Usted debió morir ayer.

Hugo Velazco.

Huancavelica, 2008