Cuento.
(Manuel Mejía Vallejo)
Los ojos oblicuos miraron hacia arriba, arrugaron el entrecejo, y en las pupilas comenzó la tormenta.
-¡Diablos, el invierno!
Zumbó el viento en las alas de los sombreros, en las ramazones, en los gruesos ponchos.
-¡El invierno!
Zumbó en las puertas golpeantes, en el campanario, en los aleros de paja.
-¡Diablos!
Goterones con viento aporrearon sus toscas habitaciones se fueron errando las nueves y sobre la tierra empezó a llover.
De día. De noche.
Por los ranchos pajizos chorreó el agua hacia los caños, en los caños se formaron arroyos, de los arroyos nacieron torrentes, los torrentes se volvieron ríos que arrasaban los sembrados. De día. De noche.
Fue entonces una voz de los indios, hacia un mismo punto sus miradas, contra igual silencio su desesperación. Se acabaron las oraciones, se acabó la paciencia, se acabaron las velas de cera al pie de las imágenes. Y revivieron escondidos ancestros.
En la cumbre pedían a los dioses de sus antepasados, a los protectores de la huerta y la montaña. Un poco de sol para sus maizales. Para sus cafetos. Para sus patatas. Un poco de sol para sus pájaros. Y los dioses no escucharon el temblor murmurante de los labios indígenas.
El agua seguía cayendo en chorros. De día. De noche. Se dañaron las espigas. Se dañaron las mazorcas tiernas. Se dañaron los tubérculos de papa y yuca. Se dañó la esperanza.
-Estamos solo- dijeron, y parecía que no hubieran hablado.
Sentían dolor físico al golpear el aguacero contra las plantas, al llanto de los niños, al aullido de los perros. En su complejo del olvido creían natural el olvido del cielo, del Dios cristiano, de sus antiguos dioses. Pero iban donde el cura para decirle:
-rece o mande rezar.
-se pudren las maticas.
En las cumbres, la jerga del brujo intercedía para que cayera el sol en la espalda de hombres y cerros. Rezaba a los duendes del aire y la montaña, a los señores del trueno y de las nubes. Pero el agua no menguaba y un día fueron hasta el brujo y le dijeron:
-Tus rezos no sirven.
-No te escuchan los dioses.
-Te mataremos.
Y con sus machetes lo descuartizaron. Dos ídolos se salpicaron con la sangre del brujo, pero la sangre se coaguló y las piedras siguieron impávidas ante el sacrificio, bajo los nubarrones sin espacio para el sol de las plantas.
De día. De noche.
Desde cada choza vigilaban el firmamento. Los perros tiritaban, fijos sus ojos en las gotas al caer en los baches. Despabilaban a la luz de un relámpago y volvían al parpadeo tardío. Agua y más agua desde arriba anegaba los pejugales. Un poco de sol para las hojas, para los grumos, para las pupilas indígenas hacia arriba, desoladas.
De la desesperación nació otra fe, y así los indios, inclinados para resistir el chubasco, acudieron al Cura de la aldea, que había predicado nuevos dioses, Uno, y sus santos, amos de cielo y tierra. A veces creían más en el perro de San Roque, en el caballo que en Santiago Apóstol.
-Llama y cruz, nube y piedra.
Pero iban a misa porque el latín sonaba a palabras de magia aptas para la comunicación con las deidades. Quemaban incienso salvaje igual que a sus ídolos. Sin embargo el sol no venía y protestaron ante el Cura:
-No reza bien tu rezador.
-Cambia de rezador, o lo matamos.
-Como al brujo mataremos a tu rezador.
Desconfiaban del sacristán porque compraba a menos precio las cosechas, porque amenazaba con las fauces del siete infiernos, porque menospreciaba sus costumbres.
El Cura recibía ofrendas y rezaba para que cayera sol a las plantas. Y el sol no caía y los indios volvieron a la casa parroquial
-No sirve tu rezador, tata.
-Cambia de rezador que no sirve.
-Humo y oscurana tiene en su corazón.
Lo asustó la calma de las frases. Desde el púlpito soltó su voz:
-Paciencia, Dios los está probando.
Se mostraba duro ese Dios con los humildes. Y era el Dios de los humildes y lo amaban porque sufría azotado por unos soldados extraños, atado a una columna, punzado en el corazón, crucificado contra unos maderos.
-Siendo Dios, ¿porqué se dejó matar?
-No sería bastante bravo.
-Era la bondad infinita.
-Lo amaban a su modo, con El se identificaban al repartir los panes y peces, al llorar su cuerpo sangre en los olivos. Pero ya en su trono se volvía inaccesible. No les gustaba contemplarlo en la gloria de la resurrección, en la comodidad de un cielo entre coros de arcángeles, era como si se apartara de ellos, como si se elevara a un punto tan distante, que el viento no podría llevarle la voz de las campanas, ni los invisible protectores alcanzarían a susurrarles las palabras mágicas del latín, querían al Cristo y seguían rogándole. Y el agua no dejaba de llover.
Veinte días. Veinte noches.
-Padre, las rogativas.
-Tenemos rabia con Dios.
-No nos gusta ya el Dios.
El Cura los echó de la Iglesia.
-¡indios bárbaros!
El sacristán reiteró: ¿no se lo dije, Padre? Son brutos, no entienden ni les importa la religión. Hoy no tocaré las campanas y el agua siguió cayendo. De día. De noche. Sobre los ranchos, sobre las yucas, sobre el café, sobre el maíz, sobre las papas, sobre los niños. Y volvieron a la iglesia y dijeron bajo la lluvia:
-Que toquen las campanas.
-Ya no nos gusta el Dios.
-El rezador no nos gusta.
Roncos sonaban los goterones al caer a sombreros de caña, a los ponchos. El sacerdote se restregaba las manos para calentárselas, para librarse del temor, para implorar paciencia.
-Aguanten buenos hombres, Dios los está probando.
-Ojalá le sepamos a mierda pa que no nos pruebe más.
El Cura volvió a echarlos del templo.
De regreso a sus ranchos pensaron que Dios estaba enojado porque veía enojado con el Cura, y odiaron con mayor odio y mayor silencio. Silencio que se oyó cuando todos hablaron por uno, como si no tuvieran bocas:
-Queremos rogativas. Queremos sol.
Aunque los sabía irreductibles, tenía fe en la obra, en la perseverancia. ¿No habían construido, acaso una iglesia? La iglesia creció. Nunca pudo crecer la aldea, es verdad, porque se resistían a grandes concentraciones, querían estar con sus animales, sobre su palada de tierra, en el rancho, entre sus árboles.
Irreductibles y extraños. Recordaban las originales confesiones en vísperas de primer viernes o en trances definitivos:
-“Me acuso que robé”.
-“no vuelvas a roba”.
-“volveré a robar si necesito”.
-“lo prohíbe la santa madre iglesia”.
-“¡…!
-“lo prohíbe Dios”
-“ dígale al Dios que maté con un rayo al Jacín Cua”
-“es pecado pedir tal cosa”.
-“es malo el Jacín Cua?”
-“no debemos desear la muerte al prójimo”.
-“el Jacín Cua no es prójimo, es dañero”.
-“Tenemos que perdonar a nuestros enemigos”.
-“dígale al Dios que liquide al Jacin Cua, o yo lo liquidaré”.
Sin embargo lo conmovían ciertos detalles de la superstición indígena, ese querer destruir a los dioses cuando no escuchaban, más que la súplica del hombre, la orden de servirlo. Aquellas imprecaciones de una rebeldía desolada:
-“eres mal nacido porque te rogamos por las plantas y las arrasaste; porque te pedimos ayuda y nos arruinaste; porque te tragaste las oraciones y no cumpliste el deber retornándolas en obras…”
Y la del más desgarrado corazón ante la indiferencia de los dioses.
-“nosotros los hombres somos vuestro espectáculo y vuestro teatro de quienes os reís y regocijáis. Nuestros caminos y obras no están en nuestras manos sino en las manos de quien nos mueve.
Le habéis hecho vuestra silla en la que os asentáis, y los habéis hecho como flauta vuestra”.
Por eso se preocupó cuando dijo el sacristán:
-Tengo miedo, saquemos a San Isidro en rogativas.
El padre escudriñó el cielo plomizo.
-No es tiempo, creo que no escucharía San Isidro.
El sacristán miraba con temor marrullero.
¿desconfiaría el sacerdote de la mediación del buen Isidro?. Sabía que los caminos del cielo son inescrutables y trata de adivinarlos sería pretensión hermana de la soberbia. Si se equivocaba en los designios celestiales ¿no sería grande el daño contra la fe de esas gentes?. De ahí que el sacristán lo viera atisbar con un seño fruncido los horizontes, y exclamar:
-todavía no asomará el sol, no es tiempo de Rogativas. Que aguarden estos indios, tócales bien las campanas.
El sacristán tocó solemnemente las campanas, y los indios se animaron al oír esa voz formidable que debía ser oída por los dioses de la tierra y de los hombres. Sol para sus matas. Para sus miradas tendidas contra las nueves.
-¡oigan las campanas hasta que revienten- renegaba el campanero-sacristán a cada jalón de los rejos- ¿quieren más, indios brutos? ¡por tantos diezmos que traen! ¡Por tantas gallinas!
Pero el agua seguía. Agua polvorosa corrió al principio por los caños. Agua con hojas secas. Agua con barro y hojas verdes. Agua con barro y frutillas. Pantano y agua sucia después. Días. Noches.
Cuando salía un rayo de sol, aparecían pequeños pájaros que se llevaban en el pico a los rastrojos. Y por los caños el agua arrastraba pichones sin plumas.
Con sus raíces descubiertas las matas se doblegaban sobre el terreno pegajoso. Las flores de los cafetos desaparecieron, desaparecieron los frutos recién nacidos. Los indios volvieron a la aldea, en silencio rabioso, y hablaron al sacristán:
-no sirvieron tus campanazos.
-dijimos que rezaras fuerte pa que oyera Cristico.
-te dio pereza y te dio sueño.
-venimos a matarte.
Los ojos del sacristán tomaron el brillo opaco de los machetes que desenvainaban. El llamado a dioses se volvió llamado a muerte, despertó en los indios una sombría urgencia de exterminar en réplica humana a lo infinito, en desesperado acto de rebeldía.
A medida que los indios se le acercaban, más se aferraban sus manos a los rejos que movían los badajos en la honda canción de agonizantes. Los ojos se abrieron del todo para desbordar el terror. Pero con el primer golpe quisieron reventar, hasta que se quedaron fijos cuando otros machetazos picaron su cuerpo. La sangre se diluyó en los charcos, a poco fue un barrizal sanguinolento en el agua que bajaba por los muros de la iglesia.
-¡beban sangre dioses crueles!- dijeron todos por uno al cielo cerrado.
-¡beban sangre!
El Cura vio desde el balcón de la casa parroquial y quiso huir pero le salió al paso la masa de indios, ensangrentados sus machetes en los puños inmóviles. Su frío era otro ingrediente del terror, pero ellos miraban sin remordimiento, empapados los harapos y los sobreros de paja.
-lo matamos porque no le oía el Dios.
-porque era mal rezador.
-te dijimos que cambiaras de rezador.
-que sacaras al Santo pa las Rogativas.
-claro, hijos, cuando quieran sacamos al buen Santo, El les traerá sol, les resucitará las matas, les…
-queremos al Santo pa cargarlo ya.
-vamos a cargar ya mismo al Santo.
El Padre fue seguido por los indios, se arrodillaron, prendieron sus últimas candelas al pie del crucifijo. Y empezaron a rezar como si no tuvieran boca:
-mándanos sol, Tatica Dios. El maíz se muere, se muere el plátano y el trigo y los repollos y el cafeto y moriremos también nosotros. Y si morimos, morirás tu, porque te alimentas con nuestros diezmos, nuestras candelas, con nuestros rezos. Mándanos sol o te mataremos de hambre porque no rezaremos, porque no daremos diezmos, porque no prenderemos candelas. Oye las campanas y abre el cielo pa que alumbre el sol en los hojas, en los ranchos, en el pantano. Se nos muere el maíz, se nos muere el café, Tata Dios…
El Cura tañía las campanas como nunca nadie tañó un par de campanas. Para despertar a Dios. Para despertar a San Isidro. Para invocar a los coros celestiales.
-Vamos a salir con el Santo en Rogativas.
-nos acompañarás en las Rogativas con el Santo.
Cuando dijeron, ya traían en andas la imagen de San Isidro Labrador, parecido a ellos en su angustia vieja.
El sacerdote los vio acercarse silenciosos, crueles, amargos. No alcanzarían a diferenciar un rostro: era una inmensa cosa gris.
Antes podía distinguir la cara y la voz de Pedro:
-aquí está la gallinita, gracias por los rezos.
Antes podía distinguir la voz y el rostro del Anselmo:
-pinta buena la cosecha, tendrá su misa el Santo y una turega de chócolos.
Antes podía distinguir la sonrisa de la Cata, el sueño del niño aferrado al pecho:
-bonito el mamantón, lo cristianamos con la luna llena.
Ahora únicamente veía algo sin forma, reptante, que hacía con el Santo un objeto animalizado frente a él, bajo el aguacero de la tarde.
-rece de modo que oiga Tata Dios- exigieron los indios por boca de todos, sin abrirla nadie.
El Cura salió con el aguacero encima
-“Señor, que nos des y nos conserves los frutos de la tierra. Te rogamos que nos oigas”.
-no va a oír El.
-alto, de modo que Oiga.
Y el Cura levantó la voz, golpeado por el chubasco su rostro al cierro cerrado:
-Danos Señor, Tus bondades y Tus bendiciones.
- no tiene magia el rezo- reclamaron los indios, sin boca para la exigencia. Entonces el Cura empezó a orar en latín, idioma de palabras mágicas para la indiada. Se alegraron por dentro al oír el habla que hablaba y entendía Dios, con el habla de las campanas, altas en la torre para que las captar más fácilmente.
-“glorifica mi alma el Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha puesto Sus ojos en la bajeza de Su esclava…
Difícil recordar todas las palabras mágicas en tales circunstancias. A veces no era latín sino un idioma que inventó su miedo. Dios oiría y le perdonaría, el miedo de los justos es amable al corazón de lo alto.
Pero fue sintiendo vergüenza, y una dignidad olvidada enjuagó su expresión, hizo rítmico el paso, armónicos los gestos, segura la voz que salía no de la presión indígena, sino de su corazón refrescado. Y el habla era él mismo en tranquila elección:
-No está solo el hombre, Señor. Oye el silencia de los que no quieren odiarte, escucha a Tus criaturas, barro del barro que formaste, imagen de Tu perdón. Dános un poco de sol, brilla Tu en él para que brille la esperanza de estos hombres oscuros, la esperanza de todos nosotros, los hombres…
Los indios veían caer el aguacero sobre el Santo, resbalar el agua por su rostro descolorido. Uno se quedó mirándolo, hasta que subió por sobre los hombros de los cargadores y sin detener nadie el paso se quitó el sombrero de caña, grande para la cabeza de la escultura, pequeño para su deseo de abrigo. Otro subió también, tomó el sombrero y vistió a la imagen con el poncho. Volvió a colgar el sombrero en la cabeza de madera antes de bajarse, amorfo en la romería silenciosa.
Las últimas casas de la aldea se perdían entre el espeso aguacero, de ahí en adelante se multifurcaba en andaderos las chozas.
-iremos por estos sembraos con el Santo.
En los barrizales se hundían los pies del Cura y de los romeros. También sus silencios sabían a oración.
-queremos seguir solos, Tata.
-llevaremos al Santo por los rincones pa que vea el invierno.
-lo llevaremos nosotros solos, Tata Cura.
-pa que el Santo vea el daño que nos hace.
La oración del sacerdote siguió anegando la fe desvalida de los indios, que ya se alejaban con las andas por un camino desigual hacia la ruina de sus siembras.
-dáles, Señor, la fe. Dáles, Señor, el sol para ellos, para sus matas, para Tu gloria.
Bajo el torrente iban despareciendo, hacia la bruma de angustia, el Santo y los indios. Bajo la lluvia las mejillas del Cura tenían agua tibia y honda.
Largo rato permaneció mirándolos, mirándose a sí mismo, con vergüenza, con esperanza. Y fue lento su paso de regreso a las campanas heladas.
Agua y más agua.
Cuarenta días. Cuarenta noches.
Estaban más bravos los indios y fueron a la imagen que seguía entre sus siembras, y le quitaron el sombrero de ala escurrida.
-pa que te mojes la cabeza porque no oíste el ruego del hombre
Al amanecer del día siguiente fue otro y lo despojó del poncho.
-pa que sepas lo que son las malas lluvias, Santo fregao.
Y el Santo se mojaba con las tupidas gotas del aguadero. De día. De noche. Agua y más agua.
Quedaba nada de sementeras. Se comieron las semillas, aullaban sus perros bajo los aleros, se encogían de frío y agua los animales domésticos. Al acabarse las palabras para el rezo, volvieron los indios al sitio donde enclavaron las andas de la imagen y con rejos y ramas lo vapulearon.
-Santo fregao, no estás oyendo al hombre.
Con la lluvia, San Isidro resistía el aguacero de azotes. Entonces volvieron con hachas y machetes y dijeron:
-te rajaremos en astillas.
-no nos quieres.
-no te queremos, Santo malo.
-Santo fregao, no te queremos
-te rajaremos en astillas.
Y a machetazos acabaron con la imagen, acabaron con ella los hachazos. Hundieron sus restos en un pantano entre las siembras.
Un día más.
Una noche más.
A la mañana siguiente en los ojos oblicuos empezó a despuntar el sol, y hubo nubes que se fueron con mejor viento, y se despejó el cielo para nueva fe, y se derramó alegre el día en los ojos y en los charcos. Y salieron los animales, y cantaron los pájaros, y la indiada fue al barrizal donde sepultó las astillas del santo.
-hay que ser duros con estos dioses-
-pa que aprendan a servir y respetar al hombre
Y empezaron a sacarlo y a lavar los restos con arrepentimiento sonreído. Los dioses estaban a su servicio, por eso les llamaban, por eso vivían vida sin tiempo
Entonces llevaron al pueblo los despojos del Santo, y el Cura de nuevo pudo reconocer los rostros de Pedro, de Juana, del Anselmo, de la Cata y de su hijo mamantón. Tuvo deseos de llorar cuando entraron en la iglesia a decirle:
-aquí está el Santico.
-haremos otro
-de buena madera lo haremos.
Este ya no nos oía, no hacía buenos milagros.
-no oyó las campanas, no oyó los rezadores.
El Cura escuchaba, abstraídos los ojos en un rayo de sol que untaba el altar
-destruyeron al Santo…-dijo con dolor sereno.
-sí, quedó malito-contestaron los indios-
A todos nos jodió el invierno.