(Manuel Mejía Vallejo)
Había venido de lejos, todos lo sabíamos por su mirada.
—Fíjate, el que llegó.
Traía con él su mirada, como envuelto en ella, como si ella no le dejara ver. Pero observaba las calles empedradas del pueblo, sus balcones con macetas y muchachas, los zaguanes amplios, la sombra que el sol arrojaba contra las aceras: al recorrerlas parecía caminar dentro de sí
mismo para rescatar su vida de antes, su vida ligada al pueblo estancado en un tiempo de soledad, eso parecía.
No hablaba. Pero cuando le preguntamos:
- ¿ D ó n d e estuviste? ,
propició sus ojos, tendió la mirada como una pantalla grande, y todos vimos historias vividas en mares y tierras no conocidos antes por ojos distintos a los suyos.
Únicamente de lejos seguimos su paso. Nada quedó sin que lo repasara cuidadosamente. Sólo al perderse de nuevo con andar difícil llegamos a saber que detrás no quedaban balcones ni macetas ni calles ni historia, y que todo comenzaba a parecerse a un gran olvido. Porque el hombre, al
salir, se llevaba el pueblo en su mirada.
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