Edgardo Rivera Martinez
Quién soy sino apagada sombra en el atrio de una capilla en ruinas, en medio de una puna inmensa. Por instantes silba el viento, pero después todo regresa a la quietud. Hora incierta, gris, al pie de ese agrietado imafronte. En ella resulta más ansioso y febril mi soliloquio. Y aún más extraña mi figura —ave, ave negra, que inmóvil habla y reflexiona. Esclavina de paño y seda sobre los hombros, tan gastada y, sin embargo, espléndida. Sombrero de raído plumaje y jubón, camisa de lienzo y blondas. Exornado tahalí. Todo en harapos y tan absurdo. ¿Cómo no habían de asombrarse los que por primera vez me veían? ¿Cómo no iban a pensar en un danzante extraviado en la meseta? Decían, en la lengua de sus ayllus: «¿Quién será? ¿De qué baile será esa ropa? ¿Dónde habrá danzado?». Y los que se topaban conmigo me preguntaban: «¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu pueblo?». Y como yo callaba y notaban el raro fulgor de mis pupilas, y mi abstraimiento, mi melancolía, acabaron por considerar que había perdido el juicio a la vez que la memoria, quizás por el frenesí mismo de la danza en que había participado. Y comentaban: «Pobre, no recuerda ya a su padre ni a su madre, ni la tierra donde vino al mundo. Y nadie, tal vez, lo busca...». Las ancianas se santiguaban al verme. Y las muchachas se lamentaban: «Joven y hermoso es, y tan triste...». Y así, por obra de esa supuesta insania, y de mi apariencia y mi gravedad, aumentó la sensación de extrañeza que mi presencia provocaba. Una sensación tan intensa que por fuerza excluía toda posibilidad de burla. Hubo incluso pastores que, movidos por un respeto mágico, ponían a mi alcance bolsitas de coca en calidad de ofrenda. Y como nadie me escuchó hablar nunca, ni siquiera un monosílabo, se concluyó que también había perdido el uso de la palabra. Pensamiento comprensible, pues solo a mí mismo me dirijo, en un discurso que no se traduce en el más leve movimiento de los labios. Solo a mí, en una fluencia silenciosa, pues una tenaz resistencia interna me impide toda forma de comunicación con los demás y, con mayor razón, todo diálogo. Y así es mejor, sin duda. Sea como fuere, esa imagen de forastero enajenado y mudo, que se difundió con rapidez, redundó en beneficio de mi libertad, porque no ha habido gobernadores ni varayocs que me detuvieran por deambular como lo hago. Compartían más bien esa mezcla de sorpresa, temor y compasión que experimentaban frente a mí sus paisanos. En unos y otros pesaban, además, creencias ancestrales, por cuya causa mi «locura» adquiría un rango casi sobrenatural. ¡Mi demencia! No me ha incomodado, en ningún momento, el rumor que al respecto se expandió, pero de cuando en cuando me asaltaba la duda. ¿Y si era verdad aquello? ¿Si realmente fui alguna vez un danzante y lo olvidé todo? ¿Si tuve en otro tiempo un nombre, una casa, una familia? Inquieto, me acercaba a las fuentes y me contemplaba. Tan cetrino mi rostro y velado siempre por un halo fúnebre. Idéntico siempre a sí mismo, en su adustez, en su hermetismo. Me observaba y se afirmaba en mí la seguridad de que jamás había desvariado, y de que jamás tampoco fui bailante. Certeza intuitiva, solamente, pero no por ello menos vigorosa. Pero entonces, si nunca se extravió mi espíritu, ¿cómo entender la taciturna corriente que me absorbe y me aísla? ¿Cómo explicar este atavío y la obstinación con que a él me aferro? ¿Por qué mi desazón a la vista del lago? No, no podía responder a estas preguntas, y era en vano asimismo buscar una justificación para unas manos tan blancas y un hablar que no es de misti ni de campesino. Y más inútil aún tratar de contestar a la interrogación fundamental: ¿quién soy, entonces? Era como si en un punto indeterminable del pasado hubiese surgido yo de la nada, vestido ya como estoy, y balbuceando, angustiándome. Errante ya y ajeno a juventud, amor, familia. Encerrado en mí mismo y sin acordarme de un principio ni avizorar una meta. Iba, pues, por los caminos y los páramos, sin dormir ni un momento ni hacer alto por más de un día. Absorto siempre en mi callado monólogo, aunque me acercase a ayudar a un anciano bajo la lluvia, a una mujer con sus pequeños, a un pongo moribundo en una pampa desolada. Concurría a los pueblos en fiesta, y escuchaba con temerosa esperanza la música de las quenas y los sicuris, y miraba una tras de otra las cuadrillas, sobre todo las que venían de muy lejos, y en especial las de Copacabana, de Oruro, de Zepita, de Combapata. Me conmovían sus interpretaciones, mas no reconocí jamás una melodía ni hallé una vestimenta que se asemejara a la mía.
Transcurrieron así los años y todo habría continuado de esa manera si el azar —¿el azar, en verdad?— no me hubiera llevado, al cabo de ese andar sin rumbo, al tambo de Raurac. No había nadie sino un hombre viejo que descansaba y me miró con atención. Me habló de pronto y dijo en un quechua que me pareció muy antiguo: «Eres el bailante sin memoria. Eres él, y hace mucho tiempo que caminas. Anda a la capilla de la Santa Cruz, en la pampa de Ocongate. ¡Anda y mira!». Tomé nota de su consejo y de su insistencia, y a la mañana siguiente, muy temprano, me puse en marcha. Y así, después de tres jornadas, llegué a este santuario abandonado, del que apenas si quedan la fachada y los pilares. Subí al atrio y a poco mis ojos se posaron en el friso, bajo esos arcos adosados. Y allí, en la losa quebrada otrora por un rayo, hay cuatro figuras en relieve. Cuatro figuras de danzantes. Visten esclavina, jubón, sombrero de plumas, tahalí. Imágenes no de santos sino de ángeles, como los que aparecen en los cuadros de Pomata y del Cuzco. Son cuatro, mas el último fue donde golpeó la centella, y solo quedan su silueta e impresas unas líneas de las alas y el plumaje. Cuatro ángeles, sobre una floración de hojas, frutos y arabescos de piedra. ¿Qué baile es el que danzan? ¿Qué música la que siguen? ¿Es el suyo un acto de celebración y de alegría? Los contemplo en el silencio glacial y terrible de este sitio, y me detengo en el contorno vacío del ausente. Cierro luego los ojos. Sí, solo una sombra soy, una apagada sombra. Y ave, ave negra sin memoria, que no sabrá nunca la razón de su caída. En silencio, siempre, y sin término la soledad, el crepúsculo, el exilio...
(1982)
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