No llovía. En el cantón, desde las dos de la tarde, se
oyó el saltito de duende del tambor, llamando a los de la rogación: “tom, tom, tom; tototom, tom, tom; tototom, tom, tom…”.
El calor estaba estacado en
el llano, como un cuero de res. “Tom,
tom, tom; tototom, tom, tom…”.
Todo se doraba; todo se caía;
todo se tostaba. En un remiendo de talpetate,
la culebra dormía enroscada, y era como el yagual
del pesado cántaro de la sed. Ligeros cirros medían el cielo. Las leguas huían
hacia las montañas del contorno, lejanas y azules, sentadas y pensativas como
dioses.
El viento yacía muerto en el
polvo. Arrodillados de sed, los jiotes
de bronce y los jocotes, elevaban sus
nervudos brazos implorantes. Las piedras sacaban sus cabezas del suelo, para respirar.
Rápidos pasaban los rieles del tren, huyendo de aquel infierno; abrían los
llanos en línea recta, apartando los pajonales calcinados, en busca de los
azules frescos de lontananza. El sol abría un gran boquete en el azul, por
donde caía a torrentes la gloria de Dios.
***
A las tres salió la rogación, por el camino de “El
Pedregal”. Era una chusma de colores, que cantaba salmos tristes y llorones.
Delante, en unas andas, San Isidro, envuelto en mantos de antiguos verdes, iba
mirando con sus ojos dulces, resignados,
cuán chico parecía al lado de sus devotos. Era un inanito de palo, de a vara, con flores de trapo en la mano, un
clavo en la coronilla y la nariz manchada de kakemosca.
“Tom, tom, tom, tototom, tom, tom…”.
Despertados los pájaros,
cruzaban los claros del cielo. Los chuchos
tísicos salían de los ranchos, a regañar a los rogantes.
Iba la rogación por la calle rial.
Cruzó la palanquera del conacaste y siguió a la orilla del
cerco, rondando el potrero enorme. Todos llevaban los ojos y las narices fijas
en el cielo, como si husmearan la lluvia de bendición.
Fueron alejándose, por los
sembrados; cruzaron la quebrada seca y continuaron por el piñal. A lo lejos, la
rogación se deslizaba como una
cromática cola de barrilete, que se hubiera hecho culebra.
“Tom, tom, tom; tototom, tom, tom”.
***
Allá por las cuatro y media,
el día traquió y se paró en seco.
Como si le hubieran aplicado un fósforo, el cielo tilinte se quemó. La llama se corrió hasta el suelo y allí brotó la
jumazón. Fue una nube prieta y veloz,
que invadió el mundo como una noche extraviada. Venía huyendo, llena de terror,
bramando y trompezándose en los
cerros. Pasó, con un remolino de viento que enloquecía las palazones, amarradas sin remedio a la tierra, sin esperanza de huida.
Los techos de las casas, asustados, abrieron sus alas y se volaron. El polvo,
sediento, subió a beber agua por el camino de caracol. Con paletas invisibles,
batían la sopa de hojas en la olla del mundo. La tormenta, borracha, primero
lloró; después babeó y, por último, vomitó su negrura. Eran torrentes
incontenibles que brotaban de todas partes, arrasándolo todo. Las ramas se
quebraban y huían de sus madres, y las madres se retorcían gimiendo y alargando
los brazos impotentes.
Fue un verdadero desastre.
Cuando amaneció, en calma los cielos verdes, dos viejos indios, desgreñados y
transidos, estaban sobre un árbol caído y miraban con resignación las barbaries
del cielo.
-Señor Goyo: siel santo
llega a ser del alto de diusté, nostaríamos contando el cuento.
-¡Pa que veya; demasiado
milagrero el hijuepuera!...
Salarrué
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